Monday, June 4, 2012

Wilmer Urrelo - ‘No me gusta el bolañismo’




Nacho Damiano

La Unesco selecciona todos los años una ciudad para que sea “La capital mundial del libro”. En abril de 2012 finalizó el turno de Buenos Aires y el Gobierno de la ciudad lo conmemoró invitando a escritores de Latinoamérica para que se reúnan y compartan charlas y encuentros, intentando de esa manera homologar visiones de la Patria Grande, concepto extraño, vacío y difícil de comprender.
Buenos Aires es una ciudad muy particular. Desde su creación mira a Europa prácticamente de rodillas y en el mismo gesto le da la espalda al resto del continente. Somos tildados de arrogantes y soberbios, de creer que costamos varias veces más de lo que valemos y de intentar ser Madrid o París sin conseguirlo. Pero si bien nuestros principales productos de exportación son carne, futbolistas y “buscavidas”, sentimos mucho orgullo por nuestros escritores. Hacer un listado de los nombres que nos enaltecen sería injusto, las páginas de un periódico exigen cierta concisión en lo que se escribe, la lista estaría plagada de ausencias irremediables. Borges, Cortázar y Marechal, quizás Fogwill, sirven de muestra.
Pero a pesar de esta tradición, o quizás por ella, en Buenos Aires se da un fenómeno bastante interesante: la gente lee mucho menos de lo que dice que lee. Si bien el grado de lecturas es bastante alto comparado con la media de la región, a los porteños nos da culpa pensar que leemos poco, nos sentimos obligados a ser cultos, leídos y refinados, aunque rara vez lo logremos. Por eso, en Buenos Aires, los escritores son estrellas de rock, son los que lograron ser lo que todos deberíamos ser. Se los alaba aunque no se haya leído ni el título de sus obras.
Y en cualquier conferencia o mesa redonda, siempre hay mucha, mucha gente.
El evento se llamó “La ciudad contada”. Concurrieron, entre otros, Alejandro Zambra de Chile, Yuri Herrera de México, Gabriela Alemán de Ecuador, Carlos Yushimito de Perú y Wilmer Urrelo de Bolivia. Y los argentinos Juan Terranova, Oliverio Coelho y Matías Capelli.
La charla se llevó a cabo en una hermosa librería del barrio de Palermo. Palermo, para quienes no lo conocen, se divide en tres: Palermo Soho, Palermo Hollywood y el verdadero Palermo, el de antes, el de las casas bajas y los perros en las veredas. Los dos  primeros, como queda claro desde el nombre, ya no le pertenecen a los porteños, la horda de turistas lo copó entero. Muchos restaurantes y bares tienen su carta bilingüe: además de pedirte un café con leche con tres medialunas, podés pedir un coffe with milk and three croissants, please. Así somos los porteños: mezclamos todo, el inglés con el francés, lo cursi con lo profundo y lo snob con lo auténtico. Cuando llegué a la librería, pedí hablar con algún organizador para que me ayude a ubicarme y se me acercó la dueña del lugar. Me señaló un lugar para sentarme y me dijo “algunos ya llegaron, fijate en el bar”. No lo había comentado, pero la mayoría de las librerías de Palermo tienen un bar. Uno puede leer tomándose un té. Qué sensación de aristocracia.
Fui al bar y vi a un personaje bajito, ensimismado en una lectura, nunca supe cuál. Yo lo conocía por fotografías, pero sólo había visto fotos carnet, por lo que para mí Wilmer Urrelo era una cara, no tenía cuerpo. Ni ése ni ninguno, simplemente no tenía. Cuando noté que era una persona con sus funciones fisiológicas normales, me decepcioné un poco. Me encanta pensar que los escritores son seres sobrenaturales, que en realidad ni siquiera existen.
— ¿Wilmer?
— Sí.
Y no me dijo nada más. No me preguntó quién era yo, cómo lo había reconocido, qué quería o por qué lo interrumpía en su lectura. Casi de inmediato me di cuenta de que no repreguntaba por timidez, por no importunarme él a mí, cuando era yo el que lo estaba molestando. Una vez que rompimos el hielo, descubrí a un personaje encantador, desinhibido, culto y amable. Quizás para los lectores bolivianos mis preguntas hayan sido superficiales y repitan cosas que ya saben o, lo que es peor, aborden temas que no son de su interés. Pero a la vez me parece que la visión que se tiene desde afuera de los fenómenos, esa especie de ingenuidad que nos lleva a ver las cosas como si fuera la primera vez es lo que las hace interesantes. Ante todo, recuerdo con mucho cariño la charla que tuve con Wilmer Urrelo. Me dio la sensación de conocer a una persona maravillosa. Parte de esa charla es la que reproduzco a continuación.
