Thursday, June 7, 2012

Carlos Fuentes: Montparnasse

Héctor Soto




Si algún rasgo hay en la cartografía funeraria es la arbitrariedad. Fuentes, que era un príncipe, reposará cerca de César Vallejo, casi un mendigo.

Debe ser duro para los mexicanos aceptar que haya sido finalmente París la ciudad que se quedó con los restos de Carlos Fuentes. Fuentes llegó a estar a la altura en su patria de Juárez, el cura Hidalgo y Pancho Villa. Los festejos con ocasión de sus 80 años fueron lo más parecido a una coronación que en una república pueda caber y que terminara en Montparnasse puede ser una decepción para el orgullo patriótico. También lo fue para los argentinos que Borges haya ido a parar a Ginebra.

En el caso de Fuentes, no todo es puro arribismo cultural, como creerían seguramente quienes lo venían ninguneando como novelista desde hace años. El autor de La muerte de Artemio Cruz se preocupó del lugar que iba a ocupar después de muerto tanto como siempre le interesó el tema en vida. En Montparnasse al fin y al cabo descansaban sus dos hijos muertos -Carlos y Natasha- y allí también lo hará, cuando le corresponda, su mujer, la periodista Silvia Lemus. Su hijo Carlos, que era hemofílico, tenía 25 años cuando murió en un hotel de Puerto Vallarta de infarto pulmonar. Y cuando a Natasha la encontraron sin vida en extrañas circunstancias, casi como indigente, en un callejón del barrio de Tepito, cerca del centro histórico del D.F., ella ya andaba por los 30. El hallazgo cerró un dramático capítulo de fatalidad familiar y una brecha terrible entre la vida pública y privada.

En París, en todo caso, entre los años 1974 y 1977, Fuentes ejerció con singular brillo el cargo de embajador. A lo mejor eso es lo que siempre fue, un grandísimo embajador, plenipotenciario de sí mismo, de América Latina, de la literatura hispanoamericana. Lo fue hasta el último día de su vida. Es muy probable que también la Ciudad Luz haya concentrado grandes referentes de su formación intelectual y artística: Malraux, Sartre, Mayo del 68, Le Monde y el Nouvelle Observateur, Mitterrand…

No tengo idea si Fuentes leyó como acostumbraba a leer él -con enorme curiosidad, con apetito y entusiasmo- los ensayos de Susan Sontag, pero no deja de ser una ironía que siendo tan distintos -él como escritor del poder, ella como exégeta de la marginalidad y crítica del establishment- el cementerio de Montparnasse los haya acogido a ambos. Si algún rasgo tiene la cartografía funeraria es la arbitrariedad. Fuentes, que era un verdadero príncipe, reposará a pocos metros de César Vallejo, que más parecía un mendigo, y también de Julio Cortázar, con quien compartió las glorias del boom. Por ahí también está la tumba de Samuel Beckett, otro exiliado más que escogió no sólo París sino el francés como lengua y Montparnasse como cripta. Consecuente hasta el final, Beckett pidió -dicen- que su tumba fuera de “cualquier color, siempre que sea gris”.

Leyendo por casualidad en los últimos días un libro de memorias del crítico y realizador argentino Edgardo Cozarinsky -regalo de un gran amigo- me encuentro con la crónica de su visita a la tumba de la Sontag. La casualidad me deja intrigado. Después de todo, hay una edad en que los temas fúnebres empiezan a rondar, convocados vaya uno a saber por quién. Lo concreto, sin embargo, es que acaso mucho más que para Fuentes, que siempre mantuvo una fortísima conexión con las letras y la academia estadounidenses, con Faulkner, Harvard y Princeton, por simplificar las cosas, para Susan Sontag París fue resueltamente una tierra de promisión. Visitó por primera vez la ciudad a los 19 años, cuando no hablaba una palabra de francés y a lo único a que atinó al salir de la Gare Saint-Lazare fue a tomar un taxi y decirle al chofer “Sorbonne”, nada más, porque por entonces ésa y no otra era su idea del paraíso. Con los años, claro, la ampliaría. La pregunta, no obstante, es si llegó a ampliarla tanto.

Edgardo Cozarinsky, que fue quizás al primer crítico de cine que leí en los años 60 con verdadera unción, porque me parecía que a una mirada abierta a la modernidad unía el rescate del legado clásico y una prosa formidable (después me decepcionaría su poco cuando el mismo me contó que toda la revista Primera Plana era reescrita por Ernesto Shoó) nos recuerda lo que es evidente para cualquiera y sin embargo a veces olvidamos: que París es un gran panteón. Un panteón ecuménico, bello y de amplia convocatoria.

Del blog del autor, 25/05/2012


Foto: Toma del Cementerio de Montparnasse

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