Sunday, November 24, 2013

Carta sobre Lautréamont



ANTONIN ARTAUD

Sí, tengo algunas confidencias que hacerle sobre el impensable Conde de Lautréamont, sobre esas cartas extravagantemente coercitivas, todos esos sombríos y conminatorios diktatsde hierro que enviaba con tanta elegancia y el reconocimiento ameno a su padre, a su banquero, a su editor o sus amigos. Estas cartas son, ciertamente, extravagantes, la extravagancia estridente de un hombre que camina junto a su lirismo como a una llaga vengadora, impúdica, a su lado, a derecha o a izquierda.

No puede escribir una carta normal y corriente sin que sintamos esta trepidación epiléptica de un Verbo del que, sobre lo fuera que escriba, no puede hacer uso sin estremecerse.

De La Poesía, renacuajo de lo infinitamente pequeño, reclusa del verbo, Lautréamont hace, en cada carta, un cañón de artillería para expulsar el principio de la carne.

En una de ellas, no por los dos francos sino por el dos veces impalpable precio que tiene la poesía de Baudelaire para Lautréamont, le anuncia a un editor el envío del pago, dice, no de los sellos de correo, sino en sellos de correo, por el Supplément aux poemes de Baudelaire.* Si ese en que entraña, cayendo insistente en un humor subrepticio, las viñetas de los sellos, la divisa con que el libro será pagado, y lo entraña por medio de astillas-esquirlas del ser de una idea; si ese en, insertado allí como una voz de bajo, como la opinión de un ogro negro bajo la suela de un gran pie, no es sentido así por el lector, entonces no sería mas que la grosería contenida de una puta y la materia encarnada de un cerdo.

Algo parecido a un abismo, tótem de la inexpurgable bestialidad asentada (y la idea de que la belleza ha de sentarse, como dice Rimbaud.) La bestia que quiere refugiarse entre sus piernas impuras, los treinta denarios que vale el Poeta, no por sus poemas, por los ya hechos o los por hacer, sino por ese saco de sangre desencarnada que la noche apremia sin pausa y que va el domingo, de paseo, como todo buen burgués a los fortifs**; ese saco de influjos crepitantes que, en el pecho de un gran poeta, no duele mas que en otra parte, puesto que es allí, justamente, donde se nutre el burgués, – ese corazón que, estricta y obstinadamente, celosa y agresivamente, siempre endurece su actitud, osifica su incoercible postura. Cuando el burgués, hipócrita y despreciativo, conservador, narcotizado, alcancía de despreciativas certezas, no es, en realidad, sino una antigüalla en oferta, y aquel monito, el viejo monito de Ramayana, viejo escamoteador de toda pulsación de poesía-instante, instante de chisporrotear. “Pero eso no se hace, no, eso no se hace,” le dice al Conde de Lautréamont. Y no le entendemos con esta oreja (la oreja que es la caverna del ano) cuando su estrofa, esa estrofa, es la que todo burgués muy harto y muy abrigado de anti-estrofa, escamotea la poesía. Basta. Apégate a las normas.

Tu corazón sufre el horror, pero eso no se ve. Y yo también, yo tengo un corazón de carne que siempre te ha necesitado – ¿Cómo es que no puede mirarte?” Pero Lautréamont no deja que lo detengan. “Déjeme,” dice a su editor, “ahora déjeme ir un poco más allá.” El más allá de la muerte que, sin duda, un día lúgubre, le llevó con él. Jamás hemos considerado con suficiente atención, insisto, el remordimiento, la muerte tan esquivamente corriente del impensable conde de Lautréamont.

Esa muerte que fue lo suficientemente anodina y prosaica como para que no tuviéramos ganas de mirar más de cerca el misterio de su vida. Ya que, a fin de cuentas, de qué murió exactamente el pobre Isidore Ducasse, sin duda genio irreductible del mundo, y del que habría que creer que el mundo ya no tenía necesidad después de Edgar Poe, de Baudelaire, de Gérard de Nerval o de Arthur Rimbaud.

¿La muerte es una enfermedad larga o corta? ¿Lo encontraron muerto en su cama al sol de la mañana? La historia dice simplemente, simple y siniestramente, que el dueño del hotel y el muchacho que le asistía firmaron el acta de defunción.

