Arriba de una Honda CG
Titan negra, el lunes 25 de febrero de 2013, poco antes de las nueve de la
noche, Axel Lucero y un amigo dejaron atras el barrio El Carmen, en La Plata.
Habian salido en una sola moto, pero estaban dispuestos a volver en dos: la otra,
la que todavia no tenian, la iba a conseguir Lucero con el arma que llevaba en
el bolsillo de su campera.
Lucero era un pibe flaco,
de sonrisa amplia, mirada pícara y rasgos armónicos: un adolescente que
cursaba, lejos de la asistencia perfecta, el octavo grado en el turno nocturno
de la Escuela Nº 84. Por el tono cobrizo que barnizaba su tez, su familia y sus
amigos le decían "el Negrito".
Ese mismo 25 de febrero,
poco antes de las nueve de la noche, Jorge Caballero, un sargento de 25 años de
la Policía Buenos Aires 2 -una fuerza dedicada al patrullaje en el Gran Buenos
Aires y La Plata-, salía para el gimnasio en su Honda Twister. En el camino la
aceleró con ganas: había sido la primera gran inversión de su vida. Con sus
primeros ahorros como policía (18.500 pesos en efectivo), se había dado el
gusto de tener esta máquina negra, sólida, poderosa.
Manejó por la calle 6
hasta la 90, pasó el supermercado y el kiosco de revistas que se viene abajo;
dobló por la 7, pasó frente al club donde había practicado boxeo algunos años
atrás y siguió hasta que en la esquina de la calle 80 vio que el semáforo
estaba en rojo. Había estado pensando en ir al gimnasio a la mañana, pero de
algún modo se había hecho el mediodía y luego, la tarde, y todavía no había
salido de su casa. Era su día de franco y las horas pasaron rápido: al
anochecer se preparó un batido con un polvo para ganar peso con el ejercicio y
lo tomó mientras miraba videos de reggaetón y de pop de los 80 en YouTube. Se
puso una musculosa y se vendó el tobillo. Cuando el vaso estuvo vacío, miró la
hora. Eran poco más de las ocho de la noche. Era tarde. Fue a la cocina, dejó
el vaso, se lavó los dientes y agarró un bolso con algo de ropa.
Mientras piloteaba, bajo
su campera sentía el frío de la 9 milímetros, el arma reglamentaria que no era
extraño que llevara encima, aun cuando no estuviera en servicio.
El semáforo en rojo del
cruce de las calles 7 y 80 le dio tiempo para avanzar entre los autos con su
moto y ponerse justo antes de la senda peatonal. Cuando el Negrito y su amigo
Nazareno Alamo, un pibe cuatro años mayor, aparecieron con la CG, Caballero ya
estaba pensando en lo que iba a cenar después de entrenar a pleno un par de
horas en el gimnasio.
Ninguno de ellos estaba
listo para la balacera. Y el Negrito no estaba listo para morir. ¿Quién lo está
a los 16 años?
Hay que dar la discusion
sobre el uso del arma por parte de policías fuera de servicio", dice el
abogado Julián Axat en su oficina de los tribunales platenses, donde hay pilas
de expedientes sobre todas las superficies y un cuadro de Banksy en una pared.
Axat, de 37 años, hace de su tarea judicial una militancia política: defiende a
niños y adolescentes en conflicto con la ley, y ha tenido varios
enfrentamientos con distintos sectores corporativos de la policía y de la
justicia. En mayo del año pasado, presentó ante la Corte Suprema de la
provincia de Buenos Aires una lista de seis homicidios ocurridos en un lapso de
once meses que, atando cabos, descubrió que tenían un gran punto en común:
todos eran casos de presuntos "pibes chorros" que salían a robar -en
la mayoría de los casos, motos- y terminaban ajusticiados por policías -algunos
de ellos, dueños de esas motos- de civil, en homicidios como consecuencia de un
exceso de legítima defensa. El caso del Negrito estaba en su lista.