— ¿Qué opinás de esta “reunión de escritores latinoamericanos”? ¿Tenés contacto con tus colegas más allá de las fronteras bolivianas?
— De hecho, como escritor soy muy reacio a juntarme con otros escritores, pero estas ocasiones me encantan porque encuentras a gente a la que no ves todo el tiempo; pienso en Terranova, a quien conocí recién ahora, o en Carlos (Yushimito), que no veía hace un par de años. Me gusta porque me ayuda a desordenar mi ordenada vida de todos los días, ¿no? Yo a las 23.00 ya estoy durmiendo, pero en Buenos Aires todo es distinto, llego al hotel a las 02.00… Me gusta eso, porque es darte un tiempito de libertad, un espacio agradable en mi vida aburrida.
— ¿Y con tus colegas bolivianos? Por lo menos los de esta generación, ¿se juntan, debaten, trabajan en grupo?
— Nos encontramos y no. Una de las preocupaciones de esta generación es más escribir que reunirse, que crear estos círculos que antes se acostumbraba mucho.
— ¿Lo ves como una falencia?
— No, lo veo como una bendición. Primero, porque más allá de que sea gente muy apreciable, te ayuda a evitar las habladurías, a que se crea que se ha armado un grupito, que siempre es pernicioso, incluso para las mismas cosas que tú escribes. El día que se saque un manifiesto de esos tan típicos, es que ya se fregó todo.
— ¿Cómo describirías la literatura boliviana actual a quien la ve de afuera?
— Creo que se están dando frutos muy interesantes. Hay una gran renovación que todo el mundo ve, ya está muy asumido. Me parece que todavía nos faltan grandes retos que a lo mejor como generación no lleguemos a cumplir. Es posible que los que vienen tras de nosotros cumplan esas expectativas que siempre tiene la literatura nacional, que es hacerse más conocida en el exterior.
— ¿Ser conocido en el exterior es fundamental para un escritor boliviano?
— Hay una idea generalizada de eso, de que hay que salir de Bolivia para ser un escritor con mayúsculas; es una generalización, no todos piensan así, por supuesto.
— ¿Vos qué pensás?
— Que sí. Es importante hacerse conocido, porque en Bolivia venderás, en el mejor de los casos, 200 ejemplares. 500 es un éxito rotundo, un best seller. Entonces, bueno, no queda otra. Pero como te decía, veo una renovación interesante aunque todavía no tenemos (y no creo que tengamos que tener) una figura representativa, como Borges o Bolaño, por mencionar dos.
Esta generación está negada a eso y me parece bien, me parece una cosa ventajosa. Hay algo más comunitario, cada uno aporta lo suyo y sin necesidad de estar juntos. De hecho, una buena parte de los escritores bolivianos que yo aprecio viven fuera del país: Giovanna Rivero, Edmundo Paz Soldán, Rodrigo Hasbún. Ellos producen desde otro lado.
—¿En qué ves esa renovación?
— Yo soy editor desde hace como 20 años y he sido lector de muchas novelas en manuscrito, de esta generación y de la anterior. De primera te das cuenta de que es una generación más profesional, se toma la cosa en serio, presenta los manuscritos prácticamente terminados, prácticamente listos para entrar a imprenta. Mientras que a lo que he leído de las generaciones pasadas le faltaba mucho trabajo todavía.
— ¿A qué le atribuís ese crecimiento?
— Pues no sé, yo creo que es asumir un poco el rol de escritor en serio, con militancia y olvidándose de hacer una participación en la vida partidaria del país, de pertenecer a alguna corriente política. Antes, un escritor casi indefectiblemente era político y escribía cuando no estaba en el poder, o en la cárcel, o lo que sea; era casi inconcebible un escritor apartidario, el que no era político era militante o perseguido, o perseguidor. Ahora nos hemos liberado un poco de eso, pero también estamos pecando de creer que lo que escribimos no tiene nada que ver con política. Es el mismo cuento que creer completa y absolutamente en Bolaño. Ese discursito de hace 20 años ya está desgastado, estamos viejos y no puede ser que sigamos pensando así. Por supuesto, escribir sobre política te sale tarde o temprano, pero creo que es bueno quitarnos ese peso y decir “bueno, pues, escribimos de esta forma, pero no necesariamente somos militantes de un partido”. De lo que sí estoy seguro es que lo único aquí es contar historias, tenemos que dejar de dar vueltas y decir “nosotros también podemos hacer otra cosa”. También veo más entrega a la hora de escribir, y mucha más confianza en sí mismos, cosa que a la generación anterior le faltaba.
