PABLO CINGOLANI
“¡Oh, pero todavía te arrancaré el corazón!”,
le gritó a la selva invisible.
Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas
Nada más alejado de nuestras ideas y nociones de “civilización” que la selva. En un mundo súper e irreversiblemente urbanizado, el concepto selva se difumina, se vuelve elusivo, se diluye entre la distancia mental que conlleva y las imágenes distorsionadas que lo sostienen. En realidad, la imagen de la selva estuvo siempre a merced de la exageración o de la degradación y de la manipulación interesada y aleve, y ahora, en estos tiempos de comunicación tecnológica total, esa imagen no escapa de las redes globales de uniformización y de simplificación que forman su núcleo de ser y expansión y su esencia de dominación arrasadora.
La selva está condenada. La selva está con un pie en el patíbulo de la historia porque el fondo del alma humana contemporánea, es anti-selva. En realidad, son cinco milenios de luchar contra ella, de buscar acorralarla, de intentar vencerla.
Hay lugares emblemáticos donde uno siente eso: el aliento de la muerte, la derrota de la selva. Es cuestión de moverse e ir a ver, por ejemplo, el antiguo Acre amazónico, hoy partido entre dos países: Bolivia y Brasil. Hace cien años, esas regiones no eran más que bosques, bosques infinitos, selva pura y dura. Hoy, el pastizal y las vacas han reemplazado a los árboles y a los jaguares.
A la gente que vivía al interior de la selva, la han invadido, la han cercado, la han incorporado a la fuerza o, simplemente, la han aniquilado. Quedan y/o resisten —la mirada depende de tu optimismo y tus convicciones— un puñado de sobrevivientes: son los llamados pueblos indígenas aislados.
He visto arder a la selva, la he visto incendiada en su colosal vastedad, la he sentido devorada por llamas imparables: es una visión tan pero tan apocalíptica que se tatúa en tu piel y no te la olvidas jamás y nunca entenderás la hondura de su significado, simplemente presumo, porque ya los seres humanos carecemos de la sensibilidad necesaria para evitarlo. La destrucción de la selva no tiene antídoto. Nuestra idea del paraíso siempre fue la de un jardín cuidado y aguacates a la mano; no el caos enmarañado, no toda esa hostilidad recubierta de verde.
Lo único que puede salvar a la selva es el colapso, es el derrumbe, es el final del sistema que la destruye y ese sistema no es otro que nuestro sistema neuronal. La mente humana —la que parió el robot y los viajes tripulados por la galaxia— rechaza y repele la idea selva, el significante selva, el sentido selva. No hay destino para las selvas porque ni siquiera podemos comprenderlas desde el lenguaje.
No hay destino selva porque hoy cabe en la pantalla de tu televisor de la mano de Bear Grylls, de la mano de los ex comandos que devoran gusanos y tarántulas dentro del artefacto que hay en tu cuarto para enseñarte a sobrevivir a la vuelta de la esquina mientras te zampas tu hamburguesa o te fumas un porro y todo bien pero la selva sigue siendo enterrada en el rincón nihilista de lo que la humanidad siempre quiso dejar atrás, siempre quiso olvidar.
Será por eso que se niega, que se sigue negando, que hubo un genocidio allá adentro, allá lejos, en la selva. Será por eso que para no recordarlo, impusimos los nombres de los asesinos, los nombres de los masacradores, de los envenenadores masivos, de los fusiladores, los nombres de los que arrojaban bebés vivos a los ríos o cazaban indios o de quienes los financiaban, a ciudades, a provincias, a ríos, a países enteros.
Si hay un sitio “pesado”, si hay un lugar “cargado”, si hay motivos para estremecerse, uno los encuentra en Cachuela Esperanza, en el extremo norte del Beni: uno de los cuarteles generales de la guerra unilateral que se declaró contra los selvícolas, contra los indios que moraban en las selvas. Todo lo que ves por allí, te recuerda el horror, pero a la vez, todo lo que ves por allí está despojado de memoria, está tan desprovisto de ella, que lo único que logras es inundarte de tristeza y ni el bramar del río logra arrancarla de tu corazón…
Las voces de los torturados, los cuerpos mutilados, la piel de los parias, el llanto de los niños, la humillación a las mujeres contrastan sin pudor y sin piedad con las imágenes de postal de los albergues ecoturísticos, las páginas de la historia oficial y la devastación de siempre, y dan a parir y nutren una alucinante cartografía del exterminio, una geografía de la desolación humana, que se huele fresca, como si la tragedia hubiese ocurrido ayer, y es que en realidad, aún no acabó, aún sucede, porque mientras no restituyamos a la memoria en sus verdaderas coordenadas y no reparemos todo el daño causado, el único mapa posible será el de esa mirada urbana que condena a la selva por sus mosquitos y sus miasmas, por sus hormigas carnívoras y sus flores venenosas.
Es ese odio a la selva del que habla Possuelo; es un odio masivo, un odio universal, un odio del que nadie escapa y nadie asume en su drama porque es el odio a lo desconocido, es el odio a la naturaleza indomada y salvaje, es el odio a todo aquello que la humanidad fue dejando atrás por considerarlo primitivo, atrasado, inútil, simple.
El chip de la modernidad aún no ha logrado procesar que aún hay gente que anda por ahí ocultándose, y que vive en pelotas y que no conoce el hierro y que no sabe lo que es una computadora. Clamó así otro brasileño, Reynaldo Jardim, en un poema memorable: “El cuerpo a cuerpo con la vida se odia del indio/ Lo que se odia del indio es la permanencia de la infancia/ Es la libertad plena lo que se odia del indio”.
¿Será? ¿Qué será? ¿Será que vida, infancia, libertad no se conjugan con modernidad? ¿Será que estamos tan neuróticos, tan drogados, tan anestesiados que no podemos ni siquiera pensarlo?
Kurtz, el protagonista de la novela conradiana, sigue latiendo en cada uno de nosotros y si seguimos ciegos de idealismo, algún día no tan lejano, vamos a celebrar tuiteando —y no ironizo— que el último indio en la última selva por fin han terminado de desaparecer para que podamos entrar nosotros con camionadas y ciudades de asfalto y de cemento y bares y sueños llenos de codicia, de licor y de putas. Se cumplirá la profecía y le habremos arrancado el corazón. No a la selva, sino al planeta entero.
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Imagen: Henri Rousseau/Tigre en una tormenta tropical, 1891
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