La portación y el uso del
arma reglamentaria en policías fuera de servicio, que se ampara en la Ley
13.982 de la provincia de Buenos Aires (reformada en 2009 por el actual
gobernador Daniel Scioli), muchas veces se convierte en un problema de
consecuencias mortales. En el último informe del Centro de Estudios Legales y
Sociales (CELS), se detalla que entre 2003 y 2013 murieron 1286 civiles en
hechos en los que participaron integrantes de las fuerzas de seguridad. El
35,4% de las víctimas (455 personas) recibió disparos de policías que estaban
fuera de servicio al momento de gatillar. A la vez, un 76% de los policías
fallecidos en ese período (332) también estaba fuera de servicio: el 47%, de
franco; el 22,9%, retirado. En ese período de diez años, policías de la Federal
mataron a 195 personas en la ciudad de Buenos Aires. Pero hubo otras 304
víctimas en la provincia: muchas de ellas fueron ultimadas por efectivos que
viven en el Conurbano y que tomaron parte en el conflicto al salir de su casa o
al regresar. En el caso de la Policía Bonaerense, la responsabilidad del
personal de franco o retirados en la muerte de civiles representa cerca del 30%
de los casos que ocurrieron durante la última década. (Hay uno emblemático: el
caso de Lautaro Bugatto, el jugador de Banfield asesinado el 6 de mayo de 2012,
cuando quedó atrapado en medio de un tiroteo entre David Ramón Benítez, un
policía de civil que disparó siete veces, y dos ladrones que intentaron robarle
una moto. Ahora Benítez espera el juicio, acusado por un exceso en la legítima
defensa.)
Actual coordinador del
Programa de Acceso Comunitario a la Justicia y, hasta hace pocas semanas,
titular de la Defensoría Oficial de Menores número 16 de La Plata, Axat además
es poeta y en 2013 publicó el libro Musulmán o biopoética (editado por su
propio sello, Los Detectives Salvajes), donde hay poesías sobre algunos de los
chicos de los casos de su lista.
"Ni siquiera está
resuelto el tema del policía en su barrio, en su vida de civil, fuera del
horario de trabajo: por eso la lleva siempre", dice Axat. "Este
panorama legal resulta una suerte de autorización para los policías, que optan
por naturalizar la portación de las armas y se mantienen en estado de alerta
permanente. Al no existir un hiato entre intervención en servicio y fuera de
servicio, el arma reglamentaria se convierte en un riesgo las 24 horas."
***
El corazón del barrio El
Carmen es su plaza, cuyo paisaje se asemeja mucho a la luna en un sueño
decadente. Está sobre un manto de césped carcomido como el lomo de un perro con
sarna; un techo de cielo gris envuelve a los árboles sin hojas y una pasarela
de cemento que se enrula como una serpiente. Ubicada sobre la calle 128, ésta
es "la plaza del fondo": una cuadra más allá se acaba todo. Sólo hay
dos o tres kilómetros de campo antes de que el río bañe la orilla terrosa de la
provincia de Buenos Aires.
El Negrito llegó a El
Carmen sólo cuatro meses antes de cruzarse en el semáforo con el sargento
Caballero. Y en esas 16 semanas su vida cambió totalmente. Hijo de un mecánico
y de un ama de casa, fue criado como el menor de tres hermanos en un hogar de
clase trabajadora. En su casa funciona el taller de su padre, Rubén, un hombre
de rasgos rústicos y palabras mínimas. El primer acelerador que el Negrito pisó
fue el de un karting de chasis Vara, que llevaba el número 29 y que Marcela, su
madre, cree que debe estar en un cuartito del fondo de esta casa.
Mientras Rubén se mueve
sigiloso por el taller, Marcela ceba mates, fuma sin parar y recuerda cuánto le
gustaban las motos a su hijo, que cuando no estaba en la escuela trabajaba con
su padre acá, ayudándolo y aprendiendo un poco: lo suficiente para saber de
motores y modelos. El Negrito se hacía y deshacía de sus motos preferidas con
escandalosa facilidad. Tuvo, enumera Marcela, una Honda CG, una Wave, una
Twister, una Tornado. También una Zanella RX y una Suzuki X100 dos tiempos a la
que sus amigos le decían "la paraguaya", por un ruido raro que hacía.
"Los chicos las compran y las venden entre ellos", dice su madre con
la voz cansada. Sabe que algunos de los amigos del Negrito solían conseguir las
motos a punta de pistola y se amarga cuando piensa que su propio hijo pudo
haber robado algunas. Pero prefiere negarlo. "Hay pibes que son mala
influencia", dice. "No son ningunos nenes de mamá: son chicos que van
de caño y que se drogan. Viven para eso."
