Jaime Fernández
A cien años del comienzo de la Primera Guerra Mundial no deja de chocarnos la ceguera de los gobernantes que la provocaron o fueron incapaces de evitarla y el entusiasmo no menos ciego de millones de personas, en su mayoría jóvenes, que se alistaron a los ejércitos de sus países pensando que aquello duraría tres meses, como unas vacaciones escolares. Esta reacción contrasta con los episodios de pánico que sólo cuatro años antes, en mayo de 1910, causó un acontecimiento mucho más temido que la guerra, pero que, como vaticinaron los expertos antes de que se produjera, se quedó en agua de borrajas: la aparición en el firmamento del cometa Halley.
Los días 18 y 19 de mayo de 1910 la Tierra cruzó la cola del legendario cometa en medio de una insólita atmósfera de miedo. Semanas antes se propagó por la prensa mundial una multitud de noticias y comentarios que alertaban del inminente choque del cometa contra nuestro planeta, cundiendo el pánico entre la población. Muchos aprovecharon aquel clima de terror colectivo para vender máscaras destinadas a neutralizar los supuestos efectos nocivos del cianógeno, uno de los gases que componen los cometas. Naturalmente, el gasto resultó inútil y las máscaras fueron a parar al cubo de la basura sin ser utilizadas.
En 1910, en plena Belle époque, nadie sospechaba que en la Primera Guerra Mundial hasta los caballos de las tropas serían protegidos con máscaras antigás para prevenir los ataques del enemigo con bombas de gases venenosos que se arrojaban desde los aviones. Por desgracia, no siempre resultaron todo lo útiles que se habría deseado, pero al menos paliaron los efectos nocivos de esta arma letal.
Paradoja sobre paradoja: el pánico absurdo provocado por un fenómeno extraterrestre y, por tanto, extrahumano, se quedó en un susto y el asunto concluyó con el lanzamiento de cohetes, el descorche de botellas de champán y la celebración de verbenas hasta la madrugada. Pero la demencial euforia con la que millones de personas acogieron el estallido de la guerra en agosto de 1914 se desaguó en cuanto se produjeron las primeras bajas en el frente. ¡Qué diferencia entre el inocente fulgor del polvo luminoso del cometa y el asesino fogonazo de los cañones, de las granadas de mano, de las minas antipersona y de las ametralladoras!
Sin embargo, ambos acontecimientos tenían algo en común, aunque fuese anticipado por el cometa: la mundialización de los sentimientos y el ascenso de las masas en sus distintas modalidades. Por primera vez millones de personas de naciones de los cinco continentes compartían un sentimiento común. El temor al monstruo cósmico unió a los hombres normalmente separados por las religiones, las ideologías, la clase social y el extenso catálogo de fobias y filias que se reserva cada época y generación.
Soldados marchan eufóricos al frente de la Primera Guerra Mundial ignorando el horror que les aguardaba
Pero esa sinergia universal redujo las posibilidades de la individualidad, con sus múltiples matices y variedades, que en la era de la burguesía produjo una constelación memorable de novelas y personajes singulares. A partir de entonces los hombres se verían cada vez más condicionados por idénticos factores externos que escapaban a su control. Prueba de ello era ese miedo colectivo a un fenómeno tan inocuo, pero visualmente hermoso como el Halley. Sólo los niños supieron gozar de su belleza. Su individualidad permaneció inmune al temor gregario y estúpido de los adultos.
Cierto que el miedo a lo desconocido se presta a la propagación, algo que hasta cierto punto resulta comprensible. Pero ¿cómo fue posible la peste de entusiasmo belicista que se apoderó de tantas personas en agosto de 1914? ¿Qué les hizo olvidar el horror de la guerra, de la que el suelo de Europa fue testigo en tantas ocasiones y hasta hacía no mucho tiempo? La propaganda patriotera le ganó el pulso al sentido de la realidad, como la propaganda alarmista se lo ganó al simple anuncio del retorno del inofensivo cometa.