Para un gran poeta es un poco corta y un poco magra y tiene algo de cierta mezquindad; cierta vacilante trivialidad mezquina, que, en algún lado, hiede a innobleza; cuando un entierro de pacotilla, tan basto y tan vulgar, no concuerda con la vida de Isidore Ducasse, como sí concuerda, a mi juicio, demasiado bien, con lo simiesco de ese odio subrepticio que lleva a la necedad burguesa a escamotear a las grandes voces.

Pero qué asquerosa puta imbecilidad enraizada me llevó a pensar un día que si el conde de Lautréamont no se hubiera muerto a los veinticuatro años, al principio de su existencia, también habría sido internado como Nietzsche, Van Gogh o el pobre Gérard de Nerval.

Que la actitud Maldoror fuera acogida en un libro no se debe más que a la muerte del poeta, y cien años después, cuando las exigidas explosiones del corazón agitado del poeta tuvieron ya la oportunidad de sosegarse. Ya que de haber estado vivos ahora, serían demasiado fuertes. Es así como le han cerrado la boca a Baudelaire, a Edgar Poe, a Gérard de Nerval y al impensable conde de Lautréamont. Porque han tenido miedo de que su poesía saliera de sus libros y revirtiera la realidad… Y le han cerrado la boca a Lautréamont siendo muy joven con el fin de acabar rápidamente con la agresividad ascendiente de un corazón al que, con cada día, la vida indispone catastróficamente, y que a la larga habría acabado por llegar a todos lados, la cínica e insólita cautela de sus incansables despellejamientos.

Y al pasar la linterna roja, dice el pobre Isidore Ducasse, ella le permite, por un módico precio, mirar en el interior de su vagina” ***

No es nada llamativo haber encontrado esta frase enLos Cantos de Maldoror y tampoco es llamativo que esté allí, ya que todo el libro no se compone mas que de frases atroces de esta índole. Sí, en Los Cantos de Maldoror, todo es atroz; la pantorilla de una desgraciada que aborta o el paso del último autobús. Todo es como aquella frase donde el conde de Lautréamont ve, y yo creo que es el pobre Isidore Ducasse quien vió mas que el conde impensable de Lautréamont, ve, decía, como un bastón traspasa las persianas cerradas de una habitación del más siniestro claque (claque, nombre argótico vulgar de burdel) y se da cuenta, al tomar al bastón por un extremo, que no es un bastón, sino un cabello caído de la cabeza de su amo, pan munificiente al que su dinero concede el derecho de triturar a una miserable sobre la epidermis de unos cuantos trapos, apropiados quizás en razón del billete, pero siempre nauseabundos como consecuencia de él.****

Yo digo que había en Isidore Ducasse un espíritu que quería siempre dejar caer a Isidore Ducasse en beneficio del impensable conde de Lautréamont, un nombre muy bello, un gran nombre. Y digo que la invención del nombre de Lautréamont, si le sirvió a Isidore Ducasse de contraseña para encubrir e introducir la magnificencia insólita de su obra, digo que la invención de ese patronímico literario, como un hábito que resguarde la vida, ha dado lugar, como una rebelión escondida debajo del hombre que lo produjo, a otro pasaje de una de esas tantas crasas porquerías colectivas de las que la historia de las letras está llena, y que ha causado que, a la larga, Isidore Ducasse huyera de la vida. Por lo que está bien que Isidore Ducasse haya muerto y no el conde de Lautréamont, cuando fue Isidore Ducasse quien dió al conde de Lautréamont algo de lo que sobrevivir, y poco más que eso, y diría incluso que nada más que eso, y que el conde impersonal, impensable de la héraldica Lautréamont, ha sido, frente a Isidore Ducasse, una manera de inextrincable asesinato.

