Tal vez no causó mucha sorpresa -a los chilenos, ya curados de espanto, poco los asombra- que la Nueva Mayoría y la Presidenta celebraran el 5 de octubre, día del plebiscito, con un acto NI masivo NI público, como tradicionalmente se espera de las efemérides y liturgias de la izquierda y más todavía en tiempos dados a invocar los “movimientos sociales”, sino al contrario, en el Caupolicán, recinto cerrado, limitado en su cupo, custodiado por guardias, porteros y policías y de acceso posible sólo mediante invitación o ticket de entrada. Y sin embargo tampoco fue un evento privado que justificara dicha discreción porque su tema era de relativo interés nacional. ¿Qué fue y qué significó, entonces, ese “caupolicanazo”? ¿Qué reveló del estado anímico de la coalición gobernante y del de la Mandataria? ¿Hasta qué punto actos celebrados entre cuatro paredes manifestarían un progresivo repliegue desde la estridente calle y la política de masas al opaco espacio de los recintos controlados, a la clase de ámbitos donde imperan los sigilos cortesanos, las reverencias, los cuchicheos, las intrigas y el sinuoso arte de los lambe culos?
Vaya a saber uno. Quizás estos eventos en los que el poder se mira a sí mismo multiplicando el mismo rostro en una asfixiante galería de espejos le son preferibles a enfrentar el variopinto semblante de la gente; de ser así estos sucedidos no son mera anécdota, sino parte de cambios de fondo de la escenografía de la política nacional, transformación que la ciudadanía ya presiente y teme. Su análisis en detalle requeriría un gran volumen con cientos de notas al pie de página e innumerables referencias bibliográficas, pero hoy le dedicaremos sólo 8.000 caracteres.
Con tan económico espacio sólo podemos hacernos cargo de los indicios. Hay, en efecto, señales de que la política democrática clásica basada en esporádicas “cadenas nacionales” dirigidas a masas de ciudadanos independientes, quienes luego juzgan y eligen, así como el populismo clásico basado en un líder carismático vociferando desde un balcón y seguido por una discreta clientela, están siendo paulatinamente reemplazados por un sistema en el que ni existen masas ciudadanas independientes contactadas de vez en cuando ni clientelas reducidas alentadas todo el tiempo, sino a la inversa, amplias masas de clientes vitalicios bajo perpetuo control y muy pocos ciudadanos de verdad, a la antigua, activos, alertas y difíciles de comprar con un paquete de tallarines. En paralelo el viejo armazón estatal basado en instituciones autónomas está siendo reemplazado por un mecanismo de control central basado en la captura de TODOS los órganos administrativos por la invasión de una masa infinita de activistas y militantes. Ya copadas por dicha inmigración gigantesca de comandantes, combatientes, simpatizantes, feligreses y amigas y amigos del poder, las instituciones dejan de ser marcos de referencia de la ciudadanía para devenir en instrumentos del cambio tal como los iluminados lo entienden y determinan. “Avanzar sin transar” es el emblema de estas populosas elites, su “razón o la fuerza”. Es para eso que se necesita una institucionalidad controlada y una ciudadanía mantenida a distancia, aunque elogiada a cada momento.
Dicho sea de paso, en la Unión Soviética -y en la Deutsche Demokratische Republik- el ilusorio aspecto ciudadano del sistema era denominado “democracia popular”, mientras a esa feligresía invasora, manipuladora, apropiadora y beneficiaria del Estado se la llamaba el “apparatchik”, el aparato.
