Antes de lanzar la dinamita, Lucía Armijo se ocupa de que su chanchito no esté por ahí, buscando desperdicios de comida que casi no existen. Después prende la mecha y dispara con su brazo de ‘hombre’ el explosivo que en segundos se convierte en un sonido opaco y sordo. “Así los combatimos a los que roban minerales, que aquí llamamos jucus”, dice aún con las manos en sus orejas y con unas ganas enormes de decir que en este Cerro Rico de Potosí existen más de cien mujeres pobres que son claves en la actividad minera, pero que son reducidas a servidumbre.
Lucía carga sobre sus hombros la pesada tarea de proteger una bocamina y de pelear a dinamitazos con los rateros de minerales, que en las noches se mueven a hurtadillas por las cornisas del Cerro Rico. Tiene 42 años de edad y hace 25 años que es explotada como serena, y también como custodia de herramientas mineras que valen entre 20.000 y 50.000 dólares. Lucía es el eslabón invisible de la actividad minera y una de las que padece en silencio la vulneración de por lo menos 12 normas legales nacionales y dos convenios internacionales de protección laboral, a la salud, a la educación y a los derechos fundamentales del ser humano (ver cuadro en página 4).
La Defensoría del Pueblo le ha puesto números a este problema: “Son 122 mujeres que trabajan como guardas o serenas en el Cerro Rico de Potosí, se encuentran en total estado de desprotección laboral, víctimas de violencia laboral, sicológica, física y sexual; sin acceso a salud ni a servicios básicos. Esta realidad -dice Jacqueline Alarcón, la defensora del pueblo de Potosí que comandó la investigación- evidencia la ausencia de las autoridades para garantizar el ejercicio y el cumplimiento de sus derechos como establece la Constitución Política del Estado y las leyes internacionales de las cuales Bolivia forma parte.
Pero eso no es todo. Entre otros hallazgos de la investigación está que más de la mitad de las serenas, que tienen entre 20 y 70 años, no sabe leer ni escribir; que casi el 75% no tiene seguro social; que el 81% no firmó contrato escrito de trabajo; que trabajan 24 horas al día, que perciben ingresos por debajo del mínimo nacional, que en su mayoría son migrantes del área rural, que viven con sus hijos en el mismo lugar y que ninguna tiene derecho a vacación o descanso prenatal.
La vida para Lucía y el resto de las mujeres es una ironía. Aquí están sus cadenas, pero también las peores cosas que sufren son, a su vez, lo ‘mejor’ que tienen. Eso les dicen algunos de los que las contrataron: “Ustedes tienen lo que en otro lugar no encontraron, un lugar para vivir y un salario”.
Quienes las contrataron fueron o cooperativistas mineros o las llamadas enganchadoras, que son las personas que están a cargo de la explotación de unas vetas de mineral a cambio de compartir las ganancias con los socios de las minas.
Lucía carga sobre sus hombros la pesada tarea de proteger una bocamina y de pelear a dinamitazos con los rateros de minerales, que en las noches se mueven a hurtadillas por las cornisas del Cerro Rico. Tiene 42 años de edad y hace 25 años que es explotada como serena, y también como custodia de herramientas mineras que valen entre 20.000 y 50.000 dólares. Lucía es el eslabón invisible de la actividad minera y una de las que padece en silencio la vulneración de por lo menos 12 normas legales nacionales y dos convenios internacionales de protección laboral, a la salud, a la educación y a los derechos fundamentales del ser humano (ver cuadro en página 4).
La Defensoría del Pueblo le ha puesto números a este problema: “Son 122 mujeres que trabajan como guardas o serenas en el Cerro Rico de Potosí, se encuentran en total estado de desprotección laboral, víctimas de violencia laboral, sicológica, física y sexual; sin acceso a salud ni a servicios básicos. Esta realidad -dice Jacqueline Alarcón, la defensora del pueblo de Potosí que comandó la investigación- evidencia la ausencia de las autoridades para garantizar el ejercicio y el cumplimiento de sus derechos como establece la Constitución Política del Estado y las leyes internacionales de las cuales Bolivia forma parte.
Pero eso no es todo. Entre otros hallazgos de la investigación está que más de la mitad de las serenas, que tienen entre 20 y 70 años, no sabe leer ni escribir; que casi el 75% no tiene seguro social; que el 81% no firmó contrato escrito de trabajo; que trabajan 24 horas al día, que perciben ingresos por debajo del mínimo nacional, que en su mayoría son migrantes del área rural, que viven con sus hijos en el mismo lugar y que ninguna tiene derecho a vacación o descanso prenatal.