Y creo que está bien que, a fin de cuentas, y el último día, haya muerto el pobre Isidore Ducasse, si el conde de Lautréamont pudo sobrevivirlo en la historia. Porque está bien que haya encontrado el nombre de Lautréamont. Porque cuando lo encontró, no estaba solo. Quiero decir que tenía a su alrededor, y en su alma, una floculación microbiana de espías, una babosa, acrimoniosa avalancha de los parásitos más sórdidos del ser, de los espectros antiguos del no-ser, un enjambre de innatas y oportunistas polillas que en su lecho de muerte le dijeron: “Nosotros somos el conde de Lautréamont, y tú no eres más que Isidore Ducasse, y si no reconoces que no eres más que Isidore Ducasse, y nosotros, el conde de Lautréamont, autor de Los Cantos de Maldoror, te mataremos.” Y murió, por la mañana, a orillas de una noche imposible. Agobiado y viendo su muerte como a través del orificio de una cerveza, el pobre de Isidore Ducasse frente al rico de Lautréamont.

Y eso no puede entenderse como una revuelta contra el amo, sino como la partuza del inconsciente, intérlope de todos, contra la consciencia aturdida de uno solo.
Insisto en este punto que Isidore Ducasse no era ni un alucinado ni un visionario, sino un genio que no dejó en toda su vida de ver claro cada vez que miraba y avivaba el erial del aún inutilizado inconsciente. El suyo, y ningún otro, ya que no hay en nuestro cuerpo puntos de contacto en que podamos encontrarnos con la consciencia de todos. Y en nuestro cuerpo estamos solos. Pero eso el mundo jamás lo ha admitido, y siempre ha querido preservar, en su cara externa, un medio por el cual ver más de cerca en la consciencia de todos los grandes poetas, y todo el mundo ha querido poder mirar a todos lados, con el fin de saber lo que hacían todos.

Y un día, la gente, no los dignos del infinito, comoAnnabel Lee de Edgar Poe, sino las indignas polillas del ser, la roña de los roñosos de la envidia, vienen por debajo de su cama a decirle a Isidore Ducasse, a un lado de su cabeza, la cabeza en su lecho de muerte: “Eres un genio, pero yo soy ese otro genio que inspira tu consciencia, y soy yo quien escribe tus poemas en ti, antes de ti y mejor que tú.” Y así es que Isidore Ducasse muere de rabia, por haber querido, como Edgar Poe, Nietzsche, Baudelaire y Gérard de Nerval, conservar su individualidad intrínseca, en vez de convertirse en Hugo, Lamartine, Musset, Blaise Pascal o Chauteaubriand, el embudo del pensamiento de todos.

Ya que la operación no consiste en sacrificar su yo de poeta, y, luego, alienar a todo el mundo, sino en dejarse penetrar y violar por la consciencia de todo el mundo, de manera de que ya no podamos ser nada más en su cuerpo que siervos de las ideas y de las reacciones de todos.

Y el nombre de Lautréamont no fue mas que un primer medio, del que acaso Isidore Ducasse no se fíó lo suficiente, para apartar de sí, en beneficio de la consciencia general, las obras archi-individualistas de Isidore Ducasse, poeta encolerizado por la verdad.

Quiero decir que, en los limbos de la muerte que hoy habita, otras consciencias y otros yo como el suyo, se regodean, obscenamente sin duda, de haber participado en la emulsión creadora de sus poemas y sus gritos, y repelen las sutilezas lúgubres que, con la idea de encolerizarlo, quisieron sofocar y matar al poeta.


* En una carta de Lautréamont enviada a Poulet.Malassis, 21 de febrero de 1870: “Tendría Usted la bondad de enviarme Le supplément aux poèsies de Baudelaire. Le adjunto aquí dos francos en sellos de correo.”
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Fortifs son las viejas fortificaciones de París, muy poco habitadas luego de su destrucción en la guerra.
*** Artaud parafrasea fragmentos del tercer canto de 
Los Cantos de Maldoror (“(…) todas esas mujeres que cada día mostraban a todo aquel que entrase, a cambio de un poco de oro, el interior de sus vaginas.”)
**** Referencia a la segunda parte del tercer canto (episodio del cabello caído de la cabeza de Dios.)
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Nota: este texto apareció en Cahiers du Sud nº 275, en 1946. Fue escrito por Antonin Artaud para un número especial sobre Isidore DucasseConde de Lautréamont. Luego fue recogido, en 1947, enSuppôts et Supplications, el último volumen de escritos de Artaud.Traducción: Martín Abadía

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