Wednesday, September 24, 2014

No disparen al novelista



Jaime Fernández
Cuando Thomas Mann publicó su primera gran novela, Los Buddenbrook, en 1901, en la que se narra la decadencia de una antigua e ilustre familia de Lübeck, la ciudad hanseática en la que transcurrió su infancia y adolescencia, algunos de sus paisanos se sintieron ofendidos, reprochándole que los hubiese introducido en la obra, si bien con otros nombres y disfrazados. En los salones y cafés de Lübeck los contertulios se pasaban una lista en la que figuraban los nombres de las personas y de los personajes de la novela en los que se sentían representadas. Hubo vecinos que recriminaron a Mann su insolencia y hasta lo tacharon de hijo degenerado de la ciudad.
A pesar del indudable éxito de la novela, por la que se le concedió el Premio Nobel de Literatura en 1929, uno de sus profesores del instituto recordaba que había sido un  alumno mediocre, de escasa inteligencia e incapaz de escribir una simple redacción escolar. El célebre crítico teatral berlinés Alfred Kerr, siempre poco complaciente con Mann,  se burló de la novela, publicando un poema satírico: Thomas Bodenbruch.
Portada de la primera edición de "Los Buddenbrook" (1901)
Portada de la primera edición de “Los Buddenbrook” (1901)
Al parecer ninguno pensó en la posibilidad de que el propio Thomas Mann se hubiese tomado a sí mismo como modelo para alguno de los personajes de la novela. Al menos su nombre no figuraba en la lista que circulaba por los cafés de Lübeck. De todos modos, si lo hubieran descubierto, seguro que les habría parecido adecuado que el escritor se tomase a sí mismo como modelo. Un asunto muy distinto es que utilizase a los demás para semejante fin. Se opusieron a que el novelista los retratase sin su permiso en las páginas de su novela. En aquellos primeros días de vida de ésta no podían sospechar que, gracias a la pluma de Mann, gozarían de un sucedáneo de inmortalidad, si bien con otros nombres y algo desfigurados.
La polémica desatada tras la publicación de Los Buddenbrook se complicó a raíz de un proceso judicial celebrado en Lübeck en el que se acusaba a Fritz Oswald Bilse, autor de la novela mediocre En una pequeña guarnición, de reproducir los rasgos de algunos militares de la guarnición de la ciudad, lo que ocasionó un escándalo público, desembocando en una demanda ante el Juzgado y en la prohibición de la obra que, sin embargo, fue enseguida traducida a varios idiomas y tuvo cierto éxito, principalmente en Francia. El fiscal, con ínfulas de crítico literario, apuntó a Los Buddenbrook como culpable de haber inspirado a Bilse su novela. Incluso se atrevió a acuñar un nombre a la práctica de los novelistas de crear personajes ficticios inspirándose en personajes reales: “estilo Bilse”.
Thomas Mann respondió a esta sarta de necedades con un artículo en una revista en el que defendía el derecho del artista a retratar de forma artística a personas vivas. Alegaba que si hubiese que bautizar con el nombre de “Bilse” a todos los libros en los que el autor retrató a personas que él mismo conocía, guiado únicamente por criterios artísticos, habría que agrupar bibliotecas enteras de obras de la literatura universal. Recordaba que autores como Turguéniev o Goethe tuvieron problemas derivados de esta práctica literaria. Tras la publicación de Las penas del joven Werther, este último trató de apaciguar a los modelos reales en los que se inspiró al dar vida a Lotte y a su marido. Turguéniev despertó la indignación de los hacendados rusos que le habían brindado su hospitalidad al retratarlos en Memorias de un cazador.
Mann justificaba su argumento afirmando que no es casualidad que los grandes poetas sean aquellos que, en vez de “inventar”, recurrieron a algo ya existente, tomado de la realidad misma. A la hora de detectar una vocación poética no puede tener validez absoluta el criterio basado en el talento para la invención. En todo caso, se tratará de un talento de segundo orden que los grandes escritores han menospreciado, prescindiendo de él sin reservas. Prueba de ello eran los testimonios de Schiller, de Wagner, pero sobre todo  de Shakespeare, quien, dotado con creces para la invención literaria, prescindió de ésta al servirse para sus obras de piezas antiguas, novelas italianas y otras fuentes. “No es el talento inventivo lo que hace al poeta sino la inspiración”, concluía Thomas Mann en su artículo.