El Negrito entró en El
Carmen en la primavera del año 2012 junto a Fernando, su primo, que vivía allí,
y en poco tiempo se hizo amigo de varios. Maduró rápido en ese pedazo de tierra
olvidado por el mundo: con sus nuevos amigos probó la órbita mental en la que
lo pusieron algunas drogas, el vértigo de ciertos planes ilegales, el sabor de
los besos robados y la grasa de las motos que aparecían y desaparecían, y que
él siempre quería montar y acelerar con entusiasmo fogoso.
Llegaba hasta allí
piloteando a través de la Avenida 122, una vía de doble mano poblada de
camiones y adornada con carteles toscos que recordaban a Huguillo, acaso el mejor
piloto de la periferia Este de La Plata, que se convirtió en leyenda cuando
murió con menos de 20 años el día en que -manejando la moto acostado- se dio de
lleno contra un coche. El Carmen estaba a la izquierda de la ruta. Era un
barrio pequeño y pobre, pero no era exactamente una villa. Tenía dos escuelas,
una sala sanitaria, un club social con mesas de billar y una comisaría con
patrulleros destartalados, pero la penetración de la asistencia social, y aun
la del entramado político informal, era casi nula. Ni siquiera el comercio
narco, en manos de dos o tres transas, era tan espectacular. Todo el territorio
parecía en estado de espera. Y, a medida que las calles se alejaban de la
Avenida 122, la escena se opacaba: había caballos que tiraban de carros cargados
de basura, había bandadas de nenes descalzos, había arroyuelos sucios, había
casas de madera frágil y otras que parecían cajas de cemento.
El Negrito, que era de
Villa Elvira -una zona de casas bajas y ordenadas-, no tenía amigos tan
temerarios, que portaran armas y que robaran, penetrando la zona delictiva en
las mismas motos que a él le volaban la cabeza. En El Carmen, en cambio, Pablo
Alegre, apodado "Ratón", un chico de 17 años con fama de demonio, que
solía pasearse con una pistola 9 milímetros o con un revólver calibre .38 en
cuya empuñadura había tallado su apodo, le había declarado la guerra a un
transa del barrio de El Palihue, un barrio de características similares al otro
lado de la Avenida 122, y cada tanto intercambiaba disparos con él y con su
gente. Nazareno Alamo, que firmaba como Naza Reloco en su cuenta de Facebook,
había conocido de calabozos y calibres. Maximiliano de León,
"Juguito", había empezado a fumar marihuana a los 13 años y unos
meses después ya mezclaba cocaína, calmantes y alcohol, y era incontrolable. Y
el propio primo de Axel, su anfitrión en esas calles, también tenía la cárcel
en su destino: unos meses después de introducir al Negrito en el barrio, él
mismo terminó preso, acusado de robar una carnicería. Muchos de esos pibes
habían hecho de la comisaría una rutina.
Como sea, Ratón, Naza
Reloco y Juguito se convirtieron en buenos amigos del Negrito. Con ellos el
tiempo pasaba diferente y, en El Carmen, sentía que todo estaba permitido.
***
Sentado en el cordón de
una calle silenciosa, a la vuelta de la casa de la familia Lucero, Johnny
Lezcano, un pibe de rulos y corte al ras que tiene un tatuaje del Gauchito Gil,
habla del Negrito: "Piloteaba la moto como si fuera un sueño: eran él y la
moto, y era como si no existiera nada más". El sol pega fuerte; cada tanto
pasa un auto. Johnny, que no ha cumplido 20 años todavía, claro que se acuerda
de todas las motos que tuvo su amigo y asegura que el Negrito no las había
robado. "La primera la laburó. Empezó a juntar plata y después la cambió
por otra y. ¡Pum!", dice. "Creció, la vendió, compró otra, vendió,
compró otra mejor y así. Todo legal. Lo que él andaba, siempre tenía
papeles."
Si antes el sueño del pibe
en los barrios de la periferia de Buenos Aires era jugar al fútbol en primera
división, ser boxeador o ídolo de cumbia, hoy ese sueño se reduce a tener una
moto. En barrios como estos, la moto es salida laboral y objeto de lujo y
distinción; motivo de ostentación y, también, herramienta para el delito.
"Tenía mujeres de
sobra el guacho. Tenía facha, tenía ropa, tenía zapatillas, tenía chamuyo. Pero
igual con la moto ya era suficiente", agrega Johnny. "A las mujeres
les regustan las motos. Pasás al lado de una y le pegás una acelerada. ¿Sabés
cómo se suben? Y si sabés hacer willy, no se bajan más."
