Thursday, May 26, 2022

LOS AMIGOS, EL AMIGO. ALGO SOBRE JORGE ZABALA


ANDRÉS CANEDO

 

La semana pasada no publiqué nada porque fueron unos días terribles que es mejor olvidar, pero, como siempre, estuvo presente la ternura de un amigo de quien les hablé varias veces: Ramiro Barrenechea. Pero hoy quiero hablarles de otro amigo (también nombraré a otros amigos), perdido en el tiempo y la distancia, pero siempre presente en mi corazón: se trata de Jorge Zabala, un orureño-cochabambino brillante y universal, tierno y temible. Lo conocí una vez que fui a Cochabamba a dar una charla sobre el Teatro del Absurdo, invitado por el Centro Cultural Portales. Claro, yo estaba advertido sobre los pavorosos miembros de la “intelligentzia” cochabambina que asistían a charlas y conferencias y que, a veces, con sus preguntas y cuestionamientos, hacían salir a los expositores con la cola entre las piernas. Y aunque estaba muy bien preparado, incluso había escrito un texto de unas cincuenta páginas sobre el tema, recopilando información de varios libros imposibles de conseguir en Bolivia, no dejaba de sentir cierto temor y desconfianza ya que era la primera vez que me presentaría en Cochabamba ante sus feroces intelectuales. Pero la parte maravillosa empezó al llegar, un día antes, y Portales me alojó en el Palacio de Portales donde me dieron una habitación alucinante, con una cama señorial y con unas bombillas e interruptores de luz que yo podría haber jurado que pertenecían a la época de gloria de dicho palacio, es decir entre la segunda y tercera década del siglo XX. Sabía, claro, que esa había sido la casa principal de Simón Patiño, que allí se había alojado Charles de Gaulle y, con todos esos fantasmas en la cabeza, yo recorría el bellísimo edificio, su gran salón principal, su sala (tal vez, comedor) que era una copia de uno de los espacios de la Alhambra de Granada, sus deslumbrantes jardines y esculturas, los espacios no menos deslumbrantes destinados a la servidumbre. Volví más de una vez a Portales e inclusive, años más tarde, filmamos allí dos de las escenas más emocionantes de la telenovela Larga Distancia (dirigida por Pachy Ascarrunz) en la que yo era el protagonista y en aquellos jardines y salones enamoraba a la bellísima Ruth Pozo, haciendo ambos parte de una verdadera pirueta televisiva en la que retrocedíamos mentalmente, en pareja, del tiempo presente a los tiempos de esplendor de la casa y, ataviados como en ese entonces, bailábamos un vals (también en nuestra imaginación) en el impresionante salón principal. Pero, volviendo al tiempo al que quiero referirme, al día siguiente de mi llegada a Portales, el momento de la conferencia llegó y yo tuve que salir de mi ensueño para ir a enfrentarme con mis supuestos contendores. Sin embargo, ya no estaba nervioso y, en las horas previas, me había entretenido leyendo un libro sobre Descartes, por puro curioso. Al entrar al salón de conferencias, en otro lugar de la ciudad, alguno de los miembros del Centro Cultural Portales me señaló un grupo de personas entre los asistentes y me dijo: “Cuídate de ellos, siempre hacen preguntas difíciles”. Recurrí entonces a mis técnicas de actor, utilicé el centro de irradiación del pecho (como enseña M. Chejov) y hablé con claridad y conocimiento del tema. Al terminar, la mayoría de las preguntas vinieron del grupo señalado y las pude resolver con solvencia. La última de las preguntas salió de un individuo alto, flaco, ligeramente barbado, que, por unos caminos que ya no recuerdo, me llevó hasta Descartes (esa era la prueba de fuego) y, gracias a esa magia que la profesión del teatro a veces nos permite, se correspondía con lo que yo había leído esa misma tarde en Portales, de manera que mi respuesta fue impecable y contundente. Aprobación, aplausos, y el grupo terrible que se me acercó a invitarme a tomar un café: el alto, flaco y barbado, era Jorge Zabala, acompañado de Chaly Rimassa y, creo, de Kuso Quiroga. Allí, en ese café salpicado de charlas sobre el teatro y la literatura, nació la amistad. Jorge estaba convencido de que yo era más culto de lo que soy, y yo