Aquellos hombres y mujeres no sintieron por sí mismos, como se siente en la intimidad, sino guiados por los mensajes equívocos que les transmitieron otros. Si se hubiesen preguntado por qué sentían miedo del cometa y por qué mostraron júbilo ante el estallido de la guerra, seguramente habrían adoptado unas actitudes distintas ante ambos fenómenos. Ya lo advirtió el sabio Gracián: “Vívese lo más de información; vivimos de fe ajena”, siendo el oído “la puerta principal de la mentira”. Faltaban tres siglos para que ésta entrara también por los ojos, gracias a los periódicos y la alfabetización masiva.
Aunque esta viñeta data de 1857, en 1910, días antes del retorno de Halley, circularon versiones de ella
Cometa y guerra. Leyendo el comentario que Johann Peter Hebel dedica a los cometas en su Cofrecillo de joyas del amigo renano de la casa (1811) me encuentro con que para este ilustrado la palabra cometa era sinónimo de desgracia:
“Podemos asegurar sin miedo a equivocarnos que [tras la aparición del cometa] en el transcurso de un año estallará una guerra, o se producirá un terremoto, o desaparecerán ciudades y reinos enteros o morirá un poderoso monarca o sucederá cualquier cosa que no sea motivo de alegría para nadie”.
Pero quizá en un intento de contrarrestar el temor supersticioso, Hebel razona que, como en el mundo suceden desgracias simplemente por lo grande que es, aquellos que asocien cometa y desgracia saldrán siempre airosos de la prueba. Lo cierto es que, tras la aparición del Halley en la órbita terrestre en mayo de 1910, tuvieron que transcurrir cuatro años y no uno para que sobrevinieran casi todas las catástrofes enunciadas por Hebel (sin olvidarnos de la conmoción causada por el hundimiento del Titanic el 15 de abril de 1912).
Dibujo que reconstruye el hundimiento del "Titanic" al chocar contra un iceberg, a 600 kilómetros de Terranova
En la primera década del siglo XX las condiciones de la sociedad habían cambiado lo suficiente desde que en 1835 el cometa hizo su última aparición como para que la noticia se difundiese por los confines del planeta gracias a la expansión experimentada por la prensa en ese periodo. Además, por primera vez se disponía de instrumentos de precisión para predecir con exactitud el momento en que la cola del cometa se haría visible desde la Tierra. En septiembre de 1909 el astrónomo alemán Max Wolf, de la Universidad de Heidelberg, lo avistó acercándose a nuestro planeta, comunicando el hallazgo a la comunidad científica, que avivó el interés por divisar el cometa.
La prensa y los científicos se aliaron para despertar la expectación del público. Como suele ocurrir en estas circunstancias, el asunto se prestaba al sensacionalismo periodístico, en el que por aquellos años ya estaba bastante entrenado. Recuérdese el influyente y con frecuencia lamentable papel que en Francia desempeñó la prensa en el desarrollo del polémico caso Dreyfus. Como jugar con el miedo de la gente daba mucho juego, algunos no regatearon esfuerzos para azuzarlo.
Unas declaraciones del astrónomo francés Camille Flammarion encendieron la mecha. Afirmaba que cuando el hidrógeno de la cola del cometa, de unos cuarenta millones de kilómetros, se mezclase con el oxígeno de la atmósfera terrestre causaría la asfixia inmediata de la humanidad. También se dijo que contenía cianuro, por lo que el final del mundo estaba cercano. Los charlatanes, los videntes y los adivinos sembraron el miedo entre la multitud. Las anécdotas son innumerables. Por ejemplo, en Buenos Aires se instaló un telescopio que anunciaba: “Vea por cinco centavos al cometa Halley y conozca la causa de su futura muerte”.
Sin embargo, como bien sabían los científicos, el pánico estaba injustificado. En 1705 el descubridor del cometa, el astrónomo británico Edmund Halley, al que debe su nombre, había asegurado que éste regresaba a la órbita terrestre cada 76 años aproximadamente, demostrando que tras esos retornos periódicos no había ocurrido nada. Muy lejos quedaba la época en que el papa Calixto III decidió eliminarlo del Universo por el consabido procedimiento de la excomunión.
