Rafael Gómez
Crónica viajera, camino hacia el primer congreso de cultura viva del continente. La ruta 34, entre bandadas de caranchos y camiones lecheros, muestra las huellas colonizadoras de Sarmiento en Santa Fe y un amanecer de zamba en Santiago del Estero.
Amanecer en Santiago. A las 03 horas del jueves 16 de mayo estamos en la ruta 34 (RN 34) a poco de llegar a Cañada Rosquín, Santa Fe. Noche cerrada. Ruta de un carril por mano, poco tránsito. La camioneta va a 150 km/h. El termómetro de afuera dice 4 ºC. Y la mujer española del GPS dice los nombres de los pueblos entre el jazz de Bill Evans. La RN 34 es de pendientes levemente onduladas, como son las rutas de la pampa húmeda y lechera. La camioneta se mece suavemente. M propone dormir en un hotel. Los próximos pueblos son Angélica, Aurelia, Susana, Rafaela. Así nomás, mujeres sin apellido, como sin origen pero juntas, una detrás de otra como estrellas en la pampa láctea. Tal vez ahora más sojera que láctea, corrijo. ¿De dónde vendrán esos pueblos de mujeres? M dice que no sabe, que está cansada, y manipula el GPS. Hay hoteles en Rafaela, dice, es una ciudad de 100.000 habitantes, cuenca lechera, dice.
Llegamos a Rafaela a las 04 horas. El contador parcial marca 530 km desde Buenos Aires. Una ciudad desierta parece indefensa. Vemos algunas casas centenarias, muchos edificios de los 70’, bien mantenidos, de tres y cuatro plantas. La española del GPS nos guía por un bulevar que tiene media calzada en reparación y nos hace detener cerca de un caballete con baldes rojos, frente al hotel. Pero no hay lugar. M vuelve a manipular el GPS. Ahora cruzamos una plaza, vemos una iglesia gótica, y nos detenemos frente a un curioso palacete italiano de tres plantas. Tampoco hay lugar, sólo tenemos 11 habitaciones, dice el conserje. Vamos a hoteles más grandes. Tampoco hay lugar. Nos asombra la prosperidad hotelera, lechera o sojera: ¡no es temporada turística, ni siquiera fin de semana! Vemos dos torres de veinte pisos, parecen de construcción reciente. Las calles son limpias, muy iluminadas. Volvemos al bulevar, pero no vamos a seguir dando vueltas. Probaremos en el hotel casino -el más grande de todos- que está en las afueras. La española nos lleva a una especie de parque con ligustros, muchos autos estacionados, y al fondo el hotel, enorme, rodeado de autos. El recepcionista se disculpa, estamos completos, sólo habrá una habitación después de las 10. Le explico que no nos sirve. Ofrece café. Alabo la prosperidad. Tenemos acá buena leche, dice el recepcionista sonriendo, abarcando con un gesto el campo y el casino. El café también es bueno, digo. Y le pregunto sobre las ciudades mujeres sin apellidos. ¡Adivine!, me reta. No sé… Serán los nombres de las primeras vacas lecheras, de las buenas productoras. Asombro del recepcionista, levanta las manos, ríe, sigue riendo. Me contagia la risa. No es eso, ¿verdad? No, claro que no, dice, pero tiene algo que ver. Explica. “Alrededor de 1880, hubo un colonizador alemán, Guillermo Lehmann, que traía europeos para trabajar la tierra. Pero la tierra era de unos estancieros porteños, entonces Lehmann negoció con ellos para fundar sus colonias, y les puso a las colonias el nombre de las mujeres de los porteños, que coincidía con el nombre de las estancias: Rafaela es por Rafaela Rodríguez de Egusquiza; Aurelia, por Aurelia Alvear de Saguier; Susana, por Susana Rodríguez de Quintana; Pilar, por la madre de Mariano Cabal; y Angélica es por la hija de Lehmann”. ¿Y quiénes eran los colonos?, pregunto. “En su mayoría piamonteses y rusos judíos”, responde.
