Saturday, November 23, 2013

Crónicas cautivas


LEILA GUERRIERO

“Nadie recuerda cómo fue la última vez. Hay relatos, quizás falsos, que mencionan el cauce del río tropezando valle abajo, el repiqueteo enfurecido de las gotas sobre el jadeo de la tierra seca y los dos o tres años de alivio que siguieron. Pero nadie recuerda cómo fue la última vez porque esa última lluvia —no el último chubasco, no la última tímida llovizna: la lluvia grande, la tormenta animal— fue hace demasiado tiempo y es, para toda una generación, una leyenda: algo que nunca sucedió. Aquí, en el borde sur del desierto de Atacama, novecientos kilómetros al norte de Santiago de Chile, en un valle llamado Copiapó, no llueve desde 1997”.
Ese es el arranque de una crónica que escribí a fines del año 2012, que implicó muchas semanas de trabajo y un viaje a la zona de Copiapó donde entrevisté a decenas de agricultores, dueños de viñedos, temporeros, gente que me contó  su vida y confió en que lo que yo decía que estaba haciendo era, en efecto, lo que yo estaba haciendo. Ahora ya no sé si confiarán tanto en mí, porque el resultado de aquel viaje es esa crónica que, posiblemente, nadie leerá jamás.
No soy la única a la que le va a pasar esto: ser autora de una crónica que no tendrá lectores. Lo mismo les va a pasar –ya les está pasando- a los periodistas y escritores Lizzy Cantú y Julio Villanueva Chang, de Perú; Camilo Jiménez y Alberto Salcedo Ramos, de Colombia; Graciela Mochkofsky y Hernán Iglesias Illa, de Argentina; J.P. Cuenca, de Brasil; Álvaro Enrigue, de México; Edmundo Paz-Soldán, de Bolivia; Eduardo Halfon, de Guatemala; Sinar Alvarado y Boris Muñoz, de Venezuela; Gabriela Alemán, de Ecuador; Marcela Turati y Wilbert Torre, de México. Todos ellos hicieron el equivalente de lo que hice en Copiapó (viajar para contar) y escribieron textos que entregaron al editor, el argentino Diego Fonseca, que, meses antes, nos había invitado a participar de este proyecto: un libro que reuniría historias escritas por varios periodistas del continente, financiado por la Corporación Interamericana de Inversiones (CII) -parte del Grupo del Banco Interamericano de Desarrollo-, a publicarse en una editorial aún no confirmada. En su página web, la CII se presenta diciendo “Somos la gente de las PYME” porque estimula “el establecimiento, la ampliación y la modernización de las pequeñas y medianas empresas privadas”.
Las historias que compondrían el libro ofrecían distintas miradas sobre las pequeñas empresas que, en diversos países, la CII había apoyado con créditos. ¿Qué impacto habían tenido esos créditos; hasta qué punto habían cambiado la vida de esa gente; habían servido para algo? La experiencia parecía –y fue- interesante. Hablo por mí, aunque imagino que con los demás ha sido igual: todo compromiso económico asumido por la CII fue cancelado en tiempo y forma. Claro que hay un detalle: uno no escribe sólo para cumplir con su parte del pacto. Yo escribo, entre otras cosas, para tratar de entender, y para compartir ese intento con algunos lectores.
Pero la CII impide, ahora, que ese círculo se complete porque, a pesar de los reclamos reiterados del editor, jamás dio noticias de la publicación del libro. La razón esgrimida, de tan infinitesimal, da pena: el arribo de un nuevo gerente de asuntos corporativos, a quien no se desea condicionar la agenda con un proyecto contratado, financiado y pagado por la administración saliente, habría motivado el frenazo, la cancelación, la condena al limbo, el vayaunoasaberqué, de este libro. O sea: cambia un gerente y, del río Bravo para abajo, quince tipos y tipas tenemos que agachar la testa y decir “por supuesto: si no quiere, no publique”. Sólo que yo no me resigno a que más de una docena de crónicas sobre asuntos de Argentina, Chile, Colombia, México y etcétera, escritas por tipos como Alberto Salcedo Ramos, Marcela Turati, Camilo Jiménez, y toda la lista hasta el final, estén guardadas en la computadora de un señor que no desea “ser condicionado”. Yo supongo que la gente que en Copiapó me habló de las uvas como si me hablara de sus hijos debe sentirse bastante condicionada por la amenaza del clima, por los sueldos bajos, por la falta de agua, pero ahí están: cumpliendo con la agenda completa, día tras día, aunque la hayan heredado de la administración saliente.
Hoy, esas crónicas de Cantú, Chang, Iglesias Ilia, Cuenca, etcétera, parecen tener un solo destino: perderse, languidecer, asfixiarse de a poco como conejos incautos. Así las cosas, me dio por preguntarme qué pasaría si esos nombres no fueran esos nombres: qué pasaría si la CII hubiera encargado las mismas crónicas no a esos periodistas sino a gente llamada Gay Talese, Susan Orlean, Joan Didion, Jon Krakauer, Tom Wolfe. ¿Podría la CII aplicarles el mismo tratamiento: dejarlas languidecer hasta que se perdieran para siempre sin dar siquiera explicaciones?
Supongo que buena parte de los colegas que han firmado los textos de este libro fantasma, perdido, inexistente, se han preguntado alguna vez para qué hacen lo que hacen. Yo tengo mis respuestas. Y sé, entre otras cosas, que no lo hago sólo para cumplir con mi parte del pacto. Esa, en todo caso, es tarea de burócratas.
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Texto publicado en la revista Sábado, de El Mercurio, en Chile, octubre 2013
Fotografía: Atardecer de otoño, Copiapó

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