Bilse
Fritz Oswald Bilse
En 1906 publicó un ensayo titulado Bilse y yo, en el que defendía el derecho de la literatura y del novelista a tomar los motivos para sus fines artísticos de donde juzgase conveniente y necesario. ¿Dónde va a encontrarlos mejor que en la realidad que conoce de cerca? ¿Es que sus historias no versan sobre seres humanos y asuntos que incumben a los hombres? En el libro anotó una confesión destinada a sus paisanos, pero que bien podría hacerse extensiva al resto de sus novelas y relatos: “No se habla de vosotros, nunca jamás, estad tranquilos, sino de mí, de mí…”. Fue al describir a otros personajes –sus peripecias y desventuras- cuando hablaba de sí mismo.
Tanto debió de preocuparle a Mann la vinculación del personaje ficticio con el modelo real que decidió abordarlo en su novela Carlota en Weimar, escrita en 1939, en la que recrea el episodio de la visita a Weimar, donde residía Goethe, de Charlotte Kestner (Buff de soltera), muchos años después de que ambos vivieran el episodio amoroso que el escritor trasladó con las pertinentes modificaciones a su famosa novela Las penas del joven Werther. Charlotte, ya viuda de Johann Christian Kestner, el prometido de la muchacha que impidió a Goethe seguir cortejándola, vuelve con el pretexto de visitar a su hermana Amalia, aunque el propósito oculto sea reencontrarse con Goethe, ya convertido en una celebridad y con una edad parecida a la de Charlotte.
Charlotte Kestner
Charlotte Kestner
En su relato Tristán retrató al escritor Detlev Spinell, quien, interno en un sanatorio sin que se sepa muy bien cuál es la enfermedad que padece, se dedica a espiar a sus compañeros, interrogándolos para sonsacarles alguna información sobre sus costumbres cotidianas y hurgando en sus sufrimientos, sin hacer nada para aliviarlos, con el único propósito de plasmarlos en su obra. Inmaduro, pedante, esquivo y sin amigos, Spinell sólo se muestra sociable cuando “caía en estado de contemplación estética”, ante un vaso de forma refinada o un crepúsculo tras las montañas, etc. La imperfección de la realidad le defrauda, por lo que en sus escritos tiene que corregirla con su imaginación. Los escritores como Spinell no son más que parásitos crueles, chupatintas que se alimentan de sangre ajena.
Novelar consiste en un proceso de descomposición de la realidad y de los personajes que la conforman. Al descomponerla, el novelista puede observarla con una mirada nueva. La novela será el resultado de ese punto de vista inédito. Mientras recuerda, el novelista inventa, es decir, descompone los recuerdos a los que acude para reordenarlos en consonancia con sus propósitos (o los que les dicten sus personajes cuando éstos abandonen su condición de meras criaturas y asciendan a la categoría de seres autónomos). Cualquier parecido de sus ficciones literarias con la realidad no es pura coincidencia, sino el fruto de la combinación de sus recuerdos con su capacidad para adaptarlos al objetivo de la ficción. Aunque al dar vida a un personaje se sirva fundamentalmente de detalles tomados de un modelo real, ello no significa que se base por completo en éste. El resto del personaje estará conformado por retazos extraídos de varios modelos reales. A fin de cuentas para el escritor la realidad no es más que un pretexto para el texto.
Al igual que Mann, Marcel Proust hubo de soportar las protestas de sus amigos aristócratas por un motivo similar a las que llovieron sobre el autor de Los Buddenbrook. En cuanto se publicaron los primeros tomos de su ciclo novelístico En busca del tiempo perdido circularon numerosos comentarios y chismes acerca de quién era quién en la novela. Algunos de sus amigos reprocharon al novelista que hubiese trasladado a los personajes determinados episodios privados de sus vidas.
Portada de la primera edición de "Du coté de chez Swann" en la editorial Grasset
Portada de la primera edición de “Du coté de chez Swann” (1913), en la editorial Grasset
En su novela, el Narrador –alter ego de Proust- nos dice que la inspiración del novelista le debe todo a la memoria y que, bajo el nombre de un personaje inventado, puede “colocar sesenta nombres de personajes vistos, uno de los cuales posó para la mueca; otro, para el monóculo; éste, para la ira; el de más allá, para el ademán presuntuoso del brazo, etc.” Por ello, el literato envidia en el pintor que éste pueda hacer croquis y apuntes de los modelos reales que plasmará en sus lienzos. Si el pintor necesita haber visto muchas iglesias para pintar una sola, el escritor necesita aún en mayor grado haber conocido a muchas personas para plasmar un único sentimiento. De ahí que un libro sea “un cementerio de gran tamaño en la mayor parte de cuyas sepulturas no pueden ya leerse los  nombres borrados”.