La vida para Lucía y el resto de las mujeres es una ironía. Aquí están sus cadenas, pero también las peores cosas que sufren son, a su vez, lo ‘mejor’ que tienen. Eso les dicen algunos de los que las contrataron: “Ustedes tienen lo que en otro lugar no encontraron, un lugar para vivir y un salario”.
Quienes las contrataron fueron o cooperativistas mineros o las llamadas enganchadoras, que son las personas que están a cargo de la explotación de unas vetas de mineral a cambio de compartir las ganancias con los socios de las minas.
Los cuartos pequeños
Cada una vive en un cuartito enano que está al lado de la bocamina, robándole espacio a las dinamitas y a las herramientas que guardan los mineros al finalizar sus jornadas de trabajo.
Los sueldos que les pagan las cooperativas mineras son de hambre. “Yo gano Bs 600. Trabajo para dos cooperativas. Cada una me paga 300 pesos”, explica Lucía, que no sabe que en Bolivia el salario mínimo nacional por el trabajo de ocho horas diarias es de Bs 1.440.
Ella está sentada en su cama de una plaza, donde duerme con su hijo de cinco años. En este cuarto de tres por dos metros hay otro catre que cobija a sus otros tres descendientes. Todos entran aquí gracias a que mientras unos están durmiendo, hay otros que están de pie, como centinelas, en alerta ante cualquier sonido extraño que delate la presencia de los jucus.
“En las afueras de las bocaminas se trabaja las 24 horas del día”, dice Lucía, que anoche solo ha dormido tres horas, porque sus 10 perros han ladrado a eso de las cuatro de la madrugada, como si estuvieran viendo un alma en pena. “Puede que hayan olfateado a los rateros”, dice con la boca llena de coca.
La coca le ayuda a espantar el insomnio que tiene acumulado. Después, cuando las mujeres llegan a sus camas no siempre concilian el sueño, porque el suelo retumba cada vez que los mineros que están en las entrañas del cerro hacen detonar dinamitas para que aparezca la plata o el estaño que aún queda en el legendario Cerro Rico de Potosí.
El lujo de la salud
Jacqueline Conde (17) a veces se vuelve loca y camina sin rumbo por los caminitos ondulados del cerro, donde vive y donde le ayuda a su abuela Isidora, de 78 años de edad, a cuidar una bocamina, como si se tratara de su propia vida.
Jacqueline sabe que tiene triquinas en la cabeza y que esos bichos se le metieron en el cuerpo por comer carne de chancho contaminada. En realidad su primera tragedia ocurrió hace 12 años, cuando murió su mamá de un tumor en el pecho. “Mi mamita también era guarda”, recuerda.
Cada una vive en un cuartito enano que está al lado de la bocamina, robándole espacio a las dinamitas y a las herramientas que guardan los mineros al finalizar sus jornadas de trabajo.
Los sueldos que les pagan las cooperativas mineras son de hambre. “Yo gano Bs 600. Trabajo para dos cooperativas. Cada una me paga 300 pesos”, explica Lucía, que no sabe que en Bolivia el salario mínimo nacional por el trabajo de ocho horas diarias es de Bs 1.440.
Ella está sentada en su cama de una plaza, donde duerme con su hijo de cinco años. En este cuarto de tres por dos metros hay otro catre que cobija a sus otros tres descendientes. Todos entran aquí gracias a que mientras unos están durmiendo, hay otros que están de pie, como centinelas, en alerta ante cualquier sonido extraño que delate la presencia de los jucus.
“En las afueras de las bocaminas se trabaja las 24 horas del día”, dice Lucía, que anoche solo ha dormido tres horas, porque sus 10 perros han ladrado a eso de las cuatro de la madrugada, como si estuvieran viendo un alma en pena. “Puede que hayan olfateado a los rateros”, dice con la boca llena de coca.
La coca le ayuda a espantar el insomnio que tiene acumulado. Después, cuando las mujeres llegan a sus camas no siempre concilian el sueño, porque el suelo retumba cada vez que los mineros que están en las entrañas del cerro hacen detonar dinamitas para que aparezca la plata o el estaño que aún queda en el legendario Cerro Rico de Potosí.
El lujo de la salud
Jacqueline Conde (17) a veces se vuelve loca y camina sin rumbo por los caminitos ondulados del cerro, donde vive y donde le ayuda a su abuela Isidora, de 78 años de edad, a cuidar una bocamina, como si se tratara de su propia vida.