Llegamos a Rafaela a las 04 horas. El contador parcial marca 530 km desde Buenos Aires. Una ciudad desierta parece indefensa. Vemos algunas casas centenarias, muchos edificios de los 70’, bien mantenidos, de tres y cuatro plantas. La española del GPS nos guía por un bulevar que tiene media calzada en reparación y nos hace detener cerca de un caballete con baldes rojos, frente al hotel. Pero no hay lugar. M vuelve a manipular el GPS. Ahora cruzamos una plaza, vemos una iglesia gótica, y nos detenemos frente a un curioso palacete italiano de tres plantas. Tampoco hay lugar, sólo tenemos 11 habitaciones, dice el conserje. Vamos a hoteles más grandes. Tampoco hay lugar. Nos asombra la prosperidad hotelera, lechera o sojera: ¡no es temporada turística, ni siquiera fin de semana! Vemos dos torres de veinte pisos, parecen de construcción reciente. Las calles son limpias, muy iluminadas. Volvemos al bulevar, pero no vamos a seguir dando vueltas. Probaremos en el hotel casino -el más grande de todos- que está en las afueras. La española nos lleva a una especie de parque con ligustros, muchos autos estacionados, y al fondo el hotel, enorme, rodeado de autos. El recepcionista se disculpa, estamos completos, sólo habrá una habitación después de las 10. Le explico que no nos sirve. Ofrece café. Alabo la prosperidad. Tenemos acá buena leche, dice el recepcionista sonriendo, abarcando con un gesto el campo y el casino. El café también es bueno, digo. Y le pregunto sobre las ciudades mujeres sin apellidos. ¡Adivine!, me reta. No sé… Serán los nombres de las primeras vacas lecheras, de las buenas productoras. Asombro del recepcionista, levanta las manos, ríe, sigue riendo. Me contagia la risa. No es eso, ¿verdad? No, claro que no, dice, pero tiene algo que ver. Explica. “Alrededor de 1880, hubo un colonizador alemán, Guillermo Lehmann, que traía europeos para trabajar la tierra. Pero la tierra era de unos estancieros porteños, entonces Lehmann negoció con ellos para fundar sus colonias, y les puso a las colonias el nombre de las mujeres de los porteños, que coincidía con el nombre de las estancias: Rafaela es por Rafaela Rodríguez de Egusquiza; Aurelia, por Aurelia Alvear de Saguier; Susana, por Susana Rodríguez de Quintana; Pilar, por la madre de Mariano Cabal; y Angélica es por la hija de Lehmann”. ¿Y quiénes eran los colonos?, pregunto. “En su mayoría piamonteses y rusos judíos”, responde.
Partimos a las 05 horas (abandonados por Rafaela). Temperatura exterior: 2 ºC. Mejor no seguir buscando hoteles, digo a M. Consultamos un plano. Mejor seguir directo a Santiago, digo. Amanecer en Santiago, como la zamba. ¿Y podrás bailar hasta allá? Puedo manejar, contesto. La camioneta toma la RN 34 y parece meterse en la noche. Me despejó el café y el asunto de las mujeres. Podemos tomar más café y cargar nafta en Ceres, dentro de 170 km. ¿Por qué habrá dicho el recepcionista que las mujeres de los pueblos tienen algo que ver con las vacas lecheras? Tal vez se refería a que eran buenas productoras, dice M. Las buenas mujeres de la época eran las que producían descendientes (y también leche) para la elite porteña, se las premiaba con el nombre de una estancia o un pueblo.
No hay autos. Pasamos un camión lácteo (¡notable coincidencia!) y luego llegamos a un cruce, un cartel indica a la derecha el pueblo Lehmann y a la izquierda el pueblo Egusquiza. Seguimos por la RN 34. Me cierra totalmente el dicho del recepcionista. Los Egusquiza, Alvear, Saguier, Roca, Quintana, Cabal, creían como Sarmiento en la colonización europea. Querían erradicar para siempre al indio y al gaucho, e implantar obreros y campesinos europeos. Eso era el progreso y el país que querían. La cultura, la industria y el cultivo, venían de Europa. Un viaje como éste, a un Congreso de Cultura Viva en Bolivia, no se hubiera entendido entonces. ¿Cómo encontrar cultura en la América profunda, si la cultura viene de Europa? ¿Por qué pretender emitir una ley que fomente y sostenga los emprendimientos culturales nacionales y autogestivos? No. Esto hubiera sido imposible de comprender entonces, bajo la máxima sarmientina: “Civilización o barbarie”. Sería fomentar la barbarie. Aún hoy, a 150 años de Sarmiento, este viaje puede resultar difícil de comprender. Pasamos el pueblo Tacural y después Moisés Ville.
A las 06.20 horas estamos en Ceres (nombre de la diosa agrícola romana). Todavía es de noche. M ubica en el GPS una estación con café. Afuera hace 0 ºC. Cargamos nafta, desayunamos. Ceres está cerca del límite provincial de Santa Fe con Santiago. Camino por el bar, hago elongaciones. Calculo que si la capital Santiago del Estero está a 350 km, no tendremos que parar a cargar nafta.
Dejamos Ceres, tomamos la RN 34 hacia el NO y entramos en la provincia de Santiago. No hay autos ni camiones. Pasamos Palo Negro, Malbrán, Pinto, y recién después el cielo se hace más claro. El paisaje es más llano y crece. Algo se abre, nos despierta y conecta a la tierra. El color se extiende en el camino como un sentimiento. “Quiero hacerte el amor en las mañanas de Santiago. Amanecerme zamba entre tus brazos”. Dice Raly Barrionuevo. El camino crece en línea recta entre verdes y ocres bajo una campana de cian. La camioneta va a 180 km/h. A veces, hay en la ruta manchas negras, manadas de caranchos que comen las sobras de los viajes. Ángeles negros. Debo reducir la velocidad para darles tiempo a volar y no atropellarlos.