Los jueves a la noche, o a
veces los sábados o los domingos, el Negrito iba al Bosque, un parque
gigantesco y tradicional de La Plata donde los fanáticos de las dos ruedas se
juntan en reuniones multitudinarias para desafiarse en carreras o jactarse de
sus trucos. "El Negrito iba a demostrar lo que sabía", dice Johnny
como si se tratara de una escena de Rápidos y furiosos. "Se hacía ver, la
colgaba levantando la rueda delantera o hacía cortes, moviendo la llave para que
la moto hiciera ruido: ¡Pá-pá-pá!"
En El Carmen, él y sus
amigos echaban mano a los motores: todo el tiempo alguien necesitaba tunear su
máquina, todo el tiempo aparecían nuevas motos. Y, en general, se sobreentendía
de dónde venían. (En la periferia platense, una Honda Wave robada puede
conseguirse por 500 pesos, menos del 10% de su valor legal.) El circuito
clandestino está alimentado por los que consiguen las motos, a los que llaman
"los cortatruchos", y las llevan a los desarmaderos de los
"transas" de motores y de partes. La complicidad policial también se
sobreentiende. En Argentina hay alrededor de cinco millones y medio de motos
patentadas: en los últimos tres años, la cifra creció a una tasa del 21% (una
moto cada ocho habitantes). En el barrio, el producto final de esa cadena -una
moto ilegal de registro adulterado- es casi siempre más respetado que una moto
con los papeles en regla.
***
El negrito completo su
conversión y cortó definitivamente amarras con su pasado cuando conoció a
Araceli Ibarra. Era una tarde de calor de noviembre de 2012, en la esquina de
la escuela a la que iba, sobre el cruce de la avenida 7 con la calle 76. Ahí
charlaron por primera vez cuando una amiga en común los presentó y, algún
tiempo después, cerca de esa misma esquina, pero por la noche, el Negrito le
pidió un beso. Ella estaba de nuevo con su amiga; él había llegado en moto y
había frenado cuando las había visto. Le quedaba bien la moto, comentaron entre
ellas. Eso les gustaba.
El Negrito buscó y
consiguió ese primer beso y antes de acelerar de nuevo alcanzó a agendar en su
teléfono el número de Araceli. Partió después, y todavía con cierta
electricidad en los labios, como un gentil jinete teenager.
Ya tenía una novia,
Evelyn, una chica de carita angelical que había sido su primer amor. (Tras su
muerte, ella le pintó un grafiti en una de las calles de Villa Elvira: el
nombre de los dos adentro de una lengua stone.) Pero al Negrito había empezado
a gustarle esta princesita de El Carmen, que además hacía box y tenía una
actitud diferente de la de todas las chicas que había conocido.
El próximo encuentro fue
en la plaza Matheu, un bosquecito hexagonal donde confluyen seis calles, que de
repente era de ellos: debajo de un árbol, con Ratón y una amiga de Araceli,
comieron unas hamburguesas y tomaron gaseosa, y charlaron hasta que las
palabras se agotaron. A las dos y media de la madrugada, Ratón se subió a su
moto y se fue con las dos chicas para El Carmen, y el Negrito partió para la
casa de sus padres. Cruzó las calles en su moto con una sonrisa que
resplandecía y cortaba el viento que le pegaba en la cara: había vuelto a besar
a Araceli. Mientras las calles pasaban, el Negrito supo que habría nuevas
citas, nuevas noches, nuevos besos y nuevas palabras, y que él le preguntaría
por fin a Araceli qué esperaba de todo eso.
"¿Querés estar de
novia conmigo o qué?" Así recuerda Araceli que el Negrito la encaró.
"El Negrito me gustaba", dice ella ahora, sentada en una escalera, al
costado del gimnasio del Club Chacarita Platense, en el Sur de la ciudad. El
lugar es una cancha porosa de básquet donde una docena de pibes y una chica
(ella) tiraban guantes, saltaban la soga y hacían abdominales hasta hace unos
minutos. Araceli, que todavía tiene puestos sus guantes rosas, está bañada en
transpiración adentro de un pantalón y una camiseta de fútbol: a los 18 años,
se perfila como una boxeadora dura que persigue el sueño de subirse a un ring
como profesional. Se saca los guantes y las vendas, y debajo de todo eso tiene
las uñas pintadas de rojo. "Más allá de que el Negrito hacía muchas
cagadas, conmigo era bueno", continúa. "Y yo le dije que sí, que
quería estar de novia, pero sólo si se iba a portar bien."
