Relectura. Creo que, extrañamente al menos en mi caso, lo que me llevó a esta novela fue la película, que enganché empezada por la televisión y que me intrigó por la misteriosa anécdota de un capitán casado con una especie de marimacho y que espía embelesado a un soldado que se pasea desnudo a caballo por el bosque. Luego el libro resultó ser bastante mejor que la adaptación fílmica de John Huston, que peca de agregados excesivos allí donde CMC simplemente deja puntos suspensivos.
Quise volver a leerlo por culpa, digámoslo así, de Levrero, a quien también le acharía las lecturas que estoy haciendo de Onetti. Fue un buen reencuentro. Si bien hay ciertos efectismos que mi adorada Flannery O’Connor no se permitiría, la escritura de CMC es diáfana y lleva adelante con buen pulso todos los resortes de la historia, en este caso variando los puntos de vista al menos en cuatro de los personajes (si bien esas oscilaciones de focalizador pueden resultar algo caprichosas o tramposas). Los personajes en sí son una creación admirable: todos los militares, las dos mujeres, el exuberante sirviente filipino Anacleto… Había olvidado el horrible detalle de que la sometida Alison se corta los pezones con las tijeras del jardín en uno de sus momentos de desequilibrio. El detalle cae de forma tan sorpresiva y horrorosa como la mutilación del ojo en Buñuel. Una historia bastante audaz para el momento en que fue escrita, y que, como debe ser, pasó sin pena ni gloria para la crítica de aquel entonces. El público norteamericano la ignoró.
Luego este estilo de escritura fue copiado ad nauseam y constituye la manera de escribir de los talleres literarios urbi et orbi, pero eso no la desmerece ni siquiera retrospectivamente. Tal vez lo único que por momentos afea la narración son las afirmaciones sapienciales del tipo “hay un momento en que todos los hombres…”; fuera de eso se lee con admiración indeclinable.
“They had flushed a covey and he remembered still the pattern of the flying birds against the winter sunset. As he was watching Alison, he had only brought down one quail, and that one he insisted gallantly was hers. But when she took the bird from the dog’s mouth, her face had changed. The bird was still living, so he brained it carelessly and then gave it back to her. She held the little warm, ruffled body that had somehow become degraded in its fall, and looked into the dead little glassy black eyes. Then she had burst into tears” (37).
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De MICROLECTURAS, 27/08/2014
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