ENRIQUE VILA-MATAS
El caso
de Marcel Schwob es bien curioso y divertido y
seguramente le divertiría a él mismo, hombre de tanto humor que llegó a viajar
a Samoa a ver la tumba de Stevenson y cuando llegó a la isla, después de un
azaroso y largo trayecto en barco, dio una mínima vuelta por allí y, según él
mismo relató en carta a Marguerite Moreno, vio gente desconcertante y, además,
unos hermanos maristas muy sucios y acabó huyendo de allí, no viendo nunca la
tumba.
Este
escritor, que murió joven en 1905, es un autor cada día más influyente en la
literatura contemporánea, aunque no tiene demasiados lectores. Sin embargo, su
presencia tan visible en obras de grandes autores le permite seguir muy vivo en
la obra de éstos.
Ha influido
en Faulkner, Borges, Cunqueiro, Perec, Bolaño, Sophie Calle, Cristian Crusat o
Pierre Michon, por hablar sólo de unos cuantos. De todos modos, no estaría mal
que nos diéramos una vuelta por la fuente original y acudiéramos a sus textos,
porque están llenos de iluminaciones, y se abren en ellos constantes caminos de
imaginación para la literatura. Y no puede alegarse ahora que leer a Schwob es
algo que nos lo hayan puesto difícil, puesto que, bajo el título de Cuentos completos (Páginas de Espuma) se acaban de reunir, editados
y traducidos por Mauro Armiño, todos los libros de relatos que publicó en vida,
escritos en el increíble breve periodo de tiempo que va de 1891 a 1896 —Corazón doble,
El rey de la máscara de oro, Mimos, La cruzada de los niños, El libro de
Monelle y Vidas imaginarias—, además de un conjunto de relatos
que quedó disperso o inédito.
No tiene
muchos lectores, pero en todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob
organizándose en pequeñas sociedades secretas. Existe incluso el rumor de que
la más clandestina de las células de una de esas sociedades, celosa de que sea
demasiado descubierto, viene trabajando en la sombra a lo largo de los años
para evitarle una popularidad excesiva.
Diez
voces, diez versiones
Su libro
más influyente, el que más caminos abriera y sigue abriendo, es sin duda Vidas imaginarias, donde
utiliza personajes reales de la historia como Eróstrato, Lucrecio o Petronio
para componer unas biografías muy breves que mezclan erudición y anécdotas de
tipo extraordinario. Borges las tomó como modelo para su Historia
universal de la infamia, donde los protagonistas son reales, pero
los hechos pueden ser fabulosos y en ocasiones fantásticos.
Sophie
Calle adora la vida imaginaria de Petronio, contada por Schwob, y creo que
motivos le han sobrado siempre. Ahí Schwob desmiente la leyenda oficial, según
la cual Petronio habría sido asesinado y nos cuenta que Petronio escribió
dieciséis libros de aventuras y, una noche, con su esclavo Siro escapó de la
condena a muerte de Nerón y, cargando con un saquito de cuero que contenía sus
ropas y sus denarios, se dedicó a vagabundear por el mundo y a vivir él mismo
las aventuras que previamente había escrito. Y finaliza así el relato:
“Petronio olvidó completamente el arte de escribir en cuanto vivió la vida que
había imaginado”.
La sombra
de Schwob es tan alargada que no sólo llegó a Borges, sino a Faulkner, que tomó
buena nota de La cruzada de los niños, esa historia real tan
fascinante, esa leyenda en la que belleza y horror se unen para contarnos una
expedición infantil al Santo Sepulcro. Schwob la ficcionó con dramatismo breve
y memorable, y también con originalidad en la forma de contarla, pues buscó
escapar de los cánones narrativos de la época y, huyendo del realismo de Emile
Zola que tanto predominaba en aquel momento en Francia, se adentró en una
narración contada con una sencillez endiabladamente compleja, construida con
diez informaciones muy subjetivas acerca de un solo hecho, realizadas por los
implicados en él; diez versiones, diez voces, combinándose en la exposición del
drama. Esa es la estructura de La cruzada de los niños, adoptada
años más tarde por Faulkner para Luz de agosto, y que Bolaño
tuvo en cuenta en Los detectives salvajes.
Cuando
Schwob irrumpió en la escena literaria francesa de finales del XIX, nos cuenta
Armiño en su prólogo que imperaba esa idea de Zola según la cual el autor de
novelas debía borrarse tras un anonimato que le permitiera el análisis de la
realidad, como si ésta se hallara tras una lente de aumento al otro lado del
microscopio. Y en eso llegó Schwob y, ante todos aquellos que habían sentado
con Zola las bases del naturalismo, propuso lo contrario: era el individuo lo
que le interesaba, “una esencia única que flota por encima de los
acontecimientos históricos, de las condiciones económicas”. Para Schwob, el arte
era lo contrario de las ideas generales: “El arte sólo describe lo individual,
no desea más que lo único”.
Schwob ha
influido en grandes autores, pero no se le puede imitar porque él fue
completamente único, alguien consciente de que cada hombre no posee realmente
más que sus extravagancias y sus anomalías. Las de Schwob fueron su obra, una
obra literaria —por mucho que no se viera en su tiempo— de choque, incluso de
vanguardia si se quiere, una obra irrepetible. Su carácter de “única” es lo que
hace que, en su viaje en soledad por el espacio y el tiempo, su obra parezca
que tenga una luz muy antigua. Quizás por eso la leen poco, creyéndola vieja,
cuando cada día está más viva, incluso en la obra de los otros.
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De EL PAÍS,
14/12/2015
Imagen: Marcel Schwob en Haslemere, 1899
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