El pontífice vinculó el cometa, que apareció el 27 de mayo de 1456, a un castigo divino porque su retorno coincidió con la toma de Constantinopla por los turcos. Pero lo único que consiguió este papa Borgia es que los fieles cristianos añadieran a los dos rezos del ángelus del amanecer y del anochecer, otro al mediodía con la esperanza de apaciguar la ira divina.
La particularidad del regreso hace que Halley pueda ser visto dos veces por un mismo individuo sólo con que viva el periodo de los 76 años en que vuelve a reaparecer en la órbita terrestre. Mark Twain estaba al corriente de ello, por lo que un año antes de su regreso comentó en una charla privada que, habiendo venido al mundo en 1835 con el cometa Halley, esperaba marcharse con él:
“Sería la mayor decepción de mi vida si no me voy con el cometa Halley. El Todopoderoso ha dicho sin duda ‘Ahora están aquí estos dos fenómenos inexplicables; vinieron juntos, juntos deben partir’. ¡Ah! Lo espero fervientemente.”
Pocos hicieron caso de su profecía. Pensaban que se trataba de una excentricidad más, propia de un genio huraño y ansioso por agrandar su notoriedad. Samuel Langhorne Clemens, que era su nombre de pila, falló su pronóstico en un día, falleciendo a los setenta y nueve años de un ataque al corazón el jueves 21 de abril de 1910, al día siguiente del máximo acercamiento del cometa.
La anécdota inspiró en 1986 al director de cine Will Viton una ingeniosa película de animación, con figuras de plastilina. En Las aventuras de Mark Twain Tom Sawyer, su novia Becky Thatcher y Huck Finn se infiltran como polizones a bordo de una nave fluvial pilotada por Mark Twain y descubren que el escritor tiene el propósito de encontrar el cometa Halley a fin de estrellar la nave contra éste. Pero los tres personajes tratan de convencerlo para que desista de su objetivo; todavía tiene mucho que ofrecer a la humanidad. Mientras tanto, Twain rememora algunas de sus narraciones más célebres.
El poeta Rafael Alberti, que tenía ocho años cuando la cola luminosa del Halley irrumpió en el firmamento, lo observó tumbado en la bahía de Cádiz. Años después le dedicaría en su primer libroMarinero en tierra (1924) un delicioso poema:
“Ya era yo lo que no era, /cuando apareció el cometa. /Del mar de Cádiz, Sofía,/saltaba su cabellera./¡Ay, quién se la peinaría!/ Con un escarpidor fino/ salí a la ribera mía./¡Suéltale la cauda, madre,/que se la peine Sofía!/ Ya era yo lo que no era”.
Sofía era una niña de doce o trece años a la que contemplaba abstraída ante un atlas geográfico desde el balcón situado un piso más alto de su casa de Madrid. Ella fue su “callado consuelo durante muchos atardeceres”.
Al igual que Alberti, Salvador Dalí pertenecía a la hornada de niños del cometa, que es como se llamó a los que eran unos críos en 1910. Compañeros ambos en otra generación, la del 27 -esa pléyade de poetas, pintores, músicos y cineastas que se estrelló contra la Guerra Civil para dispersarse en un largo exilio-, Dalí relató qué estaba haciendo la noche del cometa en su casa familiar de Figueras (Gerona). Nada bueno, como quizá se hayan imaginado.
Una semana antes había cumplido seis años, pero ¿saben en qué se entretenía en el momento en que los adultos miraban al cielo pasmados? Pues mientras gateaba por una habitación le dio una patada en la cabeza a su hermana Anna María, de dos años y pico. Y eso que la consideraba el mejor regalo de Reyes que había recibido en su infancia, puesto que Anna María vino al mundo el 6 de enero de 1908. Al percatarse del incidente, su severo padre, el notario Don Salvador, no se anduvo con chiquitas y lo castigó encerrándolo en su despacho hasta la hora de cenar. Adiós cometa. Visto y no visto.
