PABLO CEREZAL
Hiede a lubricante de saldo y nicotina, esta
habitación. Aromas que no logran evaporar los tules, gasas, sedas y sábanas que
equivocan con su color intenso la oscuridad de la estancia. El colchón,
milimétricamente colocado en lo que podría considerarse centro geográfico de
este mundo en miniatura, da cuenta de las pretensiones de intimidad con que
pretendo que su cuerpo se desvista de ropas y tensiones. A pesar de todo, él
agradece tanto colorido. O agradece mi sonrisa, perfecta de tan estudiada, no
sé. Quizás sólo se sienta más cómodo gracias a la demediada erección de
incienso que, sobre la mesilla de noche, desea ocultar entre sus brazos de humo
los persistentes efluvios del desbarajuste carnal.
Después, su ropa, abandonada en un rincón de
la estancia, me parecerá un animal herido de muerte, y para evitar la náusea
esparciré mi sabiduría de aceites y tactos sobre el rumiar de confusa musculatura en que se entretiene su cuerpo. Está tenso, siempre lo
están, por muy seguros de sí mismos que se piensen.
Suavemente navego su espalda, hasta suicidar
el oleaje sabio de mis dedos entre sus piernas. Rozar deslizar acariciar
presionar. Bien podría ser fregar raspar enjabonar secar, mientras mi mente
tararea aquella vieja canción de The Police, Roxanne, y me apetece decirle que me llamo Roxanne, aunque tengo ya
mi propio nombre de guerra, como en aquella otra canción de Héroes del
Silencio.
Mejor toser que descubrirte jadeando,
¿verdad? Eso es, seguro, lo que piensas mientras simulas aclarar la voz para
preguntarme de nuevo por mi nombre. Azul, me llamo Azul, le respondo
humedeciéndole el cuello con mi aliento, mientras pienso en la bombilla, la
única bombilla que ilumina los trazados escuetos y ramplones de esta habitación
en que él y yo hemos recalado para satisfacer cada uno su necesidad más
imperiosa. Alguien pintó de un azul desesperado esa bombilla, por dar mejor
aspecto a esta estancia que ya no tiene posibilidad de enmendar un futuro que
se le viene encima con el pausado paseo de los pies ancianos que aún habitan,
cual fantasmas, los pasillos de la pensión.
Se vuelve sumiso. Sólo tengo que transmitir
serenidad y seguridad para que él dé media vuelta y quede situado bajo el farol
fresco de mis pechos azules. Empequeñece entre mis piernas de batalla perdida,
y puedo comprender que desea seguir menguando hasta reptar como una serpiente,
hasta resbalar y quedar sepultado en mi vientre. Así que me retrepo al suyo y
lo coloreo de humedades ajenas que él llega a pensar que son suyas, o que sólo
él consiguió provocarlas en mí. Siempre acaban pensando que me logran excitar, cada
uno de ellos. Olvidan que se trata de una farsa. Como mi nombre y el suyo, como
el color de la bombilla, como el pasear frente a la dueña de la pensión
simulando venir a visitar a una amiga.
Callejear tu ciudad buscando la dirección
exacta que te susurré por teléfono, tuviste que preguntarme dos veces, yo no
quería elevar la voz, ahora lo entiendes: en la pensión todo es silencio y sopa
fría. Doblar una esquina sabiendo que debes volver a doblarla, hasta anular su
existencia de encrucijada, antes de entrar a este portal del que, maldita mala
suerte, salen numerosos operarios de mudanzas pretendiendo mudar la vida
completa de una familia, con sus mesas, sofás, sillas, espejos, maletas,
frigoríficos, armarios, cajas sin nombre y lámparas sin luz. Vuelves a la
Avenida de América, y piensas en que lo único americano para ti, ahora, en
estos momentos, es la hembra que te espera recoleta de perfumes y lúbrica de
ropajes, en la segunda planta de este edificio, en la Pensión Cartagena, tan
cerca de aquel parque que, tal vez por cercanía con la Avenida, decidieron
bautizar Eva Perón, allí donde paseaste amores que pretendías culminar entre
los setos mal recortados por los asalariados del Servicio Municipal de Parques
y Jardines. Entre aquellos recortes de vegetación desperdiciaste palabras de
amor y amores no culminados que esperaban siempre el fin de mes que te
permitiese invitarla a una semana de hotel con encanto de esos que proliferaban
en la serranía madrileña.
Has comprendido que el amor es engañosa
falacia y sólo la carne retiene las verdades íntimas de nuestra existencia:
carne, cabello, salvia y saliva. Por eso has sorteado el abigarrado trasiego de
los chicos de las mudanzas y has subido hasta la Pensión presentándote como un
amigo de la chica del cuarto nº 4. No recordabas mi nombre, pero a la dueña de
la pensión tampoco parecía importarle, sólo te ha dicho no hagan ruido hay
gente durmiendo aún.
¿Pero tú no venías por el masaje? Y ya soy
consciente de que me preguntará de nuevo, aparentando duda o quiebra económica,
el precio de los extras, y asomo la sonoridad repentina de un 50€ a la guarida
en que vibra mi lengua, la misma en que él quiere esconder la brevedad de su
existencia. Ha cambiado de idea y yo he luchado por reprimir mi sonrisa
victoriosa relamiéndome mientras le susurro bésame, cariño.
Todo lo que no ocurría en el parque de Eva
Perón, todo lo que deseabas pero desbaratabas con el desbarajuste de ansiedades
propio de la juventud. Ella decía que te amaba, que por eso era mejor esperar,
que deseaba que fuese bonito, y tú te preguntabas qué concepto de la belleza
tenía la muy ingrata.
Volvisteis a veros, pasados los años. Quedasteis
citados en el parque, y sus problemas maritales parece que la forzaron a
ofrecerte todo aquello por lo que habías suspirado durante tantos años, tiempo
atrás, vidas antes de haber nacido a la verdadera vida. El mal de amores es
común cuando arribas al puerto pirata de la edad madura, allí donde las cifras,
el fin de mes, lo cotidiano, las copas sin alma en fin de semana, la cena de
sobre y las cartas del banco, enladrillan la fría estancia de los días para
proporcionarle ilusión de hogar. Convinisteis en que al menos, al no casaros,
habíais acertado de pleno, a pesar de tu insistencia en aquellas fechas. Ahora
tienes claro que jamás piensas casarte.
Me dejo hacer. Permito que se atragante de
labios y sudores, antes de tumbarme boca arriba para deslumbrarle con el
recorrido azul de mi piel abandonada. Un suspiro disfrazado de gemido para que
él se sienta más seguro y eyacule lo antes posible, no soporto a los que se
masturban antes, a los que no se excitan del todo, pueden hacerlo tan tedioso…
El cigarro de después, creo que la ocasión lo
amerita, ha de ser en el parque de Eva Perón. Pasearás las avenidas de papelera
y footing del parque, y sonreirás al
recordar que me dijiste, cuando ya me vestía y asumías el doloroso hecho de no
volver a verme, aquello de me casaría contigo ahora mismo. Yo te respondí: me
gustará volver a verte, estás muy bien dotado, cariño. Ya apoltronados en la
insinceridad, mejor una mentira piadosa que te haga soñar en un amor para
siempre.
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Publicado en Puño y Letra (Correo del Sur/Chuquisaca), 16/09/2014. El texto forma parte del libro MADRID-COCHABAMBA (Cartografía del desastre), de Pablo Cerezal y Claudio Ferrufino-Coqueugniot, 2014.
Imagen: Hans Bellmer/La celda de ladrillo
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