Monday, October 29, 2012

El bidón de Bartali y Coppi


Ander Izagirre

Cuentan que el 10 de junio de 1949 se suspendió la ley de la gravedad. Ocurrió en las rampas del Izoard, durante el Giro de Italia, al paso del Campionissimo Fausto Coppi. El italiano corría siempre con una sentencia grabada en el corazón y en los muslos, “la gesta más loca es la gesta más bella”, y aquel día pedaleaba en pos de una de las hazañas más locas y más bellas de la historia del ciclismo. Se disputaba la última etapa de montaña del Giro, con una incursión por territorio francés y los puertos descomunales de la Maddalena, Vars, Izoard y Montgenevre en el recorrido. Sin embargo, se esperaba una jornada tranquila. El Campionissimo había machacado a sus rivales durante toda la vuelta, y el segundo clasificado, el viejo Gino Bartali, estaba a más de un cuarto de hora en la clasificación. Coppi ya era dueño del Giro, le bastaba con mantenerse a rueda de un Bartali entregado. Pero Coppi, tocado con la maglia rosa, sufrió un arrebato de grandeza, o de locura, y atacó con rabia cuando faltaban 192 kilómetros para la meta. Sus rivales, asombrados por aquel gesto insensato, tardaron un rato en reaccionar. Después salieron a por él, pero ya no lo vieron hasta la mañana siguiente. Comenzó una cabalgada de pesadilla, siete horas y media de sufrimiento a través de cuatro puertos alpinos, torturando a unos rivales que maldecían semejante crueldad. ¿Por qué se empeñaba Coppi en martirizarles y martirizarse, si no tenía ninguna necesidad? Pero Coppi sí lo necesitaba, porque él no era sólo un campeón: era un artesano del ciclismo, siempre preocupado por imprimir en sus victorias un sello irrepetible. Sólo en sus participaciones en el Giro, se calcula que estuvo más de tres mil kilómetros fugado en solitario: la gesta más loca es la gesta más bella. Si la edición de 1949 quedó en la memoria fue precisamente por ese episodio, por la grandeza de una escapada absurda: en un día en que hubiera podido evitar fácilmente el sufrimiento, Coppi ofreció todo su dolor para culminar una obra bella. Por eso era el Campionissimo.
Coppi demostró que el ciclismo puede ser una forma de belleza. Y, quizá por eso, los aficionados italianos, los tifossi, envolvieron el relato de sus hazañas con un aura casi sobrenatural. Ese día de 1949, las radios italianas interrumpieron sus programas matutinos para narrar aquel acontecimiento nacional. Los locutores situados en meta recibían noticias confusas, pero con cuatro detalles más o menos confirmados, un poco de imaginación y mucha pasión, encendieron los ánimos de todo el país a voz en grito: “Un uomo solo al commando, la sua maglia é rosa... ¡é Fausto Coppi! -“Un hombre solo en cabeza, su camiseta es rosa... ¡es Fausto Coppi!”-. Muchos piamonteses se habían acercado a las rampas de los cercanos Izoard y Montgenevre, y las noticias radiadas empujaron a otros cuantos a última hora hasta las cunetas alpinas. El mayor grupo de gente se reunió en el Izoard, adonde las novedades llegaban a lomo de las escasas motos y los coches que circulaban por delante de la carrera: Coppi ya había cruzado en solitario la Maddalena y el col de Vars, y pedaleaba hacia el Izoard, con ocho o nueve minutos de ventaja sobre Bartali. Los tifossi formaron un pasillo de honor en la Casse Deserte, el desierto marciano situado cerca de la cima del Izoard, y las crónicas relataron que algunos aficionados barrían la carretera y otros esperaban de rodillas a Coppi.
En el umbral de la Casse Deserte, donde los ciclistas suelen aparecer como guiñapos que se retuercen de cuneta a cuneta, dando zapatazos a los pedales, surgió la silueta elegante del Campionissimo: marchaba bien sentado en el sillín, con los codos flexionados en ángulo recto y las manos firmes en el manillar, exprimiendo toda la contundencia de los muslos para hacer girar como émbolos sus famosas zancas de cigüeña. Coppi llevaba horas escalando puertos en solitario y subía por un repecho terrible, pero mantenía su pedaleo de talón recto como un estilista de velódromo. En el gesto voraz de su boca abierta se adivinaba el sufrimiento, la asfixia, el corazón a punto de partirse, pero Coppi resistía los dolores y volaba cuesta arriba con un empeño de dignidad. Porque ese día su lucha no era contra otros ciclistas: en realidad, ese 10 de junio de 1949 fue el día en el que Coppi derrotó a las montañas. El día en que los espectadores del Izoard juraron que Coppi flotaba.
Coppi llegó a la meta de Pinerolo con doce minutos sobre Bartali, segundo en la etapa, y casi todos los supervivientes de aquella jornada terminaron a más de una y dos horas. La hazaña de Fausto fue contada de padres a hijos y aún hoy en día se revive todos los años con una prueba cicloturista, la Fausto Coppi, que sigue las huellas de la escapada más famosa del Campionissimo.

“Los grandes campeones deben pasar en solitario por la Casse Deserte”. La sentencia es de Louison Bobet, el francés que ganó los Tours de 1953, 54 y 55, y que fraguó sus victorias más espectaculares en ese paraje del Izoard. Este puerto alpino, en el que Coppi suspendió las leyes de la naturaleza, resulta un escenario propicio para todo tipo de anomalías. Es un intestino de dieciocho kilómetros que absorbe a los ciclistas, los va deshaciendo en rectas interminables y los mastica en curvas de herradura. En la primera parte combina rampas muy duras con zonas de descanso, como si dosificara una descarga progresiva de ácidos para corroer los muslos de los corredores, y a partir de la aldea de Brunissard toma un desnivel tremendo: cinco kilómetros con una pendiente media del 10% y tramos del 15%. Un muro. En medio de un bosque de abetos, los intestinos del Izoard se contraen en una serie de curvas y contracurvas, hasta que la carretera sale del arbolado, se despliega a pleno sol y desemboca en el umbral de la Casse Deserte, a 2.200 metros de altitud. Allí arriba, un ciclista con los pulmones expandiéndose al límite siente que el aire se hace viscoso, le cuesta respirar, cada bocanada es un intento por tragar una sustancia algodonosa y caliente. Ante los ojos nublados del ciclista aparece entonces un paisaje alucinante: la carretera serpentea por una ladera tremenda, un desierto de pedruscos que parece a punto de derrumbarse sobre los abismos. En esa ladera de gravilla triturada y requemada, brotan aquí y allá unos gigantescos colmillos de piedra, como en una mandíbula de dinosaurio. Un cambio en la altura del sol o una nube pasajera que tamice la luz pueden colorear el aire espeso del Izoard y hacer que el pellejo pétreo de la Casse Deserte mude de apariencia: de ocre pasa a gris ceniza, el gris toma tonos violáceos y brilla en resplandores de un azul venoso y desconcertante.
La maldad refinada de este lugar consiste en que el ciclista llega en plena agonía, con los sentidos trastocados, pero la Casse Deserte le concede un leve descenso para respirar, le permite contemplar ya la cima del puerto y de pronto lo sumerge en un paisaje de delirio. Se requiere fortaleza de ánimo para no ceder, porque después de este descanso envenenado aún faltan tres kilómetros más de subida con rampas del 10%, un trallazo de dolor que llega cuando el ciclista ya no tiene capacidad de reacción ni puede soportar más sufrimiento. Por eso, los grandes campeones, los grandes agonistas, destacan en la Casse Deserte: por allí pasaron en solitario Henri Pelissier, Bobet, Bahamontes, Julio Jiménez, Merckx, Ocaña, Thevenet, Hinault, Induráin. Y tanto Coppi como Bartali protagonizaron allí sus mejores gestas en el Tour.