El Narrador lamenta que la gente considere perverso al novelista porque observa los ademanes más ordinarios que los demás exteriorizan de forma involuntaria. Pero a continuación matiza que el artista aprecia en un rasgo ridículo una espléndida generalidad y no cree que agravie a la persona a la que ha estado observando. “Por desgracia, es más desdichado que perverso cuando se trata de sus propias pasiones”.
El ama de llaves de Proust, Céleste Albaret, confesó que ni a ella ni a nadie le entregó la clave de sus personajes. Creía que si no lo hizo no fue por  malicia o diversión, o para despistar y confundir, sino que respondía a la realidad de la obra. “A pesar de todas las llaves que se han metido en la cerradura, no han bastado para abrir todos los compartimentos de la caja de secretos porque para cada personaje haría falta un gran manojo de llaves”.
El conde Robert de Montesquiou-Fezensac, modelo del barón Charlus. Retrato de Giovanni Boldini (1897),  París, Musée d'Orsay
El conde Robert de Montesquiou-Fézensac, modelo del barón  
Charles. Retrato de Boldini (1897), París, Musée d’Orsay
En cada uno de los personajes principales de su novela confluyeron dos o más modelos reales. Quizá el más plural de todos sea la amante del Narrador, Albertine, en la que se cruzan modelos femeninos con masculinos. Para el barón de Charlus, el personaje con más empaque de la novela, se inspiró principalmente en el conde Robert de Montesquiou-Fézensac, al que Proust admiraba por su ingenio y erudición, y en el barón Doazan, de quien tomó su aspecto físico. Pero en algunos pasajes, sobre todo en la etapa decadente del barón, el propio Proust proyectó sobre él el lado más turbio de su homosexualidad, como ya hizo también en el episodio –involuntariamente espiado por el Narrador- en el que la hija lesbiana del difunto músico Vinteuil profana el retrato de su bondadoso padre mientras practica un ritual erótico con su amante. Todavía hay un tercer personaje, esta vez también ficticio y universalmente conocido, que recuerda a ese barón de Charlus sumido en la decadencia: el Caballero de la Triste Figura Don Quijote de la Mancha.
Para Charles Swann le sirvieron dos hombres con los que mantuvo cierta amistad: Charles Hass (1833-1902), un dandi muy culto, de familia judía al igual que Swann, que frecuentó la alta sociedad parisina, y Charles Ephrussi (1849-1905), crítico, historiador y coleccionista de arte, y miembro de una acaudalada familia judía. Una vez más, como en el caso del barón de Charlus, un tercer personaje en el que se inspiró fue él mismo. Proust comparte con Swann su doble ascendencia cristiana y judía, los celos, el cultivo de las amistades aristocráticas y su gusto por las artes.
Retrato de Charles Ephrussi (1849-1905), por Léon Joseph Florentin Bonnat
Retrato de Charles Ephrussi (1849-1905), por Léon Bonnat
En el personaje del escritor Bergotte confluyen rasgos de Anatole France, al que Proust trató, y de Ernest Renan. Pero de nuevo hay un tercer modelo real que se repite también en Charlus y Swann: el propio Proust.  En cuanto al personaje del Narrador, que como el novelista se llama Marcel y también aspira a escribir una gran novela autobiográfica, es evidente el parecido que guarda con Proust, por lo que bien podemos decir que de todos es el personaje que más semejanza guarda con el modelo real, si bien con una excepción significativa: Proust era homosexual, mientras que su personaje es heterosexual, aunque ambos están poseídos por una sutil sensibilidad para los afectos humanos.
Una vieja amiga de Proust, Laure Hayman, entonces septuagenaria y atractiva  cortesana en su juventud, se molestó al leer la descripción de la cocotte Odette de Crécy, la amante de Swann y con la que, después de haber consumido la pasión amorosa, termina casándose. Resulta que, al igual que ella, el personaje ficticio tenía la manía de intercalar términos ingleses en la conversación y al igual que ella, vivía en la misma calle de París. Proust le respondió que Odette no sólo no era ella, sino que estaba en sus antípodas. El que hubiese algunos rasgos suyos en el personaje no significaba en absoluto que se tratase de una copia, pues había otros muchos rasgos que estaban tomados de otras tantas mujeres a las que conoció. Luego había que añadir, por supuesto, aquellos que habían surgido de su imaginación.
Laura Hayman en su juventud, retratada por Nadar
Laure Hayman en su juventud, retratada por Nadar
Como señala André Maurois, pensar que un novelista puede crear un carácter vívido a partir de una sola persona revela un desconocimiento absoluto de la técnica novelística. Se remite a Balzac, quien había comentado que “a menudo es preciso unir varios personajes en uno solo, incluso si se encuentran originales en quienes lo ridículo abunde tanto que hasta permita desdoblarlos en dos personajes”.
