RODOLFO HENRICH ARAÚZ
En aquellos
años, mi abuelo Rudolf Henrich Pliem, inmigrante austriaco, y Adela Antelo
Ríos, su esposa, vivían con sus 4 hijos en, y entre Trinidad, Guayaramerin y
Todos Santos navegando el majestuoso Mamoré. Mi abuelo, al igual que su hermano
mayor Franz Sales Henrich Pliem, era comandante de lancha además de explorador,
contador, violinista y generoso manirrota en el buen sentido de la palabra.
Mi abuela
me contó la historia de un fenómeno inexplicable ocurrido un domingo despejado
y apacible, casi a la oración, cuando los pocos habitantes de Todos Santos
escucharon un tremendo y prolongado estruendo que parecía llegar desde lo alto
del cielo, algo así como el ruido que ahora dejaría el paso de un avión
supersónico a baja altura y, fue tal el espanto, que corrieron despavoridos a
esconderse. Alguien, de entre los que salieron luego de su escondite, dijo, que
“el Judío Errante había pasado por allí y que era el anuncio de tiempos
terribles para el pueblo y que el puerto de Todos Santos tenia los días
contados.
Así fuera
cierto o no, al poco tiempo naufragó, temprano por la mañana, una embarcación
muy cerca de arribar a Todos Santos. Entre las víctimas se contaron algunos
niños que murieron arrastrados por las aguas del río.
Tiempo
después, un domingo por la mañana, – evoco el hondo y amargo llanto de mi
abuela al contarlo– la Ana Catarina, una embarcación de dos pisos con casco de
madera y a rueda, se aprestaba a zarpar con destino a Trinidad en medio del
bullicio de la gente y, sobre todo, de los niños del pueblo que, siempre que
arribaba o zarpaba una embarcación, se dirigían al puerto para entretenerse
viendo quien llegaba y quien se iba, Saber novedades, recibir o enviar
correspondencia rompiendo así la rutina diaria del pueblo.
Niños que
jugaban y correteaban sobre la cubierta, y otros en tierra cerca de la rampa de
acceso. Los viajeros abordaban la embarcación. Los pequeños se disponían a
bajar para ubicarse, como siempre lo hacían, a corta distancia para escuchar
las campanadas y el pitar de la lancha al verla alejarse hasta perderse en los
meandros del río.
En la sala
de máquinas de la embarcación, se cuenta que el encargado repetía la frase “no
chupa”. No se había dado cuenta de que el tubo de la bomba que succionaba el
agua del río para el sistema de enfriamiento del motor lo que hacía, era
succionar la arena de la playa, ocasionando el sobrecalentamiento de los
calderos que, por la presión acumulada explotaron con tal fuerza, que sus
escombros volaron en un perímetro de hasta 300 metros dejando un tendal de 17
muertos, la mayoría de ellos niños pequeños con sus cuerpecitos mutilados y
destrozados y 21 heridos graves. Entre ellos estaba, a sus 10 años, Rodolfo
(Fito), el tercero de los hijos, a quien mi abuelo encontró aún con vida con
ambas piernas mutiladas. Fue vano el supremo intento por salvarle la vida,
murió al día siguiente en medio de una terrible agonía y en brazos de sus
padres preguntándoles ¿cuándo me voy a curar...?
El Puerto
de Todos Santos, a orillas del río Chapare, que había sido la puerta de
tránsito de carga de todo tipo, desde y hacia el oriente y occidente, empezó a
morir también. Fueron cesando sus actividades, decayó el intercambio y el flujo
fluvial. Muchas familias fueron abandonando el pueblo, entre ellas, una familia
que perdió 3 de sus hijos pequeños en el horror de la explosión, mientras el río,
implacable, iba carcomiendo poco a poco el pueblo hasta devorarlo por completo.
Nada queda de él, tan solo el olvidado testimonio de quien vaticinó la
desaparición de ese puerto que parecía tener vida propia en la dinámica de su
tiempo, su historia, y su destino.
En la foto: Mi abuelo; Adela, la primogénita, primera a la izquierda; mi abuela con Hans, mi padre en sus brazos; y Selva, y Rodolfo (Fito)
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