Sólo un mes después de flotar en el Izoard durante el Giro de Italia, Coppi volvió a ese mismo puerto en julio de 1949, esta vez durante el Tour de Francia y en compañía de Gino Bartali. En una escapada a través de los Alpes, los dos italianos acababan de eliminar a todos los rivales -Kubler, Robic, Ockers, Geminiani- y se jugaban entre ellos la victoria final del Tour. Bartali, sofocado y jadeante, resistía a duras penas el ritmo de Coppi. Antes de llegar a la Casse Deserte, el Campionissimo aceleró la marcha para quedarse solo, y entonces escuchó la súplica de Bartali.
-Fausto, espérame, por favor.
Coppi giró la cabeza con sorpresa.
-Tú mañana ganarás la etapa y te pondrás de amarillo -le dijo Bartali-. En los próximos años conseguirás muchos más Tours. Yo hoy cumplo 35 años y ya no volveré a ganar nada: déjame esta etapa, Fausto.
Coppi aflojó la marcha. Marcó un ritmo cómodo para Bartali, cruzaron juntos la Casse Deserte, coronaron el Izoard y bajaron a relevos hasta la meta de Briançon, donde Gino entró primero, recibió el maillot amarillo y le agradeció el favor a Fausto con un abrazo de oso. A pesar de sus quejas, el viejo Bartali aún tuvo cuerda para cuatro Tours más: ganó una etapa en 1950, terminó cuarto en la general de 1951 y 1952, y undécimo en 1953, ya con 39 años, dieciséis años después de su primera participación.
Al día siguiente del pacto del Izoard, tal y como Bartali había pronosticado, Coppi se fugó de nuevo, coronó cuatro puertos en primera posición y llegó en solitario a la meta de Aosta, en territorio italiano, donde fue recibido con la marcha triunfal de la ópera Aida, de Verdi, con una marea de pañuelos blancos y con el primer maillot amarillo de su vida. Coppi se impuso también en la contrarreloj del penúltimo día y ganó así su primer Tour de Francia. Pero quince días antes había hecho las maletas para abandonar la carrera.
“Coppi deja el Tour”, titularon los periódicos en la sexta etapa. El día anterior, el italiano se había caído y había llegado a la meta de Saint Malo con veinte minutos de retraso. Quedaba a 37 minutos del líder Marinelli. Así que nada más cruzar la meta anunció a los periodistas que se marchaba a casa: “Estas etapas llanas del Tour son más duras y peligrosas que todas las que he corrido en los Dolomitas. Hay batalla de principio a final, cortes, caídas. No aguanto más”. Por la mañana siguiente, Coppi tenía las maletas hechas para volver a Italia, pero los compañeros de equipo y el director Alfredo Binda acudieron a su habitación para rogarle que continuara. En aquellos años el Tour se disputaba por selecciones nacionales, y los italianos habían pactado que Coppi y Bartali no se atacarían en las primeras etapas y que después de los Pirineos el mejor clasificado entre los dos sería el jefe de filas y el otro debería ayudarle. Binda jugó con ese pacto para convencer a Coppi de que no abandonara: “Si te marchas, en Italia dirán que te has negado a ayudar a Bartali, mejor clasificado que tú. Al menos, échale una mano y aprovecha alguna ocasión para ganar tú una etapa. Luego, retírate con la cabeza alta”. El propio Bartali le pidió que continuara y al final Coppi accedió. Una hora antes de que comenzara la etapa, abrió la maleta y se vistió de ciclista. Dos días más tarde, Coppi ganó la contrarreloj de La Rochelle y recobró las ilusiones perdidas. En las etapas pirenaicas ascendió hasta el décimo lugar. Y en los Alpes llegó la remontada milagrosa: el mano a mano con Bartali en el Izoard, donde distanciaron en un cuarto de hora a los demás rivales, la entrada triunfal en Lausana, la victoria en la contrarreloj final y el maillot amarillo en París.
Aquel Tour de 1949 dejó una fotografía para la memoria del ciclismo: el instante preciso en que Bartali, con los ojos cerrados por el sufrimiento y el rostro fruncido en arrugas, agarra el bidón de agua que le tiende Coppi, quien pedalea un metro por delante, lanzado, con la mirada fija en las alturas. Algunos dicen que la foto fue tomada en el Aubisque y otros que en el Tourmalet. Se interpretó que la imagen simbolizaba la reconciliación de dos ciclistas que habían dividido a Italia. Pero ¿quién cedió el bidón a quién? Según se mire la foto, parece que Coppi pasa el bidón a Bartali... o que Bartali se lo pasa a Coppi. ¿Quién tendió el bidón, símbolo de la paz? Durante mucho tiempo, ése fue el enigma nacional de Italia. Bartali decía que en la foto él estaba recuperando el bidón que le había dejado a Coppi. En cambio, según algunos testigos de la escena, Coppi llegó desde atrás, alcanzó a Bartali y le tendió su bidón: “Toma, aún queda agua”. La solución parece sencilla si reparamos en los dos portabidones que ambos ciclistas llevaban, uno en el manillar y otro en el cuadro: en la foto, los dos portabidones de Bartali están ocupados por bidones, y los dos de Coppi están vacíos. Por tanto, parece lógico que el bidón de la discordia saliera de uno de los portabidones de Coppi, y que fuera el joven quien ofreció ese gesto generoso al viejo.
En realidad, toda esa controversia resulta absurda. A pesar de que los aficionados formaron bandos irreconciliables en torno a Coppi o Bartali, los dos ciclistas siempre se llevaron bien. Eso sí, eran dos antagonistas puros que perseguían los mismos triunfos, de modo que se buscaban las vueltas el uno al otro para acertar con los puntos débiles del contrario. Coppi cuidaba al detalle la preparación física y se rodeó de los mejores masajistas, médicos y dietistas. El viejo Bartali, atormentado por ese despliegue meticuloso, obsesionado por las fórmulas mágicas que pudiera emplear Coppi, vigilaba como un perro de caza cualquier movimiento de su joven rival.
Durante una etapa del Giro, Bartali observó que Coppi bebía de un frasco extraño que después arrojó al monte. Memorizó el lugar exacto, regresó al final de la prueba, rastreó la ladera hasta encontrar el bote y mandó que analizaran su contenido en un laboratorio: no era más que un reconstituyente. De vez en cuando, Bartali enviaba a sus gregarios para que se colaran en la habitación de Coppi y recogieran todo lo que encontraran, frascos, tubos, cajas, supositorios. Bartali confesó sus jugarretas años después: “Me volví tan experto en la interpretación de aquellos productos farmacéuticos que casi podía adivinar cómo se iba a comportar Fausto en carrera”. En otra ocasión, un compañero de Bartali vio que el médico de Coppi salía de una farmacia con medicamentos. Bartali le dio instrucciones precisas a su gregario: “Vete a esa farmacia, cuéntale al farmacéutico que vas de parte del médico de Coppi, y dile que te ha mandado a por una caja más del mismo producto”. A pesar de sus pesquisas, Gino nunca encontró el ingrediente secreto de Coppi. Pero su obsesión le hizo desarrollar teorías extravagantes: sostenía, por ejemplo, que a Coppi se le hinchaba una vena en el hueco trasero de la rodilla derecha cuando marchaba fatigado. Por eso, encargaba a uno de sus gregarios que la vigilara durante las etapas de montaña. Si la vena se hinchaba, Bartali recibía la señal y se lanzaba al ataque.
En los Giros, lucharon uno contra otro sin piedad, pero en los Tours, donde ambos formaban parte de la selección italiana, se apoyaron cuando hizo falta. En 1949, como ya hemos visto, Coppi esperó a Bartali en el Izoard para cederle el triunfo de etapa y el maillot. También en el Tour de 1951, cuando Coppi había perdido todas sus opciones, se convirtió en gregario de Bartali. Y el viejo Gino no dudó en ofrecer su rueda a Fausto cuando éste pinchó en el Tour de 1952: “El silbido de un neumático pinchado me hizo girar la cabeza”, contó Bartali. “Mis ojos se encontraron con los de Fausto. El silbido procedía de su rueda. Miró alrededor, como para pedir ayuda a un gregario, y apartó su mirada de la mía como si no quisiera verme. Brillaba un sol cegador. Bajé y me acerqué a él con mi rueda en la mano. No dijo una palabra y yo tampoco abrí la boca. Todo sucedió en medio de un silencio impresionante”.
Fausto Coppi y Gino Bartali eran dos grandes campeones y dos compañeros nobles. Pero, como escribió el periodista Alain Fralon, los italianos habían elegido hacerse la guerra a través de estos dos ciclistas. “Drammatico, ma non serio”. Un bando optó por el joven Coppi, elegante, aéreo, precursor del ciclismo moderno con su alimentación medida al milímetro y las dietas a base de hígado y germen de trigo, con su masajista personal -el ciego Cavana, quien le recomendaba dormir en posición fetal para que los músculos mantuvieran la posición del pedaleo-, sus innovaciones en el material de las bicicletas, la selección de sus coequipiers con reparto de funciones muy precisas y una jerarquía meticulosa. Era el Coppi progresista, adoptado como símbolo por la izquierda italiana, tachado de filocomunista, abucheado por algunos seguidores que pintaban insultos en la carretera porque Fausto había abandonado a su esposa y aparecía en público con otra mujer casada, la misteriosa “dama blanca”. Ella pasó cinco días en la cárcel y tuvo que viajar a Argentina para dar a luz un hijo de Coppi. El Papa se negó a repartir su bendición al pelotón del Giro porque entre el rebaño estaba Fausto, la oveja negra. Y el bando contrario escogió al viejo Bartali, el león furioso, el atleta corajudo a la antigua usanza que destrozaba a sus rivales con la fuerza bruta, el ciclista racial que nada más cruzar la meta encendía un cigarro y en algunas épocas fumaba cuarenta pitillos diarios, el devoto que levantaba capillas a la Virgen, el símbolo escogido primero por Mussolini como estandarte del fascismo y adoptado después por la democracia cristiana.