Norman Mailer prevenía a los jóvenes escritores de la tentación de extraer material para sus relatos y novelas de la familia o de los amigos. El riesgo de que éstos se sientan “citados” en la ficción es muy elevado. A nadie le agrada que alguien se aproveche de esa manera del conocimiento íntimo de las personas. Con esta práctica el novelista sólo se granjeará enemigos y toneladas de desconfianza. Mailer confesó que  siempre se mantuvo apartado de ella. Nunca escribió sobre sus padres o su hermana. Se trataba de rehuir el uso de las experiencias más privadas, el “núcleo de la experiencia”, en palabras de Mailer. Algunos de los personajes de sus novelas se inspiraron en personas reales. Uno surgió de cinco individuos; otro, de una persona muy cambiada; otro más, de su imaginación.
Prefería moldear un personaje a partir de una persona que apenas conocía –como, por ejemplo, a un futbolista profesional al que hubiese tratado superficialmente podía transformarlo en estrella de cine-, pero que excitaba su instinto de novelista, confrontándolo con situaciones muy alejadas de las que podría vivir en la realidad. Después de este proceso, casi no quedaba nada del modelo original. Lo esencial es que los personajes crezcan una vez que se los ha separado del modelo real en el que se inspiraron, hasta independizarse y adquirir una personalidad propia, como si fuesen personas de carne y hueso. “Sin que importe el camino elegido, hay un placer cuando el personaje se vuelve en cierto sentido independiente de ti mismo”.
Norman Mailer
Norman Mailer (1923-2007)
Mailer distinguía entre personajes y seres. Al primero se lo puede captar como a un todo, pero el segundo se halla inmerso en un cambio constante. El propósito de un escritor es que sus criaturas dejen de ser personajes y se transformen en seres.
No obstante, también admite que si los novelistas pensaran en el daño que pueden causar, no podrían escribir un libro: “no si son razonablemente decentes”. Compara al escritor que teme herir con su obra los sentimientos de alguien con un cirujano que, al hacer una incisión en el vientre de una muchacha, pensara que con ello perjudicará su vida amorosa en los próximos treinta años. Al igual que el cirujano profesional se limita a hacer el corte con la insensibilidad necesaria ante el resto del contexto, el novelista no puede permitirse pensar que el retrato que haga de un personaje dejará una cicatriz en el buen amigo que le ha servido de modelo. Más aún, Mailer aconsejaba a los jóvenes escritores, siempre temerosos de herir a personas de su entorno, que estén dispuestos a continuar con su novela sin importarles las bajas psíquicas que dejen a su paso. Aun así matizaba que un autor joven hace bien en no obtener una ventaja inmediata sobre lo individuos que le desagradan, arrojándolos en las páginas de sus libros, a modo de fría venganza. “Es una mala costumbre cobrar cheques tan fáciles”.
Un buen novelista debe ingeniárselas para que sus personajes no resulten identificables con los supuestos modelos reales en los que se inspiró para crearlos. Tiene que dotarlos de la suficiente autonomía, de manera que parezcan personas reales, como si hubiesen existido de verdad, y los lectores los consideren también como si fuesen personas de carne y hueso, hasta el punto de que piensen en ellos y hablen de ellos como si los conociesen, al igual que piensan en sus parientes y amigos y hablan de ellos.
Honoré de Balzac
Honoré de Balzac
Los personajes de una novela, así como sus historias y peripecias, están destinados a integrarse en la vida de los lectores, convirtiéndose en una prolongación de sus experiencias reales e incorporándose a su universo de recuerdos, como los vividos en el mundo real. Bien es verdad que el primero que tendrá que verificar la autonomía de los personajes de una novela es su propio creador, el novelista.
Se cuenta  que poco antes de morir, en pleno delirio, Balzac llamó a Horace Binchon, el médico de La Comedia humana , que obraba prodigiosas curaciones. Dicen que exclamó: “Si Bianchon estuviera aquí, Bianchon me salvaría”. En una ocasión un amigo se presentó en su casa sin anunciarse. Balzac, que estaba escribiendo una novela, se levantó de repente y tomó  por el brazo al visitante, exclamando entre lágrimas: “¡Qué horror! La duquesa de Langeais ha muerto”. Perplejo, el amigo le respondió que en París no conocía a ninguna duquesa con ese nombre. Se trataba de un personaje de la novela cuya muerte acababa de describir en ese momento.
Proust vivió con una intensidad similar la evolución vital de los personajes de En busca del mundo perdido, evolución que, como en el caso de Balzac, corrió paralela a la de su vida. Murió poco tiempo después de que escribiese la palabra “Fin” en la última página de su novela de las Mil y Una Noches.

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