Al evocar su recuerdo del cometa en 1985, Rafael Alberti se hizo eco del terror pánico con el que se vivió el paso de “aquel dios de los espacios” que casi anunciaba el fin del mundo. Según el testimonio del poeta, a medida que se acercaba el advenimiento del Halley aumentaron los fenómenos de histerismo colectivo, sobre todo en Italia, Francia y España. Cuenta Alberti que
“mucha gente se encerró en los más profundos sótanos, otra, en cambio, pensó que era mejor morir al aire libre. En España se difundió con rapidez la noticia de que el choque de su cola con la Tierra sería totalmente exterminador, más que nada en la zona de Valencia, habiendo familias enteras que huyeron despavoridas de la ciudad mediterránea”.
No en todos los lugares el acontecimiento se tomó a la tremenda. En las islas Canarias lo esperaron con calma. La consigna tácita era que no cundiese el pánico. Al día siguiente del paso del cometa el diario regional La Defensa informaba de que “aparte algunos espíritus pusilánimes que temblaban de miedo ante la hipótesis de la catástrofe, en general el paso del cometa de Halley ha sido tomado a broma en Las Palmas”. Desde las doce de la noche se registraba una gran animación en las calles, como en Nochebuena. Los cafés estaban abarrotados. Cuando a las dos y media de la mañana empezó a dibujarse la cola del Halley con tenue claridad, de oriente a occidente, se lanzaron cohetes al aire.
Cohete y cometa. Sin querer el cronista canario había establecido una conjunción poética que para nuestra imaginación ni siquiera necesita de un verbo que la bendiga. Quién sabe si al titular su libro de aforismos El cohete y la estrella (1923), José Bergamín,adolescente del cometa –en 1910 tenía quince años-, no estaría rumiando el recuerdo de la noche del Halley. Los designios de las palabras son inescrutables y más en la memoria del poeta.
En realidad, Bergamín pensaba en otro cometa maravilloso: el que guió a los tres Reyes Magos al pesebre de Belén en el que nació el Niño Dios. El libro comienza con este pequeño relato estelar:
“En la noche silenciosa, el cohete irrumpe con luminosa algarabía y alboroto. La estrella lo mira llegar asombrada e inquieta, descender en suave catarata centelleante. Luego, continúa mirando sin parpadear. Aquel otro que parpadea era un lucero”.
En Madrid, ciudad natal de Bergamín, se anunció para la noche del cometa una gran fiesta que incluía una advertencia: Se bailará hasta el momento del fin del mundo. Por lo visto las nubes estropearon el espectáculo celeste. El periódico Abc aclaraba que el Halley no tenía arte ni parte en las inclemencias meteorológicas propias de la primavera. En su edición del día 19, el cronista reseñó en un estilo casi telegráfico:
“Por la noche, en pleno Carnaval. A media noche, más gente por las calles que a mediodía. Gran mascarada, abundante vino, mucha chirigota ¡y vayan ustedes con cianógenos a los trasnochadores madrileños! ¡El perihielo que les pedía el cuerpo era el de la broma y el ingenio!”. Sólo un par de líneas para el miedo: “No faltó gente que se guardó el susto en casa; pero como no se exhibió, su canguelo pasó inadvertido”. Que los sabios decidieran si el Halley había traído o no cola.
En lo que sí trajo cola el cometa fue en el negocio del diseñokitsch: bisutería, joyas, botones, monedas conmemorativas y... cucharas, el objeto más parecido a la forma del bólido, como ésta de la foto:
¿Qué fue entonces del pánico? Podemos sospechar que el desenlace anodino de aquel acontecimiento llevara a algunos a renegar del miedo que sintieron hasta unas horas antes y a avergonzarse incluso de él, desbaratando la vergüenza en un puñado de chistes y unos cuantos tragos de vino. Mucho peor fue el destino de aquellos que, víctimas del pánico, se suicidaron.