Ni Bartali ni Coppi pedaleaban en nombre de ninguna doctrina. Ellos sólo buscaban la gloria deportiva, también el dinero, incluso la belleza en sus triunfos. Pero el deporte siempre ha sido una baza golosa para los regímenes totalitarios. Y Mussolini se apropió pronto de Gino Bartali, un campesino pobre transformado en héroe, para presentarlo como modelo del nuevo hombre propugnado por el fascismo. Mussolini pretendió incluso cambiar el distintivo del líder en el Giro de Italia, porque consideraba afeminada la maglia rosa: “Ese color es adecuado para las bragas de las señoras, no para premiar las hazañas de superhombres”. Bartali era un chaval de 22 años cuando ganó con una autoridad deslumbrante el Giro de 1936. También conquistó el Giro de 1937. Y ese mismo año debutó en el Tour por la puerta grande: primero batió el récord de la ascensión al Ballon de Alsacia; luego, en la séptima etapa, se escapó en solitario en el mítico Galibier, venció en la meta de Grenoble y se vistió el maillot amarillo. El joven italiano distanciaba en doce minutos a sus rivales Vissers, Maes y Lapebie, pero quería más. El propio Mussolini le telefoneó para felicitarle, pero también para espolearle y pedirle que conquistara para los italianos la prueba más querida por los franceses. En aquellos años de nacionalismos inflados y tensiones prebélicas, Bartali cargaba con el honor de la patria en territorio enemigo. Al día siguiente la selección italiana organizó una emboscada en la subida al puerto de Laffrey: Bartali, Rossi y Camusso atacaron en tromba y descolgaron a los demás favoritos. Quedaba mucha distancia hasta la meta, pero Rossi y Camusso pedaleaban a todo gas para aumentar las diferencias y dejar el Tour sentenciado. En un descenso, los italianos atravesaron un puente de madera mojado por las salpicaduras de un arroyo alpino, un torrente rabioso que bajaba desde los neveros de las montañas. Rossi patinó. Camusso tropezó con él. Bartali no pudo esquivarlos. Y los tres saltaron por encima del parapeto y cayeron en una cabriola escalofriante hasta el arroyo. Rossi y Camusso se levantaron aturdidos y doloridos, pero encontraron sus bicicletas y treparon con ellas por las rocas hasta la carretera. De pronto, Camusso giró la cabeza y vio una mancha amarilla en el arroyo: era Bartali, recostado en el arroyo, inmóvil. Camusso bajó dando traspiés, llegó hasta Gino y lo arrastró fuera del agua. Bartali estaba conmocionado, con la cara empapada en sangre y las ropas desgarradas. Entre Rossi y Camusso consiguieron espabilarlo y subirlo a la carretera, cuando los perseguidores ya les habían adelantado. Lo montaron en la bici y arrancaron. Rossi, malherido, se retiró a los pocos kilómetros, pero Camusso y Bartali sufrieron lo indecible para llegar hasta la meta de Briançon, donde aparecieron con doce minutos de retraso. Bartali había salvado el liderato por un puñado de segundos. Pero esa noche no pegó ojo, por las heridas que le laceraban las rodillas y el pecho. Salió en la siguiente etapa, donde perdió veinte minutos y cualquier opción de victoria. Lo intentó un día más, pero ninguna arenga patriótica podía aliviarle los terribles dolores, y se bajó de la bici. Cuando volvió a Italia, relató su accidente a los periodistas: “Dios estaba conmigo en aquel arroyo helado”, dijo. “Sin Él, mi caída podría haber sido mortal”. Bartali se ganó así sus apodos: en Italia le llamaban El Piadoso; en Francia, El Monje Volador. 
El Monje voló sin trabas en el Tour del año siguiente. Bartali quería un tercer triunfo consecutivo en el Giro, pero el gobierno fascista, necesitado de propaganda y triunfos en el extranjero, le obligó a renunciar a la ronda italiana para preparar bien el Tour de 1938. Y Bartali se empleó a fondo: arrasó en los Alpes, se quedó solo en la Casse Deserte y acabó con dieciocho minutos de ventaja sobre Vervaecke y veintiocho sobre Cosson, quien alucinaba con las costumbres de Bartali: “Es increíble. Nada más llegar a meta, antes de ducharse, Gino enciende un cigarro. Podría decirse que ha ganado el Tour fumando en pipa”.
En 1939, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno fascista no permitió que los ciclistas italianos viajaran a Francia. Tampoco los alemanes -que hasta entonces corrían con la esvástica en el maillot- ni los españoles se presentaron en la salida del Tour. Y Bartali tuvo que quedarse en casa sin poder defender su título. Entre el Tour de 1939 al que no pudo acudir, los siete que se suspendieron por culpa de la guerra, y el primero de la posguerra, en 1947, en el que tampoco participó, Gino Bartali perdió la oportunidad de pelear por nueve Tours. Aún fue capaz de vencer de nuevo en la ronda gala, en 1948, diez años después de su primer triunfo, una hazaña nunca repetida. Pero la guerra mutiló su palmarés sin remedio. Y no sólo el suyo. En 1940, Bartali intentó consolarse con un tercer triunfo en el Giro, que todavía se disputó mientras Europa ardía en llamas. Sin embargo, en el equipo de Bartali corría un debutante de 20 años, un tal Fausto Coppi. Y Bartali tuvo que agachar la cabeza ante el empuje de aquel chaval: Coppi se convirtió en el ganador más joven de la historia del Giro.
Durante la guerra, se dejaron de celebrar cinco ediciones del Giro y siete del Tour. Tampoco se disputaron otras carreras principales. ¿Hasta dónde habrían llegado Coppi y Bartali, sin ese destrozo en su palmarés? Al final de su carrera, Coppi había ganado dos Tours, cinco Giros, tres Campeonatos del Mundo -uno en carretera y dos en pista-, ocho campeonatos de Italia, tres Milán-San Remo, una París-Roubaix y el récord de la hora. Se le consideró el mejor corredor de la historia hasta que apareció Eddy Merckx y los italianos están convencidos de que habría sido el primer corredor en ganar cinco Tours o más, el ciclista con el historial más fabuloso de todos los tiempos. Bartali, por su parte, cosechó dos Tours, tres Giros, cuatro Milán-San Remo y tres Giros de Lombardía.
Desde 1939 hasta 1946, los únicos vencedores que entraron en París conducían tanques, no bicicletas. Y cuando por fin callaron los cañones, el apodo de Bartali ya no era El Monje Volador, sino Il Vecchio, el viejo. Y el Coppi que ganó su primer Giro siendo casi un crío ya se acercaba a la treintena.
Bartali aún tuvo arrestos para conquistar su tercer Giro en 1946 y su segundo Tour en 1948 -con un ataque feroz en el Izoard, cómo no-. Coppi sumó cuatro Giros más en la posguerra. Ganó el Tour de 1949 después de acompañar a Bartali en el Izoard. Perdió el de 1951, abatido por la reciente muerte en carrera de su hermano Serse, también ciclista profesional, aunque fue capaz de continuar en carrera, cumplir su cita con el Izoard, cruzarlo en solitario y ganar la etapa llorando. Al año siguiente, justo el día en que se cumplía el aniversario del fallecimiento de Serse, Fausto destrozó a sus rivales en la primera etapa con final en alto de la historia del Tour de Francia, en Alpe d’Huez, y ganó aquella edición de 1952 con todos sus rivales a media hora, unas diferencias que nunca más se han repetido. 