comprobé, inmediatamente, que me encontraba ante una mente brillante y un hombre de cultura superior, aunque ligeramente desquiciado (entre sus manías, estaba la de pararse en cualquier esquina y ponerse a dirigir el tráfico). Cada vez que yo iba a Cochabamba me encontraba con él y, a su vez, él me visitó algunas veces en La Paz, y la ternura, la enorme ternura que irradiaba más la asombrosa gesticulación de su rostro y de sus manos de dedos enormes, lo hacían querible, agradable, entrañable. Una vez, fuimos a Cochabamba con Guido Calabi, dramaturgo, loco, cultísimo, cuyas obras siempre llevaban nombres anatómicos –La nariz, Las nalgas, El ombligo-, quien usaba, con auténtica pasión, unos rechinantes trajes rojos, amarillos o rabiosamente verdes. Guido, que trabajaba conmigo en el Taller Nacional de Teatro, me acompañaba en aquella oportunidad, a visitar nuestra escuela en Cochabamba y, como siempre, llevaba consigo, además de su estruendoso traje, algún libro difícil (antropología, sociología, filosofía), libros que, sin duda, yo era incapaz de leer. En ese momento, el libro que cargaba Guido tenía un título tan abstruso, que yo no podía siquiera descifrar de qué se trataba realmente. Nos encontramos, por supuesto, en el café con Jorge y algunos de los miembros de su cofradía. Guido, había depositado el libro sobre la mesa, con la tapa hacia abajo y en la contratapa del mismo no había foto alguna, sino un texto en letra pequeña, ilegible desde más allá del medio metro de distancia. Yo advertí que los ojos de Jorge, situado en el otro extremo de la mesa, no se desprendían del libro y de pronto, sin poder contenerse, le preguntó a Guido si se trataba de tal libro (dijo el nombre del mismo). Cuando Guido le respondió que sí y con algo de suficiencia le preguntó si lo había leído, Jorge le respondió que sí lo había hecho y que en el mismo había varias partes que lo impresionaban. “Fíjate, por ejemplo, en la página 237, a partir de la sexta línea dice lo siguiente…” E inmediatamente, Jorge pronunció dos o tres complicadas oraciones que, según él, eran las que figuraban en la página 237 a partir de la sexta línea. Guido se quedó perplejo, el texto sin duda le sonaba, y para corroborarlo abrió el libro en la página indicada y leyó, a partir de la sexta línea, exactamente las mismas oraciones que Jorge había dicho antes. “Eres un genio”, le dijo a Jorge, y él le respondió: “No, simplemente soy un buen lector”. A partir de ese instante y en medio de una charla hermética, para los demás, a propósito del libro, se quisieron como dos chicos que comparten un helado. Jorge, solía pasear conmigo por las calles todavía coloniales de Cochabamba, me invitaba a comer unas salteñas picantísimas en un local, decía, vedado para el resto de los mortales, y siempre yo sentía la calidez inigualable de su cariño. Era yo, tal vez para él, pues supongo que no tardó en darse cuenta de que no tenía ni su cultura ni su inteligencia, el hermano menor artista. Asistía, aplaudía, se enfervorizaba y decía quererme mucho cuando presentamos alguna de nuestras obras de teatro en esa ciudad. Un día, paseando por la plaza 14 de septiembre, me lanzó de pronto estas palabras: “¿Y cómo te sientes en el mediodía medioeval cochabambino?” Jorge Zabala Suarez, el loco, había publicado varios libros: Exorcismo, La liberación estética, El mundo compartido. Estudió en Argentina e Inglaterra y fue un gran jugador de tenis habiendo salido campeón en un torneo en Buenos Aires. Fue también, profesor de la Universidad Católica Boliviana. Jorge, en sus visitas a La Paz, se enamoró platónicamente de una prima mía. Jorge, por esa razón, aparecía más seguido a visitarme. Jorge, el loco, murió hace dos años y hoy, como muchas veces, yo lo recuerdo y lo extraño. El loco Jorge, me regaló su libro Exorcismo y de aquellas deliciosas lecturas, recuerdo, entre otras, una frase que me impactó hondamente, pues Jorge decía: “En Bolivia ya no existe arte, sólo existen premios”.

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Fotografía gentileza de Mirella Suárez Urquidi

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