Jacqueline sabe que tiene triquinas en la cabeza y que esos bichos se le metieron en el cuerpo por comer carne de chancho contaminada. En realidad su primera tragedia ocurrió hace 12 años, cuando murió su mamá de un tumor en el pecho. “Mi mamita también era guarda”, recuerda.
Jacqueline se ha enterado de su enfermedad gracias a que una ONG la hizo ver con un médico que su abuela no pudo pagar por falta de dinero. Pero con saber el diagnóstico que tiene no se va a curar. Lo que ella necesita son Bs 80 mensuales para comprar unas tabletas que debe tomar cada día para que no se le active una crisis en su cabeza.
Y es dinero lo que no siempre tiene su abuela para garantizarle las medicinas.
Jacqueline y su abuela forman parte del 75% de las guardas que, según la Defensoría del Pueblo, no cuentan con seguro social, debido a que no están contratadas en el marco de la Ley General del Trabajo vigente. Por esa razón, las que pueden acuden a un servicio de salud privado, pero para la mayoría, como la anciana Isidora, los médicos no forman parte de su vocabulario porque hace como diez años que no ha visitado a uno para que le cure las dolencias de su cuerpo debilitado y menudo.
Entonces, la alternativa que tienen ella y sus compañeras es utilizar la medicina tradicional o automedicarse, y para ello tienen que caminar hasta la farmacia más cercana que queda en la zona de Martirio, en las faldas del cerro, donde los mineros se aprovisionan de alimentos, herramientas de trabajo y remedios.
El derecho a la salud también es prohibitivo para algunos hombres.
El martes pasado el minero Fausto Tacusi fue socorrido de emergencia por sus compañeros porque una roca le cayó encima. Fue auxiliado por personal de la Defensoría del Pueblo y cuando estaba en el vehículo, con la voz cortada por el dolor en su hombro y en alguna costilla, decía que no tiene seguro de salud y que por favor lo llevaron hasta el médico más cercano de la ciudad de Potosí.
El agua pesa
Marcela Flores hoy decidió lavar la ropa familiar y por eso ha salido temprano de su cuarto pequeño donde vive con sus cinco hijos. Ha caminado rumbo a un pozo de agua artesanal donde las mujeres y sus descendientes acuden para esa tarea y para llenar los bidones con el líquido que durante el día utilizan para calmar la sed y para cocinar los alimentos.
De las 122 mujeres que custodian las bocaminas, el 84,55% no tienen acceso al agua potable, denuncia la Defensoría del Pueblo, y con ese dato en la mano esta institución se atreve a asegurar que los problemas estomacales constituyen la segunda enfermedad más recurrente, después de las enfermedades respiratorias.
Marcela es una mujer de 42 años de edad, pero parece que tiene muchos años más acumulados en su cuerpo delgado. Su boca tiene pocos dientes y su martirio consiste en pensar que después de cada trago de agua le puede volver a doler la panza.
La otra versión
El martes pasado, EL DEBER llegó hasta la oficina de la Federación Departamental de Cooperativas Mineras de Potosí (Fedecomin) para buscar respuestas a la realidad de las mujeres que denuncian sometimiento y explotación. La secretaria de la institución dijo que el presidente Carlos Mamani no estaba. Por eso se le llamó a su teléfono móvil y Mamani dijo que no estaba en la ciudad y que daría una entrevista por teléfono al día siguiente. Después de varios intentos y excusas de que estaba en reunión, contestó y dijo que la situación no es tal como se dice, y que hay señoras que obviamente trabajan por necesidad en las bocaminas, y que al mismo tiempo aprovechan para vender alimentos a los compañeros cooperativistas y de levantar la carga sobrante de minerales que dejan los hombres en el camino. “Tienen doble o triple sueldo”, aseguró.
Eugenio Villa, jefe departamental de la Dirección del Trabajo de Potosí, dijo que tras que llegue a sus manos la denuncia de la Defensoría del Pueblo irá a las bocaminas para establecer los derechos de las mujeres que están siendo sobreexplotadas.
“Ellas, por no perder el trabajo, por tener una vivienda que no es apta ni adecuada para una familia, porque viven en promiscuidad en un cuarto pequeño, aceptan trabajar como serenas”, explicó Villca, que se comprometió a conversar con los cooperativistas para que cambie esta situación.
Según la autoridad, la excusa que tienen los socios mineros que explotan el Cerro Rico es que a las guardas no les aumentan el sueldo porque las dejan recoger las migajas de minerales que caen de las cargas que transportan los mineros y que después las negocian con los mismos cooperativistas.