La guerra mutiló el palmarés de Coppi y Bartali, pero en esos años los dos campeones disputaron algunos de los kilómetros más intensos de sus vidas. En 1942, mientras los aviones ingleses atacaban Milán, Coppi aprovechó los momentos de calma entre un bombardeo y otro para salir con la bici al velódromo de Vigorelli y batir el récord de la hora. Después fue reclutado y luchó en el frente de África del Norte, donde fue capturado. Lo enviaron con un grupo de prisioneros italianos a un campo de concentración en Inglaterra, y allí tuvo la suerte de que los oficiales británicos lo reconocieran, le dejaran una bicicleta y le permitieran entrenarse. Mientras tanto, Bartali pedaleaba por las carreteras de su Toscana natal. Aquella imagen de un campeón solitario, entrenándose en plena guerra para mantener la forma, componía una estampa entre ingenua y romántica. Pero aquel ciclista de apariencia inofensiva era una pieza secreta en el tablero de la guerra.
Mussolini había adoptado a Bartali como símbolo del régimen fascista, pero Gino, católico hasta la médula, participaba en una organización clandestina que se dedicaba a salvar a judíos italianos de la persecución nazi y fascista. Mussolini, siguiendo el ejemplo de sus amigos nazis, había iniciado antes de la guerra una persecución feroz contra los judíos. En 1938, el gobierno fascista promulgó leyes raciales: los judíos fueron obligados a abandonar sus puestos en la administración pública, las consultas de médicos, las cátedras y hasta los comercios. Después, el gobierno desarrolló una campaña sistemática para expoliar todos sus bienes. Y al final, los nazis llegaron a Italia para organizar una maquinaria eficaz de exterminio. Metieron a miles de judíos italianos en vagones de ganado y los enviaron por tren hasta los campos de exterminio de Europa central.
En la Toscana, un judío llamado Giorgio Nissim organizó una red clandestina para facilitar la huida de sus correligionarios a países seguros o para buscarles escondites fiables en la región. En el otoño de 1943, las autoridades detuvieron a muchos de los colaboradores de Nissim y los deportaron a los campos de exterminio. La red quedó muy tocada, a punto de desaparecer. Pero entonces Nissim encontró una ayuda crucial: desde el arzobispo de Génova hasta los monjes oblatos, desde los frailes franciscanos hasta las monjas de clausura y los párrocos de las aldeas, la estructura católica se puso en marcha para trabajar en el salvamento de judíos. En los sótanos de las abadías y los conventos se instalaron imprentas clandestinas para elaborar pasaportes falsos. Sólo faltaba un enlace que transportara las fotos y los papeles hasta esas imprentas y que después llevara los documentos a los judíos en peligro.
Ahí entraba Gino Bartali: ninguna patrulla se atrevería a detener el entrenamiento de un héroe nacional para registrarle. De modo que Bartali pedaleaba hasta los conventos, pasaba con su bici a una sala, soltaba el sillín y el manillar y metía los papeles dentro de los tubos de la bicicleta. Después, volvía a las carreteras y recorría las parroquias de la región para entregar los documentos a los curas compinchados, quienes luego se los pasaban a los judíos. Otras veces, los entrenamientos de Bartali servían de guía para indicar a los fugitivos cuáles eran los caminos más fiables para escapar o para llegar hasta algún refugio seguro.
Gino Bartali jamás habló de su participación en aquella red clandestina. Murió en mayo de 2000, a los 86 años, y a su entierro en Florencia acudió una muchedumbre espectacular. Tres años después de la muerte de Bartali, los hijos de Giorgio Nissim sacaron a la luz varios cuadernos de apuntes de su padre, con todos los detalles de aquellas operaciones para salvar a los judíos, y entonces se conoció la verdadera talla heroica de Bartali. Se sabía que los entrenamientos por la Toscana de 1943 y 1944 le valieron para mantener la forma y para completar la proeza de ganar el Giro de 1946, diez años después su primer triunfo en la ronda italiana, y para ganar el Tour de 1948, también diez años más tarde. Pero pasaron sesenta años antes de que se conociera el verdadero valor de esos kilómetros por las rutas de Toscana: había contribuido a salvar la vida de 800 judíos. Bartali nunca habló de ello. Se limitó a cumplir con su deber.

Capítulo del libro Plomo en los bolsillos. Seguir el enlace: http://librosdelko.com/2012/plomo-en-los-bolsillos/#.UI787WfD-gY

Fotos: 1-Gino Bartali  2- Fausto Coppi

Sunday, October 28, 2012

Um abraço em Pelé

Vinícius de Moraes



Eu ainda não tive o prazer de lhe ser apresentado, meu caro Pelé, mas agora, com o fato de termos sido condecorados juntos pelo governo de França - você no grau de Cavaleiro e eu no de Oficial: e mais justo me pareceria o contrário - vamos certamente nos conhecer e tornar amigos. Ninguém mais que você merece tão alta distinção, sobretudo por ter sido conferida espontaneamente - pois ninguém mais que você tem levado o nome do Brasil para fora de nossas fronteiras. Da Sibéria à Patagônia todo mundo conhece Pelé; e eu estou certo de que você entraria fácil na lista das dez personalidades mais famosas de nossos dias.
Não posso disfarçar o orgulho que a condecoração me causa, embora seja, de natureza, avesso a honrarias; e orgulho tanto maior porque nela estamos juntos: preto e branco (as cores do meu Botafogo!) e também as cores irmãs de nossa integração racial. Sim, caro Pelé, nós representamos, em face da comenda que nos é conferida, o Brasil racialmente integrado, o Brasil sem ódio e sem complexos, o Brasil que olha para o futuro sem medo porque, apesar dos pesares, é bom de mulher, bom de música, bom de poesia, bom de pintura, bom de arquitetura e bom de bola. Particularmente por isso considero-me feliz de estar a seu lado no momento em que nos colocarem no peito a condecoração.
Que você tenha sido distinguido pela Ordem Nacional do Mérito da França nada me parece mais natural. A França sempre deu um alto valor ao gênio, e você, meu grande Pelé, é um gênio completo, porque o seu futebol representa um reflexo imediato de sua cabeça nos seus pés. Eu não sou gênio, não. Eu tenho que pensar um bocado para que a mão transmita direito o que a cabeça lucubrou. Meus gols são mais raros que os seus. Você é com justa razão chamado o Rei. Quanto a mim, que rei sou eu?
Mas nada disso turva a satisfação que sinto em ser o seu Coutinho nesta nova investida do Brasil na área internacional. Parabéns, meu caro Pelé. Parabéns e o melhor abraço aqui do seu irmãozinho!
De Crônicas brasileiras, Gainesville, Florida, 1974