Con puntualidad astronómica, Halley reapareció a mediados de abril de 1986. Una de las sondas que desde julio de 1985 buscaba desvelar sus secretos llevaba el nombre del pintor florentino Giotto, quien pudo ver al cometa Halley en 1301 y lo plasmó aquel mismo año en el fresco La Adoración de los Reyes, que se conserva en la Capilla de los Scrovegni, en Padua.
Ante el regreso de Halley, Alberti, que tenía ochenta y cuatro años, comentó que era de las pocas personas que lo habían visto dos veces y en el mismo siglo. Pero en esta ocasión adoptó una actitud más pragmática –cosas de la edad-, comprándose un telescopio que, con la ayuda de un amigo aficionado a la astronomía, montó en su apartamento situado en la decimoséptima planta de la Torre de Madrid. No obstante, se quejaba de que la polución atmosférica le impediría divisar la cabalgata de luz desde su observatorio provisional.
Un año antes escribió el poema conmemorativo Retornos del cometa Halley, encabezado por dos versos del que publicó en Marinero en tierra: “Del mar de Cádiz, Sofía,/saltaba su cabellera”. Alberti concluía su remembranza recordando a los lectores que el cometa Halley volverá en el año 2061 “y yo, que de marinero en tierra pasé a ser un enloquecido viajero del aire, volveré con él entre el polvo de fuego y hielo plateado de su cauda resplandeciente. No lo olvidéis”.
Por aquellas fechas Alberti mencionaba en su nueva entrega de memorias Arboleda perdida al poeta checo y Premio Nobel de Literatura en 1984, Jaroslav Seifert, para aludir a una obra suya titulada El cometa Halley (1967).
Seifert nació en Praga un año antes que Alberti, pero, al contrario que éste, no llegó a tiempo para divisar por segunda vez a Halley: murió el 10 de enero de 1986. La célebre noche del cometa su padre lo llevó a contemplarlo. Vivía en el barrio obrero de Žižkov, al este de la ciudad, conocido por sus red de callejuelas y "la arrugada superficie de los tejados", pero también por las frecuentes peleas entre socialdemócratas y clericales. El Castillo de Praga se divisaba perfectamente desde la esquina de una de sus calles. En estos versos evocó la noche del Halley:
"No vi nada en aquel momento, / sólo espaldas ajenas, / pero las cabezas bajo los sombreros / se movían con agitación. / La calle estaba llena. (…) Las torres de la catedral, abajo, en el horizonte, / parecían recortadas / en papel mate de plata / y en lo alto, sobre ellas, / se ahogaban las estrellas. / Está allí, ¿lo ves ya? / ¡Sí, lo veo! / En las vedijas de chispas inextinguibles, / la estrella se aparecía irreversiblemente. / Fue una suave noche de primavera, pasado el 15 de mayo. / El aire fragante se inflamó de perfumes / y yo lo aspiraba / y con él el polvo de los astros...".
Aquella misma noche del 18 de mayo de 1910 en que Seifert y su padre miraban al cielo de Praga, un joven funcionario de una compañía de seguros y por entonces escritor poco conocido, llamado Franz Kafka, anotó en sus Diarios “Noche del cometa”. Había pasado el día en compañía de su amigo Franz Blei, su mujer y su hijo. Blei era un escritor alemán que dirigía la revista Hyperionen la que en 1908 se publicaron unas pequeñas prosas de Kafka.
Parece que el acontecimiento no le causó una impresión memorable. Más que los fenómenos astrales, a Kafka le atraían las cosas terrestres, esas en las que no se fija casi nadie por considerarlas triviales. En la misma entrada de los Diarios añadía una observación un tanto extraña, pero característica de él:
“A ratos, saliendo de mi interior, he oído algo así como el gemido de un gatito, incidentalmente pero con indudable insistencia”.