El aparato
Si se quiere entender intuitivamente, con una simple anécdota, qué significa un gobierno de “apparatchik” 100% puro, eche un vistazo a los libros y/o documentales de la época de la URSS producidos con ocasión de asambleas celebradas en el “Palacio de los Congresos” de Moscú. Se va a acordar del “caupolicanazo” porque se trataba de eventos igualmente momificados por el mismo bálsamo de arrogancia, prepotencia y obstinación, igualmente envueltos en un protocolo masónico-partidista y con un debate igualmente celebrado con esa semántica altisonante y oscura del gusto de los iniciados de toda secta exclusiva. El pueblo estaba ausente. La discusión era sólo entre facciones del “aparato” formado por altos dirigentes del PC, de la industria, de las Fuerzas Armadas y un discreto surtido de intelectuales confiables. La opacidad era absoluta y los riesgos tremendos. Durante el camerino Stalin podían caer y a menudo caían cabezas. Para enterarse de lo que sucedía era necesario desdeñar la versión oficial de Pravda, piadoso devocionario repleto de mentiras y eufemismos, sino recurrir a los servicios de criptoanalistas del M16 y de sovietólogos dedicados a desentrañar el significado no de textos sino de gestos, no de argumentos sino de vocablos, no de contenidos sino de omisiones y todo en medio de una infinita vaguedad. Lo único claro del libro oficial del encuentro era el comienzo, siempre del mismo formato, una lista interminable de saludos del siguiente tipo:
“Hace su entrada a la asamblea la delegación del PC de Yugoslavia” (aplausos).
“Hace su entrada la delegación del PC de Argentina” (aplausos).
“Hace su entrada la delegación de Marruecos” (aplausos).
“Hace su entrada la delegación del PC italiano” (muchos aplausos).
“Hace su entrada… etc.…” (aplausos).
Para el caso de Chile y el “caupolicanazo”, acto que quizás pueda describirse como una versión tercermundista y desvaída de esos legendarios encuentros, el libro oficial hubiera dicho:
“Hace su entrada al Caupolicán la Presidenta de la República” (estruendosos aplausos).
“Hace su entrada el jefe del Departamento de Aseo y Ornato de la Municipalidad de Tiltil” (aplausos).
“Hace su entrada con boletas falsas el honorable…” (un par de chiflidos).
“Hace su entrada el caballero que se fue a ver el mundial de rugby” (algunas quejas y silbidos).
Etc…
La gestión del viejo apparatchik ruso se ejercía totalmente al margen de la ciudadanía, lo cual comienza a suceder con el de la NM. Si acaso en la URSS la “Dictadura del Proletariado” consistía en la dictadura del apparatchik, en Chile el gobierno de “las grandes mayorías” consiste en los eslóganes y puños en alto de cuatro mil asistentes al Caupolicán. De ahí que las instituciones sean cada vez menos regulados espacios de negociación de diversas agendas y cada vez más instrumentos de la agenda revolucionaria en vigor. El apparatchik nuestro, rasca y todo, participa de la misma ambición mesiánica del género: no ser simple emanación de la voluntad soberana, sino órgano de poder monopólico de los autoproclamados intérpretes de dicha voluntad. Por eso, toda acción, toda coacción, toda malversación y si es necesario toda violencia se justifica.
Balbuceos
Lejos estamos aún de que todo eso se revele en gloria y majestad, pero hay signos que indican cierto avance en ese camino. No es casual la inédita invasión y apoderamiento de la burocracia estatal por parte de no menos de 80.000 nuevos funcionarios, todos de impecable currículo progresista; no lo son los novedosos alardes de gestualidades autorreferentes que se observan en cada acto oficial y el recurso a la “autocrítica”, apolillado ejercicio de seudomasoquismo estrenado con ocasión de los procesos de Moscú de los años 30; puede también que no sea indiferente el modo como la justicia ha sido literalmente tomada por abogados menores de 40 años que están en un 200% comprometidos con la Gran Cruzada de castigar a los protagonistas del pasado y condonar a los desviados del presente; tal vez tampoco sea irrelevante el creciente control del sistema universitario por grupos cada vez más delirantes en sus afanes de autogobierno, democracia estamental, gratuidad absoluta, vigilancia del currículo académico y destrucción de las “ciencias burguesas”. Súmese a eso el afán por estatizar la salud, la previsión, la educación básica y todo lo que se ponga por delante y ya tiene usted un cuadro que se acerca, que huele, que luce y comienza a parecerse más y más a ciertos precedentes históricos.
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De LA TERCERA, 11/10/2015
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