Foto: Pelé con la Jules Rimet

Thursday, October 25, 2012

La última sonrisa de Yugoslavia

Toni Padilla

Los años 80 fueron una época dorada del deporte yugoslavo. En cada rincón, en cada pueblo, tenían su hijo predilecto, su genio. Justo antes del infierno que fueron las guerras de los Balcanes, Yugoslavia le dio al mundo un último regalo en forma de deportistas mayúsculos, ya fueran los Petrovic o Divac en baloncesto, los Igor Milanovic o Aleksandr Sostar en waterpolo o los jugadores que ganaron hoy hace 25 años el Mundial juvenil de fútbol de Chile. Era 1987. 
Ese 1987 media Yugoslavia era feliz y la otra mitad ya era consciente que el futuro pasaba por un divorcio. Con Tito enterrado desde 1980 y políticos cada vez mas nacionalistas alzando la voz en Belgrado y Zagreb, los jóvenes yugoslavos perseguían chicas alemanas o chicos italianos en las playas, escandalizaban a sus padres con el ‘Boy George’ local, Oliver Mandic, o con Sladana Milosevic, la ‘Nina Hagen’ serbia. Las chicas lucían bikini atrevido y los chicos se dejaban seducir por subculturas nuevas como el punk o el hooliganismo. Los estadios reflejaban esa dualidad. En el césped, jugadores maravillosos. En las gradas, grupos que seducían a jóvenes desencantados y los convertían en radicales listos para enfrentarse con rivales en nombre de la Gran Serbia o la Gran Croacia. Esos jóvenes que protagonizaron los famosos incidentes de 1990 durante un Dínamo de Zagreb-Estrella Roja, cuando mucha gente que vivía feliz en sus casas se percató al poner la tele de que en las gradas de sus estadios muchos radicales recuperaban consignas de los años 40.
El sueño de un estado yugoslavo feliz y unido se partió en pedazos a finales de los 80 después de décadas de gobierno que dejaba vivir por un lado y oprimía por el otro. Nunca fue un estado fácil de entender, Yugoslavia. Los deportistas que fueron rivales a inicios de los años 90 lo tenían claro, pues le dieron muchas medallas a Yugoslavia jugando unidos a finales de los 80. Los Mundiales de waterpolo de 1987 y 1989, los oros olímpicos de waterpolo en 1984 y 1988, el Mundial de baloncesto de 1990, el oro olímpico de 1984 y el Mundial de 1986 en balonmano y el mundial juvenil de fútbol. Un palmarés maravilloso forjado por algunos hombres que en su fuero interno ya no creían en ese estado, como Petrovic o Slaven Bilic, hijos los dos de nacionalistas croatas.
El mayor éxito del fútbol yugoslavo llegó de forma inesperada. Todo el mundo tenía claro que había una generación maravillosa, pero la Federación nunca apostó por ellos, priorizando en algunos casos los partidos de los clubes a la selección sub’20. Casi todo el Mundo pensó que ese equipo jugaría los tres partidos de al primera fase y se volvería, pues tenía bajas de peso como el macedonio Boban Babunski (padre de dos hermanos que ahora se forman en las canteras de Barça y Madrid) o tres pesos pesados como Sinisa Mihajlovic, Vladimir Jugovic y Alen Boksic, a los que se dejó en casa para que crecieran como futbolistas. Como si un Mundial fuera poca cosa.
Pero el equipo, una mezcla de serbios, croatas y montenegrinos, funcionó. Sin eslovenos o macedonios, y con algunos bosnios, esa Yugoslavia se encontró con el paraíso en Chile. La selección funcionó dentro y fuera del campo, olvidando tensiones étnicas; el único que sufría era el seleccionador, el croata Mirko Jozic, sobre todo cuándo constató que el equipo se pasaba las noches de fiestas hasta las 3 o las 4, pero jugaba como los ángeles. Especialmente célebre fue la historia entre Stimac y Miss Chile, una belleza hija de inmigrantes yugoslavos. 
Con buena base de la selección croata que brillaría en el Mundial de Francia una década después, Yugoslavia se comió a sus rivales de la primera fase: 4-2 a Chile, 4-0 a Australia y 4-1 a Togo. Cuándo el Estrella Roja pidió que Prosinecki volviera para jugar un partido europeo, la selección se plantó pues sabía que era su gran ocasión, pidiendo a la FIFA que le evitara perder a su gran estrella. Prosinecki respondió con el mejor gol del torneo, el gol de falta con que los balcánicos eliminaron a Brasil por 2-1 en octavos de final. Las semifinales fueron una batalla contra la RDA de Sammer, que le rompió dos dientes a Pavlicic. Una batalla que dejó a Yugoslavia sin Mijatovic y Prosinecki, sancionados para la final.
En la final esperaba la otra Alemania, la occidental, que sólo se rindió en los penaltis. Los yugoslavos los metieron todos, ganando merecidamente un Mundial que enamoró al público local. El mismo Jozic encontraría trabajo en Chile con el inicio de la Guerra Civil. De esa generación dorada, muchos jugadores lo encontrarían en la liga española, huyendo de un país que justo antes de desaparecer, aún vio el triunfo de un Estrella Roja multiétnico en el césped (pero no en la grada) en la Champions, y el buen papel de parte de los héroes de 1987 en el Mundial de 1990. Mundial jugado cuándo se producían las primeras víctimas mortales de un conflicto que aún no se ha superado del todo. Para el recuerdo quedan dos tandas de penaltis. La que dejó a la selección absoluta a las puertas de las semifinales del Mundial de 1990 y la que le abrió las puertas del cielo a un grupo de jóvenes descarados, melenudos y divertidos en 1987. Eran croatas, serbios, bosnios y montenegrinos.
Eran yugoslavos.
La última Yugoslavia que sonrió. 

El equipo:
1.Dragoje Lekovic. Portero. Serbio. Jugó dos años en el Málaga.
2.Branko Brmovic. Defensa. Montenegrino. Jugó seis años en el Español.
3.Robert Jarni. Defensa. Croata. Jugó en el Betis el Madrid y Las Palmas
4.Dubravko Pavlicic. Defensa. Croata. Jugó en el Hércules, el Salamanca y el Racing de Ferrol. Falleció de cáncer en Elche con 44 años.
5.Slavoljub Jankovic. Defensa. Serbio
6.Igor Stimac. Defensa. Croata. Jugó en el Cadiz
7.Zoran Mijucic. Extremo. Serbio.
8.Zvonimir Boban. Centrocampista. Croata. Jugó en el Celta
9.Robert Prosinecki. Centrocampista. Croata. Jugó en el Madrid, el Sevilla, el Oviedo y el Barça
10.Milan Pavlocic. Centrocampista defensivo. Serbobosnio.
11.Pedrag Mijatovic. Centrocampista ofensivo. Montenegrino. Jugó en el Valencia, el Madrid y el Levante.
12.Tomislav Piplica. Portero. Bosniocroata
13.Davor Suker. Delantero. Croata. Jugó en el Sevilla y el Madrid
14.Gordan Petric. Centrocampista. Serbio
15.Pero Skoric. Centrocampista. Serbio
16.Dejan Antonic. Centrocampista. Serbio
17.Slavisa Durkovic. Defensa. Montenegrino
18.Ranko Zirojevic. Centrocampista. Montenegrino
Entrenador: Mirko Jozic. Croata.

De Panenka, 25/10/2012
Foto: La selección yugoslava campeona del mundo, Chile 1987

Wednesday, October 24, 2012

Sandia, Perú: el camino del corazón


Pablo Cingolani

1.