Son las 12 del mediodía y la olla de doña Isidora está vacía. El pedazo de charque que guarda en la misma habitación pequeña donde protege las dinamitas lo tiene separado para su nieta Jacqueline, que no solo siente dolores de cabeza cuando deja de tomar la tableta contra la triquinosis, sino también cuando el hambre se le hace insoportable.
Y es dinero lo que no siempre tiene su abuela para garantizarle las medicinas.
Jacqueline y su abuela forman parte del 75% de las guardas que, según la Defensoría del Pueblo, no cuentan con seguro social, debido a que no están contratadas en el marco de la Ley General del Trabajo vigente. Por esa razón, las que pueden acuden a un servicio de salud privado, pero para la mayoría, como la anciana Isidora, los médicos no forman parte de su vocabulario porque hace como diez años que no ha visitado a uno para que le cure las dolencias de su cuerpo debilitado y menudo.
Entonces, la alternativa que tienen ella y sus compañeras es utilizar la medicina tradicional o automedicarse, y para ello tienen que caminar hasta la farmacia más cercana que queda en la zona de Martirio, en las faldas del cerro, donde los mineros se aprovisionan de alimentos, herramientas de trabajo y remedios.
El derecho a la salud también es prohibitivo para algunos hombres.
El martes pasado el minero Fausto Tacusi fue socorrido de emergencia por sus compañeros porque una roca le cayó encima. Fue auxiliado por personal de la Defensoría del Pueblo y cuando estaba en el vehículo, con la voz cortada por el dolor en su hombro y en alguna costilla, decía que no tiene seguro de salud y que por favor lo llevaron hasta el médico más cercano de la ciudad de Potosí.
El agua pesa
Marcela Flores hoy decidió lavar la ropa familiar y por eso ha salido temprano de su cuarto pequeño donde vive con sus cinco hijos. Ha caminado rumbo a un pozo de agua artesanal donde las mujeres y sus descendientes acuden para esa tarea y para llenar los bidones con el líquido que durante el día utilizan para calmar la sed y para cocinar los alimentos.
De las 122 mujeres que custodian las bocaminas, el 84,55% no tienen acceso al agua potable, denuncia la Defensoría del Pueblo, y con ese dato en la mano esta institución se atreve a asegurar que los problemas estomacales constituyen la segunda enfermedad más recurrente, después de las enfermedades respiratorias.
Marcela es una mujer de 42 años de edad, pero parece que tiene muchos años más acumulados en su cuerpo delgado. Su boca tiene pocos dientes y su martirio consiste en pensar que después de cada trago de agua le puede volver a doler la panza.
La otra versión
El martes pasado, EL DEBER llegó hasta la oficina de la Federación Departamental de Cooperativas Mineras de Potosí (Fedecomin) para buscar respuestas a la realidad de las mujeres que denuncian sometimiento y explotación. La secretaria de la institución dijo que el presidente Carlos Mamani no estaba. Por eso se le llamó a su teléfono móvil y Mamani dijo que no estaba en la ciudad y que daría una entrevista por teléfono al día siguiente. Después de varios intentos y excusas de que estaba en reunión, contestó y dijo que la situación no es tal como se dice, y que hay señoras que obviamente trabajan por necesidad en las bocaminas, y que al mismo tiempo aprovechan para vender alimentos a los compañeros cooperativistas y de levantar la carga sobrante de minerales que dejan los hombres en el camino. “Tienen doble o triple sueldo”, aseguró.
Eugenio Villa, jefe departamental de la Dirección del Trabajo de Potosí, dijo que tras que llegue a sus manos la denuncia de la Defensoría del Pueblo irá a las bocaminas para establecer los derechos de las mujeres que están siendo sobreexplotadas.
“Ellas, por no perder el trabajo, por tener una vivienda que no es apta ni adecuada para una familia, porque viven en promiscuidad en un cuarto pequeño, aceptan trabajar como serenas”, explicó Villca, que se comprometió a conversar con los cooperativistas para que cambie esta situación.
Según la autoridad, la excusa que tienen los socios mineros que explotan el Cerro Rico es que a las guardas no les aumentan el sueldo porque las dejan recoger las migajas de minerales que caen de las cargas que transportan los mineros y que después las negocian con los mismos cooperativistas.
Son las 12 del mediodía y la olla de doña Isidora está vacía. El pedazo de charque que guarda en la misma habitación pequeña donde protege las dinamitas lo tiene separado para su nieta Jacqueline, que no solo siente dolores de cabeza cuando deja de tomar la tableta contra la triquinosis, sino también cuando el hambre se le hace insoportable.
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De SÉPTIMO DÍA (El Deber/Santa Cruz de la Sierra), 11/01/2015
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