— El seudónimo con el que firmaste Fantasmas asesinos es La Malpapeada. Vargas Llosa queda claro, pero ¿qué otras influencias detectás en tu escritura?
— Vargas Llosa es una influencia que siempre ha estado ahí. Me gusta mucho Victor Hugo. Lo sé, suena raro, habitualmente la gente de mi edad ya no lee a Victor Hugo, pero yo lo leo con mucha pasión. A Pío Baroja también. Pero Victor Hugo es una gran escuela para la descripción, cosa que a nuestra literatura joven, tan escueta, de libritos chiquititos, le hace falta. Releer a Victor Hugo es un trabajo de sacar músculos.
— En la charla hiciste algunas menciones negativas a Bolaño, y ahora también. ¿Por qué no te gusta ni un poco?
— Bolaño me gusta, no me gusta el bolañismo, la cosa que se ha formado a su alrededor, me parece nefasto para toda la generación, puede ser terrible.
— ¿Por qué? ¿Te parece que genera copias serviles?
— Por supuesto. Eso y que muchos creen que todo comienza con Bolaño. Hay escritores latinoamericanos mucho mejores, mucho más profundos. Está claro que mi problema no es con Bolaño, él no ha intentado generar esto, pero yo conozco chicos de 26 o 27 años que tienen un magíster en Literatura Latinoamericana y que no leyeron a José Donoso. En ese sentido, yo estoy orgulloso de mis lecturas, porque he tenido la escuela del boom, de ciertas cosas nuevas que se estaban escribiendo pero también de los clásicos, que me fascinan.
Apagamos un minuto la grabadora. Me había enterado de un pequeño altercado que hubo respecto al Premio Nacional de Novela 2011, del cual Wilmer era presidente del jurado. Le pido que me cuente lo que pasó. Me relata los hechos y les quita importancia, no quiere seguir con el tema, pareciera dolerle. Le pregunto si puedo agregarlo a esta crónica, que lo veo como un acto de justicia. Me dice que sí.
— La cuestión del premio fue más o menos así: ya teníamos una novela ganadora (Diario íntimo, de Claudio Ferrufino, que nos gustó a todos y de lejos era la mejor), pero parte del jurado estaba preocupado por la calidad de la gran mayoría de las otras obras concursantes, y propusieron colocar en el acta algo que advirtiera al respecto. Yo les dije que era mejor no hacerlo.
Hubo un debate corto y al final me convencieron y redactamos y firmamos el acta. Sólo eso. Claro que me hago responsable de esa acta 100%. A los días se generó un debate absurdo y sobre todo injusto para los miembros del jurado.
— ¿Y cómo quedó tu relación con la academia y los medios bolivianos?
— El problema en Bolivia es argumentar por qué tomas determinadas decisiones. La gente es muy susceptible. Habitualmente, si alguien publica un libro y luego se lo critican, se siente ofendido. Un amigo escritor (director de un suplemento cultural) me contaba que hace algunos años pasó una cosa graciosa: un señor publicó su novela, y la criticaron. A los tres días le llegó una minuta escrita por un abogado iniciando un juicio. La gente paceña, cruceña, cochabambina es extremadamente susceptible y no está abierta a la crítica, que es fundamental en cualquier discusión literaria. Todos tenemos nuestras lecturas, a mí puede gustarme una novela y a otro no. Pero no entiende que eso pueda ocurrir. O quizás también se siente ofendida porque uno más o menos joven como yo, que no he estudiado Literatura, que hice Comunicación Social (que es lo peor, evidentemente), habla de eso. Quizás venga por ahí, pero lo que sí sé es que hay una idea de que tú puedes ser escritor sólo si has pasado por Derecho o por Literatura, y es mentira. La carrera de Literatura no es la gran cosa; salvo excepciones que por supuesto siempre las hay, saca cosas horribles. No busca crear cosas importantes, es más verse el ombligo. A mí eso nunca me ha latido y tengo la impresión, quizás esté equivocado, de que siempre me han visto como un advenedizo. Ya con Mundo negro me di cuenta de que me veían como alguien que estaba ahí de pura suerte, que de casualidad había escrito una novela. Y creo que hasta ahora tienen esa idea, pero bueno, es parte de este oficio, ¿no?
Publicado en Escape/La Razón, 03/06/2012
Foto: Wilmer Urrelo con Juan Terranova/Claudio Esses

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