Los Kallawayas (o Callahuayas), los dueños de los secretos de la naturaleza, los médicos itinerantes de los Andes, los terapeutas del cuerpo y del alma universal, formaron un señorío en las cabeceras de los valles orientales del Sur Andino. Su capital era Sandia.
“Los que cargan y los que llevan” (el nombre significa algo así), se organizaron en un territorio de fantasía, donde confluyen cinco pisos ecológicos diferentes, desde la puna árida a más de 4800 metros de altura a los bosques y yungas del trópico y la selva misma, la más vasta del mundo.
Esta naturaleza singular y diversa, fue su laboratorio donde estudiaron las plantas, los animales y los minerales y donde aprendieron a curar.
Por ello, fueron los médicos oficiales del gran estado incaico del Tawantinsuyu y su prestigio era tal que eran los encargados de portar a los Incas en sus literas, como lo muestra Guamán Poma en sus dibujos. Los Kallawayas sirvieron como intermediarios entre los señores del Cuzco y los pueblos de la selva amazónica, aquellos que fueron conocidos con el nombre genérico de Chunchos.
Hacia el siglo XII de la era presente, organizaron su propio señorío, luego del declive del imperio teocrático de Tiwanaku. Escribe Thierry Saignes que el Kurakazgo de los Kallawayas estaba dividido en dos mitades: la mitad superior formó la provincia de Hatun Carabaya (Carabaya La Grande; cuyos territorios hoy forman parte de la República del Perú). La cabecera era Sandia y eran importantes los pueblos de Ollachea y de Ayapata; el señorío tenía relaciones fluidas con el Kollasuyu, hay documentos que prueban el traslado a Phara y a las minas de oro de mitimaes desde el Collao.
La otra mitad era Carabaya la chica, la mitad inferior, y tenía por capital a Charazani e incluía los pueblos de Moco Moco, Carijana y Camata, la puerta de entrada al valle cocalero de Apolobamba, donde el Inca trasladó trabajadores para la producción de la hoja sagrada desde la lejana y norteña Chachapoyas. En la actualidad, estos territorios forman parte de Bolivia.
Hoy una frontera los divide, una raya, un límite: hace bien un gringo llamado Michael Schulte en hablar de la “región kallawaya”. Siempre fue una sola, de un lado y del otro de la actual línea demarcatoria. El nombre (Kallawaya, Callahuaya, Carabaya que es su castellanización) quedó también a ambos lados: en Perú, designa a la cordillera (que, en Bolivia, se denomina Apolobamba) y a una provincia; en Bolivia a los descendientes de este pueblo histórico y que siguen ejerciendo sus labores de médicos itinerantes. Pero el alma del territorio sigue siendo la misma y el destino, lo sabemos, tiene también un rostro compartido porque son el mismo pueblo y las mismas montañas, la misma raza y las mismas piedras, separadas por los abusos de los dominadores, sean estos los que llegaron cruzando el mar o los que se refugian en las capitales, en sus despachos y en su visión burocrática de las relaciones entre los pueblos.
Será por eso, porque la historia es común y el futuro que llega también lo es, que cada vez que voy por Sandia me siento en mi casa, habito mi hogar. Allí están mis amigos y mis hermanos. Los Juvenales y los Augustos. Allí también están los herederos de los señores Kallawayas.

2.

Allí nació Juvenal Mercado Vilca, mi hermano del alma, mi compañero de rutas, mi amigo de Sandia, que un día inesperado me envió un tesoro que quiero compartir con quienes así lo deseen.
Son un conjunto de fotografías que muestran la belleza del territorio donde vino al mundo, que nos revelan la singular geografía de una región donde hemos compartido nuestras huellas, nuestros destinos, nuestras búsquedas y que por él, por su familia, sus amigos, y por Lars Hafskjold, ya está marcada a fuego en la piel de mi corazón, ya está signada como un destino de ida permanente (uno nunca abandona los lugares queridos) en la cartografía más íntima de mis sentimientos más hondos.
Amigos y amigas: tengo el honor de presentarles a Sandia, Departamento de Puno, República del Perú. Lo que es lo mismo que decir la raíz profunda de la América nuestra; en el punto exacto donde confluyen una historia que seduce y la magia de esa historia arrasadora, como los aludes que se precipitan de esas montañas colosales que verán y que me erizan la piel al volver a contemplarlas; en el centro de mi mirada, mis convicciones, mis arraigos y que espero, hermano, hermana, que te motive igual, te comprometa igual, te conmueva igual como a mi me sacuden esas fotos como si me brindasen un poco del torrente del bravo y amado Inambary que ya también verás, como una cinta de plata imposible en medio de esas moles de piedra que parecen inconmovibles.
Las piedras hablan, decía el gran Arguedas: a ver lo que te dicen estas que están fotografiadas. Allá abajo se encuentra Sandia, en una de ellas la verás, la podrás intuir a la distancia, debajo y al frente del camino que –si te animas a recorrerlo- puede llevarte hasta allí (de sólo verlo, un rasguño en la ladera verde, ya estremece, ¿no?) y visitarlo al Juvenal que siempre tiene un abrazo, una cama y un vaso de cerveza para recibirte y hacerte sentir como si estuvieras en casa.
Por ese mismo camino, ingresó Lars Hafskjold a la selva. Si tú prosigues y bajas, más lejos y más adentro, está la gran foresta del Planeta Tierra: está la Amazonía, la tierra del gran río y las mujeres guerreras. Saltas de la cuenca del Inambary y accedes a la del también mítico río Tambopata y de allí, si lo deseas, nadie puede detenerte hasta Lisboa o hasta Noruega, de donde vino Lars. En 1997, conoció a Juvenal y siguió su ruta: San Juan del Oro, Putina Punco, San Fermín, el río Colorado, la búsqueda de los Toromonas.
Mi dios, Juvenal: ¡Cuántas huellas, cuántos latidos, cuántos brillos arrastra ese camino a Sandia, carajo! De las lagunas altiplánicas que verás, tras haber cruzado la Apacheta de Sayaco –en el corazón del corazón de las montañas de Carabaya-, se abre esa quebrada imponente, tan profunda que es imposible que no penetre hasta el fondo de tu espíritu: allí está Sandia.
Por allí, anduvo Tunupa, el Cristo que buscaba redimir los Andes. Se internó en las selvas de Carabaya y allí construyó su cruz de chonta, la madera más dura y resistente de todas. Se le enredó en sus cabellos y la cargó a cuestas, y la llevó hasta orillas del lago mayor, el Titikaka, hasta Carabuco, donde la depositó y donde puedes también buscarla. Después, dos sirenas lo sedujeron desde las aguas y se internó en ellas, para abrir un cauce por el desierto, hasta los volcanes y los salares.
Un día, esa ruta de Tunupa, de Lars y de todos nosotros, se nutrirá con los pasos de otros hombres sabios, de otros caminantes, de otros buscadores. Es el camino del corazón, del mío y a lo mejor del tuyo: allí sobra la salud para la mente y el espíritu, hay muchos secretos que descubrir y no sólo puede mojarte la lluvia incesante –una bendición de la Pachamama para los Andes orientales- sino inundarte la belleza, la paz, el reencuentro contigo mismo.
Un día, tal vez, te animes. La encares para Sandia, Puno, Perú. Desde Juliaca, sigue el camino de tu corazón. Cuando llegues, pregunta por el Juvenal, por el “chuncho” Mercado, por mi hermano, mi jilata, mi cumpa: te mostrará el meteorito que tiene latiendo en su puerta. Te lo digo en serio: tiene un pedazo de planeta en el umbral. Así que anímate: Ve y descúbrelo. Como quería El explorador de Kipling: anda a ver que hay detrás de las montañas. Allí está Sandia.
Del blog del autor, 23/04/2006
Foto: Sandia

Tuesday, October 23, 2012

El hombre que le disparó a Reagan


Jorge Muzam

Transcurría una calurosa tarde de junio de 1978 y a un costado de la carretera que unía Temple con Austin, un joven regordete y desaliñado mantenía su brazo en alto pidiendo un aventón.
Tras largos minutos, un Mustang negro se detuvo pocos metros más adelante. Quien se había detenido era nada menos que Frank Collin, líder del Partido Nacional Socialista de América.
La conversación fue agradable para el joven. Frank era un tipo carismático y no tardó en invitarlo a unirse a su organización.
El joven se sintió, desde el comienzo, muy a gusto en el partido nazi norteamericano, pues había encontrado por primera vez en su vida cierto grado de fraternidad y atención a sus palabras e impulsos.
Lleno de entusiasmo, no tardó en destacarse e incluso en llegar a proponer y participar en acciones de cierto riesgo. Pero su carácter afiebrado le jugó una mala pasada. Quería ponerle bombas a las casas de todos los judíos prominentes del estado y hasta resucitar al mismo Hitler.
En 1979 venció su carnet de socio del partido, pero no quisieron renovárselo por considerarlo un desquiciado.
El joven se llamaba John Warnock Winckley, Jr., y, años más tarde, todo el pueblo estadounidense conocería su nombre.