La fantasía de un Kafka veinteañero comparándose con un minino maullador presagia al insecto monstruoso y mudo con el que habría de fantasear dos años más tarde en su relato La transformación. En cualquier caso, tendremos que incluir a este gatito en el bestiario kafkiano. En aquella época los días transcurrían para él sin escribir, aunque remaba, nadaba, se tendía al sol e incluso montaba a caballo, una imagen que parece cuadrar poco con la más extendida de un Kafka tumbado sobre la cama en su dormitorio sombrío mientras escucha con una irritación contenida los parloteos de su familia en las habitaciones de al lado.
Ernst Jünger tenía quince años en 1910 y tuvo la oportunidad de avistar el cometa en la ciudad alemana de Rehburg, junto a sus padres y hermanos. En 1987, con noventa y dos años (vivió ciento tres) publicó Dos veces Halley, en el que confiesa que el año anterior viajó a Kuala Lumpur para seguir el rastro del cometa.
Después de esperar en vano durante los primeros días de abril, la fecha en que emprendía el viaje de regreso a Europa, el 15, apareció en el cielo. Esta segunda vez se le antojó algo más grande, pero menos imponente que entonces, “sin cola, difuso, algo así como un ovillo”. También estaba más alto, bajo la constelación sureña del Triángulo, con la que formaba un trapecio alargado. Al igual que su doble experiencia contemplativa del cometa, Jünger fue soldado del ejército alemán en las dos guerras mundiales.
Como Alberti, Dalí y Seifert, Elias Canetti pertenece a la generación de niños del cometa y como el poeta español, también conoció la segunda aparición de Halley en 1986. Para conmemorarla anotó en su libros de aforismos El corazón secreto del reloj: “De Halley a Halley, la duración de tu vida”.
El 18 de mayo de 1910 tenía cuatro años. Sin embargo, en el primer volumen de su autobiografía, La lengua absuelta, nos ha dejado un testimonio detallado de la noche en que Halley irrumpió en el cielo de su localidad natal, Rustschuk, en Bulgaria. Por aquellas fechas el pequeño Elias vivía aterrorizado ante la aparición de un lobo una noche en que acababa de dormirse en su cama. El lobo era en realidad su padre que se había puesto una máscara que imitaba a un licántropo. Lo sorprendente fue que, después de quitársela y tranquilizar al niño diciéndole que era sólo una máscara, éste no acaba de creerse el engaño.
El susto del lobo le duró bastante tiempo, tuvo pesadillas varias noches y de poco servían los esfuerzos del padre para consolarlo. Hasta que apareció Halley y el terror infantil se diluyó en el terror general que presidió aquel día, mejor dicho, aquella noche.
Por de pronto, ni siquiera se molestaron en ordenarle que se fuese a dormir. Ya no tenía ningún sentido, puesto que el fin del mundo estaba próximo. Se reunió en el jardín con todos. Los niños y los adultos de las casas vecinas miraban fijamente al cielo “donde el cometa aparecía gigantesco y resplandeciente”. Había mucha claridad, como de día. Canetti tenía una cereza en la boca y la cabeza echada hacia atrás tratando de seguir el cometa. Ya fuese por el esfuerzo o por la espléndida belleza del Halley, el caso es que se olvidó de la cereza y se tragó el hueso.
Los mayores apenas si se movían de su sitio, con los ojos fijos en el cielo, al contrario que los niños. Todos permanecían apretados, unos junto a otros. Concluye su evocación señalando que “si después no hubiera utilizado con tanta frecuencia el término, diría que los veo como masa: una masa paralizada por la expectación”.
Entre las clasificaciones de masas humanas que define en su estudio Masa y poder, figura la masa retenida, de la que dice que “es compacta” y no es posible en ella un movimiento verdaderamente libre. “Su estado tiene algo de pasivo, la masa retenida espera (...) Los pies no tienen donde ir, los brazos están comprimidos, libres sólo permanecen las cabezas, para ver y para oír”.
El cometa Halley no volverá a pasar por la órbita terrestre hasta mediados de 2061. Aquellos que en 1986 fueron niños del cometatendrán más probabilidades de presenciar su retorno. Que lo disfruten, si las nubes y la contaminación atmosférica no lo impiden.
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De EN LENGUA PROPIA, blog del autor, 24/03/2014