No hay autos. Pasamos un camión lácteo (¡notable coincidencia!) y luego llegamos a un cruce, un cartel indica a la derecha el pueblo Lehmann y a la izquierda el pueblo Egusquiza. Seguimos por la RN 34. Me cierra totalmente el dicho del recepcionista. Los Egusquiza, Alvear, Saguier, Roca, Quintana, Cabal, creían como Sarmiento en la colonización europea. Querían erradicar para siempre al indio y al gaucho, e implantar obreros y campesinos europeos. Eso era el progreso y el país que querían. La cultura, la industria y el cultivo, venían de Europa. Un viaje como éste, a un Congreso de Cultura Viva en Bolivia, no se hubiera entendido entonces. ¿Cómo encontrar cultura en la América profunda, si la cultura viene de Europa? ¿Por qué pretender emitir una ley que fomente y sostenga los emprendimientos culturales nacionales y autogestivos? No. Esto hubiera sido imposible de comprender entonces, bajo la máxima sarmientina: “Civilización o barbarie”. Sería fomentar la barbarie. Aún hoy, a 150 años de Sarmiento, este viaje puede resultar difícil de comprender. Pasamos el pueblo Tacural y después Moisés Ville.
A las 06.20 horas estamos en Ceres (nombre de la diosa agrícola romana). Todavía es de noche. M ubica en el GPS una estación con café. Afuera hace 0 ºC. Cargamos nafta, desayunamos. Ceres está cerca del límite provincial de Santa Fe con Santiago. Camino por el bar, hago elongaciones. Calculo que si la capital Santiago del Estero está a 350 km, no tendremos que parar a cargar nafta.
Dejamos Ceres, tomamos la RN 34 hacia el NO y entramos en la provincia de Santiago. No hay autos ni camiones. Pasamos Palo Negro, Malbrán, Pinto, y recién después el cielo se hace más claro. El paisaje es más llano y crece. Algo se abre, nos despierta y conecta a la tierra. El color se extiende en el camino como un sentimiento. “Quiero hacerte el amor en las mañanas de Santiago. Amanecerme zamba entre tus brazos”. Dice Raly Barrionuevo. El camino crece en línea recta entre verdes y ocres bajo una campana de cian. La camioneta va a 180 km/h. A veces, hay en la ruta manchas negras, manadas de caranchos que comen las sobras de los viajes. Ángeles negros. Debo reducir la velocidad para darles tiempo a volar y no atropellarlos.
Llegamos a la ciudad de Santiago del Estero a las 09 horas. El contador parcial marca 1060 km desde Buenos Aires. Nos alojamos en un hotel cerca de la Plaza Libertad. Dormimos. Comemos. Tenemos programada una entrevista a las 20 hs. con la licenciada Elsa Trejo de la Universidad de Santiago. Y ahora, a las 17, caminamos distendidos por la Plaza Libertad. Estudiantes, lapachos, veredas anchas, estatua ecuestre de Belgrano, fuente, y glorieta para orquesta. Núcleo de la Ciudad. Allí confluyen hoteles, catedral, bancos, y dos peatonales. Tomamos por la peatonal Tucumán. Mucha gente, locales comerciales, solemne edificio francés, bar de fórmica, kiosco de revistas, y algo extraño, cerca de una zapatillería, hay un pórtico medieval con querubines, vírgenes y apóstoles en las columnas. ¡Imposible no entrar! Puerta blindex. Pasaje. Y un gran hall de hormigón, amplio como una plaza pero vidriado a 15 metros de altura, con una fuente en el centro y piso de adoquines, mármol travertino, paredes y columnas blancas, escaleras mecánicas, ascensores, boutiques y confitería. Enorme espacio y silencio. Nos sentamos en unas sillas Jacobsen cerca de la fuente. La mesa es Saarinen, observamos. Temperatura agradable, arrullo de agua. ¿Dónde estamos? ¿Es un Shopping a medio hacer? Viene a atendernos un mozo. ¿Qué es todo esto?, pregunto admirado. “Es el Centro Cultural del Bicentenario”, dice con tono de guía turístico, “aquí se encuentran los cuatro museos más importantes de Santiago: el histórico, el arqueológico, el de ciencias naturales, y el de bellas artes”. Me cuesta creerle. “Esa fuente de hierro fundido es francesa, de 1904, estuvo antes en la Plaza Libertad”, completa el parlamento y se va con el pedido.
No puedo creerlo. ¡Esto no tiene contacto con la Ciudad! Está aislado. ¡Puede estar incluso en otra provincia o en otro país! Puede ser perfectamente el interior de un aeropuerto. Es un no lugar.
No puedo creerlo. ¡Esto no tiene contacto con la Ciudad! Está aislado. ¡Puede estar incluso en otra provincia o en otro país! Puede ser perfectamente el interior de un aeropuerto. Es un no lugar.
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De PERIODICO VAS Buenos Aires, 24/09/2013. Crónica 2 de 7.
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