De la sobreprotección al aislamiento
John Warnock Winckley, Jr. nació el 29 de mayo de 1955 en Ardmore, Oklahoma. Su padre, John Warnock Winckley, era el acaudalado y exitoso Presidente de la Corporación de Energía de Vandervilt y dueño de la petrolera Winckley. Su madre, Jo Ann Moore, un ama de casa cariñosa y preocupada por sus hijos, especialmente por John, a quien veía especialmente introvertido respecto a sus otros hermanos.
El pequeño John disfrutó de una niñez acomodada como el menor de tres hermanos. Creció en University Park, Texas, y asistió a Highland Park High School en el Condado de Dallas, Texas, donde se graduó en 1973. Más tarde, su familia se mudó a Evergreen, Colorado. Durante sus primeros años fue o aparentó ser un niño completamente normal, destacándose como el quarterback del equipo de fútbol de la escuela, y jugó baloncesto, llegando a destacarse como el mejor jugador de baloncesto de primaria. Ya en la secundaria, John fue elegido Presidente del séptimo y el noveno grado, siguió jugando fútbol y empezó a tocar guitarra.
Algo pasó con él desde ese momento pues empezó a aislarse paulatinamente del resto del mundo. Casi no invitaba amigos y prefería encerrarse en su cuarto a rasgar la guitarra y escuchar canciones de los Beatles. Sus hermanos, por su parte, lograron exitosas carreras universitarias y se vincularon a los negocios petroleros de la familia.
Entre 1974 y 1980 ingresa intermitentemente en la Universidad Tecnológica de Texas para estudiar Negocios e Inglés. En 1975 se dirigió a Los Ángeles con la esperanza de convertirse en compositor. No le fue bien, aunque envió numerosas cartas a su madre hablándole de sus desgracias y pidiéndole dinero.
Antes de finalizar 1975 regresó a la casa de sus padres en Evergreen. Desde entonces empezó a desarrollar un extraño patrón de vida. Salía de casa por varios días y luego volvía absolutamente pobre y hambriento. En Hollywood solía arrendar un apartamento desde donde salía a vagar por las calles, contemplando desde lejos a las estrellas y viendo cuanta película apareciese en cartelera.

Obsesionado por Jodie Foster
Durante una de estas salidas, John vio la película Taxi Driver y quedó obsesionado con la joven actriz Jodie Foster, que en la cinta representaba a la prostituta infantil Iris. La volvió a ver al menos quince veces, leyó el libro y compró la banda sonora.
Fue tal el impacto que le provocó la película que empezó a imitar al personaje principal de la película, Travis Bickle. Imitó sus gestos frente al espejo, se vistió con chaquetas y botas del ejército y adquirió la fascinación por las armas. Adoptó el gusto de Travis por el brandy de durazno y tal como él empezó a llevar un diario.
En las cartas que le enviaba a sus padres les empezó a contar sobre una supuesta novia llamada Lynn Collins (y que aparentemente estaba inspirada en uno de los personajes de la película).
Frustrado con la impersonalidad de Hollywood, John volvió a Evergreen en septiembre de 1976, y trabajó como camarero por algunos meses.
En 1977 volvió a California, pero a los pocos meses regresó a Evergreen más frustrado que nunca, y retomó sus estudios en Texas Tech, pero ya no en negocios sino en inglés. Nunca logró terminar una carrera y sus compañeros de entonces lo recuerdan como una persona absolutamente solitaria.
En agosto de 1979 se compró su primera arma, una pistola de calibre ocho y medio con la que ensayaba las poses de Travis frente al espejo, poniéndola en su sien y jugando a la ruleta rusa.
Su comportamiento también se vio influenciado por la lectura de los diarios de Arthur Bremer, el autor del atentado al candidato presidencial George Wallace, en 1972.
Cuando Foster entró a la Universidad de Yale, Hinckley se mudó a New Haven, Connecticut, por un corto tiempo para acecharla, deslizándole poemas y mensajes debajo de la puerta e intentando en varias ocasiones ponerse en contacto con ella por teléfono.
Al notar que sus intentos de acercamiento no rendían frutos, John contempló la posibilidad de secuestrar un avión o suicidarse delante de ella. Finalmente, se decidió por asesinar al Presidente Jimmy Carter. Sin embargo, fue arrestado un poco antes en Nashville, Tennessee, por porte de armas. Al ser liberado regresó a casa y comenzó un tratamiento psiquiátrico para tratarse la depresión.
Durante su estadía en casa, se interesó por investigar sobre Lee Harvey Oswald, el supuesto asesino de John F. Kennedy. Eran los días de 1981 en que Ronald Reagan conquistaba la presidencia.
Poco antes de perpetrar el atentado contra el presidente Reagan, Winckley deslizó esta nota bajo la puerta de Jodie Foster: "En los últimos siete meses le he dejado decenas de poemas, cartas y mensajes de amor con la débil esperanza de que usted pueda desarrollar un interés en mí. A pesar de que hablamos por teléfono un par de veces nunca tuve el valor de acercarme a usted. La razón por la que voy adelante con este intento es porque no puedo esperar más para impresionarla"

El atentado
El 30 de marzo de 1981, John Winckley disparó seis tiros contra el presidente Ronald Reagan cuando éste salía de dar una conferencia en el Hotel Hilton, en Washington D.C. Sólo una de las balas rebotó en la limusina presidencial y le dio en el pecho al presidente.
Winckley fue detenido y enfrentó un largo juicio, donde primó la versión (nunca confirmada) de que era sólo el chivo expiatorio de una gran confabulación contra Ronald Reagan, propiciada por su contrincante en las primarias republicanas, George W. Bush.
La defensa consiguió que John fuese declarado demente y confinado al San Elizabeths Hospital, en Washington, D.C.
Winckley nunca se cansó de reiterar que su atentado era sólo una demostración de amor.
Sólo en junio de 2009, un juez federal lo autorizó a pasar más días con su madre e incluso a recuperar su licencia de conducir.
De Huffpost Voces, 22/10/2012
Foto: John Winckley 

Monday, October 22, 2012

Totalitarismo y sentido del humor


Basta con mirar fotos de Hitler, Mussolini, Pinochet, Franco, Somoza o Trujillo para adivinar que una buena parte de los líderes totalitarios llevan en el alma un rencor inmarcesible, una falta de humor visceral que los impulsa a fabricar odios a gran escala, a sembrar el miedo en sus vasallos como estrategia primigenia, y cualquiera dudaría que tuviesen la capacidad para esbozar siquiera una media sonrisa ante un buen chiste contado por un amigo cercano o al disfrutar de una película de Charles Chaplin.
Pero no todas las versiones de tirano responden por igual al arquetipo del rostro amarrado y la mueca de desprecio permanente; algunos, como Fidel Castro o Hugo Chávez, pueden llegar a reír, incluso a ser encantadores en determinados círculos, pueden contar chistes, cantar y divertirse, siempre y cuando sean ellos quienes pongan las reglas y no se le ocurra a nadie usar a sus intocables y sagradas figuras como material de broma.
En eso hay que reconocer que el comandante en jefe cubano ha sentado cátedra. Sus interminables discursos de otras épocas siempre eran aderezados con esporádicos chascarrillos, casi siempre fustigando al enemigo imperialista y ofreciendo a su auditorio aquel supremo personaje de líder carismático, capaz de sonreír y hasta soltar alguna que otra carcajada. A menudo podía vérsele rodeado de niños y hasta coqueteando, no sin cierta discreción de galán otoñal (viejo verde en décadas posteriores), con alguna que otra chica guapa que apareciese en sus recorridos y homenajes. Pero desde los primeros años de la revolución cubana fueron eliminados los periódicos de humor independiente. El semanario Zig Zag, que durante siete años había satirizado a los políticos y resistido la dictadura de Fulgencio Batista, no sobrevivió ni un año bajo el gobierno revolucionario, y las parodias que satirizaban al comandante rebelde fueron prohibidas de cuajo. El actor Leopoldo Fernández, el inolvidable Trespatines de La Tremenda Corte, fue censurado por sus alusiones cómicas al caudillo, y el primer imitador que caracterizó a Castro, Armando Roblán, abandonó la isla en cuanto le fue posible y antes de que sobre él cayese la ira del todopoderoso.
Zig Zag había sido cofundado por el gallego (nacionalizado cubano) Cástor Vispo, y la misma suerte sufrió el show radial por él creado. La Tremenda Corte sobrevivió algunos meses en una versión para teatro, que fue directamente atacada por las autoridades con todo y balacera, y el actor Leopoldo Fernández pasó un mes en arresto domiciliario antes de marcharse definitivamente del país. Cástor Vispo permaneció en la isla, donde murió olvidado años después, y su show nunca más fue escuchado dentro del territorio nacional.
Durante más de cincuenta años en los medios de comunicación cubanos —controlados por una misma persona— ha sido imposible usar el recurso de la sátira si el objeto del chiste fuese no ya alguna figura gubernamental, sino hasta las propias instituciones oficiales. No es posible hacer chistes con la policía o los funcionarios del Estado.
Mucha gente se pregunta por qué en tantas películas cubanas modernas aparecen los policías con el viejo uniforme verde olivo en lugar de los uniformes azules reales, reglamentarios desde la década del setenta. La razón es que, para que aparezca en cine o televisión de ficción un policía uniformado, el libreto debe antes pasar por varios filtros de censura en el Ministerio del Interior, como después debe hacerlo la puesta en pantalla, antes de llegar a los espectadores. Por ello los realizadores han optado por soslayar este detalle de la realidad antes que meterse en camisa de once varas con las autoridades.
El sentido del humor castrista, por otra parte, además de resultar tendencioso y censurador, siempre poseyó un espíritu burgués, o hasta monárquico que, a veces de manera muy obvia, aparecía en sus bromas y anécdotas hilarantes, en libros laudatorios posteriores y documentales. El relato de Fidel de cuando casi mata a Nikita Krushev en una cacería organizada por el líder soviético, las tardes agradables pescando agujas en yate con el Che Guevara, este último muy poco diestro en la sofisticada práctica, las tardes de golf, o la célebre broma que hiciera a Hugo Chávez en el estadio de beisbol Latinoamericano (El Cerro, La Habana) son parte de un ambiente elitista que difícilmente disfrutarían los simples mortales a no ser en relatos o imágenes de segunda mano.
En aquella ocasión, en 1999 y durante un juego de exhibición entre veteranos cubanos y venezolanos, donde ambos presidentes dirigían a sus equipos de béisbol —Chávez aún podía jugar—, Fidel Castro fue sustituyendo paulatinamente a sus peloteros retirados por jugadores en activo del equipo nacional, disfrazados de viejitos, hasta que la broma se descubrió y todo acabó entre carcajadas. Este tipo de mascarada no hubiese sido posible si el comandante isleño no tuviese en su poder, y bajo su mando directo, tanto al equipo nacional de béisbol —es por todos sabido que las llamadas misteriosas que recibía el manager del team Cuba en eventos como el Clásico Mundialista, para cambiar un pitcher o forzar una jugada, eran hechas directamente por Fidel Castro al teléfono celular de su hijo Tony, médico de la selección—, como al estadio más grande del país, como a las maquillistas de la televisión que mandó a buscar para caracterizar a los peloteros, y hasta a los cincuenta mil espectadores en vivo y millones más por televisión que no pudieron disfrutar del tope real entre veteranos sino de un inesperado astracán organizado por Su Majestad, sólo para embromar a su más querido pasante y apóstol. Su chascarrillo se sostenía sobre un engranaje monárquico que nadie más sino él hubiese podido mover, pero su sentido del humor, que incluía esa capacidad de reír en público que tantos otros dictadores se habían negado antes a sí mismos (su antecesor Batista, por ejemplo), funcionaba siempre que la diana para los chistes fuese siempre otra persona. Jamás el poder propio, o sus símbolos.
Hugo Chávez, dictador con menor capacidad totalitaria que su mentor para doblegar por completo las libertades civiles o eliminar la propiedad privada de la superficie venezolana, pero con iguales ambiciones de permanencia en el poder y armado con un sistema envidiable de accesos al control ciudadano, ha demostrado también poseer muy poco sentido del humor cuando se trata de opiniones adversas a su augusta presencia. Por un lado puede hacer chistes en contra de sus opositores o del presidente estadounidense en su programa de televisión, payasear tocando de mentiritas una guitarra eléctrica en un acto de campaña, o hasta cantar rancheras al momento de imponer una medalla bolivariana al Chente Fernández, pero su rostro seguramente recupera su naturaleza hosca, militar, cada vez que lee los divertidos artículos de la publicación digital El Chigüire Bipolar, repletos de crítica hilarante a su enajenada gestión presidencial, tal y como como perdió la compostura en rueda de prensa, al ser interrogado por la corresponsal de Radio Francia, Andreína Flores, a quien llamó “ignorante” y otras iracundas lindezas en el Palacio de Miraflores.
En enero del 2011 Hugo Chávez obligó a una cadena privada de televisión a dejar de transmitir la telenovela colombiana Chepe Fortuna, donde un personaje humorístico, una señora chusca llamada “Venezuela”, tenía de mascota a un perro llamado “Huguito”. En aquel momento su primera reacción pública fue expresar: “¡Ah, qué irrespeto para Venezuela! ¡Ah, qué horrible esa novela!”, en esa clarísima conjunción de iconos totalitarios en los que el caudillo pasa a ser la encarnación de la patria.
Ambos gobernantes han tenido a bien usar, por herencia legítima, una influencia casi macabra en sus pasatiempos personales: la del totalitarismo soviético y su máximo dictador, Iósif Stalin. Aquel camarada gustaba de embromar a sus subalternos con amenazas de fusilamiento o campos de trabajos forzados, los cuales a veces tardaban semanas en averiguar si la cosa iba en serio o no. Ostentando un poder tan absoluto, era comprensible y normal que saludase a algún oficial, a su paso por los pasillos del Kremlin, y le preguntase cómo era posible que aún no hubiese sido arrestado, y seguir camino sin importarle las consecuencias morales de su chiste, mucho menos el terror inmediato sembrado en el corazón del súbdito.
Stalin podía, con mayor omnipotencia aún que la castrista, encargar una estatua para celebrar el aniversario de Alexander Pushkin en la que no aparecía el escritor sino el propio gobernante con un libro de Pushkin en las manos. Era una manera de burlarse del pasado burgués del genio ruso, al mismo tiempo que podía mandar a la Siberia a quienes no respetasen aquella ley soviética que consideraba “boicot capitalista” a cualquier chuscada que pusiese en ridículo al sistema socialista o a sus representantes.
Muammar el Gadafi
En el mundo árabe —tan pródigo como el contexto latinoamericano en engendrar tiranos de opereta— siempre fue famosa la risa de Muammar el Gadafi. Su perverso sentido del humor y sus apariciones bufonescas con disfraces y maquillaje se volvieron un arma mediática que pretendía hacer creer al mundo que todo en Libia estaba bien y que se burlaba sin consecuencias del enemigo imperialista y sus secuaces. Y ya sabemos de sobra la poca gracia que le causaba la oposición a su régimen y como tildaba de “ratas de alcantarilla” a aquellos que finalmente lo derrocaron, aquellos que, vaya chiste, lo encontraron escondido precisamente en una alcantarilla. Su muerte fue, en sí, una broma de muy mal gusto, tan soez y repugnante como su propia tiranía.
Y es que la sátira no es algo que pueda alimentarse naturalmente en medio de tanta solemnidad forzada, de tantos años invertidos por un tirano totalitario en fabricar patetismo y simbologías nacionales elaboradas para ser veneradas con total seriedad y devoción, rescribiendo la historia nacional y poniéndose a sí mismo como el elemento cumbre de ésta. Por todo ello es fácil concluir que, entre otras muchas maneras de ubicar y caracterizar a un dictador, se destaca la de su falta de sentido del humor, o bien su humor unidireccional, ése que puede convertirse muy rápido en mal humor si la sustancia de la broma es en contra suya o en contra de su lúgubre sistema de valores.
Para su mala suerte, el tirano siempre acabará, tarde o temprano, caricaturizado y ridiculizado. Todos terminan recibiendo, a mediano o largo plazo, y aunque no todos lleguen a padecerlo en vida, un tratamiento similar al que recibió Hitler en El Gran Dictador de Chaplin. La comedia y el gracejo popular siempre terminan mofándose, para salud espiritual de la humanidad, de cada ego dictatorial que alguna vez soñó con la gloria y sometió naciones enteras a su caprichosa voluntad.
De The Clinic online, 21/10/2012