A poco de empezar la
relación, Araceli lo metió en su casa. Estuvieron conviviendo ahí un mes. El
Negrito había pensado que iba a ser mejor estar en El Carmen, porque la policía
lo buscaba en el domicilio de sus padres para que declarara: un amigo suyo le
había disparado a otro pibe que les había querido robar una Honda Wave.
En una casa de una
habitación, donde también vivían el hermano de Araceli y su novia, el Negrito
dormía a veces hasta las cuatro de la tarde y, cuando se despertaba, encontraba
a una Araceli que ya había salido a trotar a la mañana y que había estado
haciendo guantes en la bolsa del gimnasio. "El ya tenía el sueño cambiado
porque andaba despierto a la noche", dice ella sobre la nueva vida del
Negrito en El Carmen. El igual era educado, la ayudaba a limpiar y a cocinar, y
cuando caía el sol se quedaban mirando películas de terror o dibujitos.
"Era compañero conmigo", agrega, "pero cuando salía se daba
vuelta".
"Allá el Negrito era
el destacado, el más facha, el picante", recuerda Nicolás, otro de sus
amigos de Villa Elvira. "Pero esos pibes lo llevaban por mal camino y lo
vivían. Y él, para demostrar cómo era, les decía que sí a todo. Y así un día
cambió, empezó a ir más para allá, más para allá, más para allá y ya a no
volver. Y nunca nadie entendió por qué."
Así fue como, en apenas cuatro
meses, el nene bueno se volvió un nene malo. "Todo lo que no hacía acá, lo
hacía allá", dice su madre, "y pensaba que estaba bien". En la
cocina de la casa de los Lucero, la señora intenta ahora encontrarle una
explicación a la transformación que experimentó su hijo y que lo llevó a la
muerte. "Allá tenía una personalidad y acá, otra", dice. "Como
él decía que no le tenía miedo a nada, los pibes de allá lo usaban. Y para
demostrarles, él iba con ellos a robar."
En la mesa de la cocina,
Nahuel Giménez, un chico silencioso de 17 años que la madre del Negrito señala
no sólo como el mejor amigo de su hijo, sino también como el que más se le
parece en los rasgos físicos, agrega con un hilito de voz: "Me dijo que
robar no era fácil y que tampoco le gustaba". Marcela le apoya la mano en
el brazo y trata de consolarlo. "Pero cuando estás drogado no sabés lo que
hacés. Cuando venía de El Carmen no era él: venía todo jalado, venía bobo, con
los ojos dados vuelta."
El Negrito le decía a su
madre: "¡Mami! No me va a pasar nada", dice Marcela. "«Las cosas
que dicen de mí no son ciertas: yo no hago nada, yo me porto bien, vos quedate
tranquila», me decía."
La madre y el amigo se
quedan callados. "Yo no me daba cuenta si había fumado o jalado",
dice ella después. "Para mí siempre tenía la misma cara. Lo disimulaba muy
bien. Recién ahora me estoy enterando de esas cosas."
***
El semáforo de 7 y 80
seguía en rojo. "Yo estaba pensando en cualquier boludez", dice
Caballero. A su izquierda pasó en ese momento una moto sobre la que iban dos
tipos, que frenaron también en el semáforo: estaban vestidos con equipos
deportivos, los dos llevaban gorras y tenían las capuchas de sus camperas
puestas. El de adelante miraba a sus lados; el otro miraba hacia atrás,
inquieto. Caballero, que no los había visto llegar porque iba con casco, se
preguntó qué estaba pasando. "Cuando el de atrás metió su mano en la
campera, me di cuenta de que yo había perdido."
Entonces el Negrito sacó
la mano de su bolsillo empuñando un arma y el tiempo se detuvo. Saltó de la
moto y, en dos pasos, se le paró enfrente, cargando el arma en la cara del
policía y le gritó arrastrando las palabras: "¡Dale, bajate!".
Detrás de una gorra Nike,
la capucha de una campera deportiva adornada con el escudo de River Plate y una
bufanda enroscada alrededor, Caballero sólo vio dos ojos frenéticos.
"¡Dale! ¡Dale! ¡Bajate! ¡Bajate!", le repetía.
"Pensé que si me
movía, me tiraba", recuerda Caballero, que además es hijo de un policía
aún en actividad. Como no reaccionaba, el Negrito lo golpeó dos veces en el
casco y otra en el pecho con el arma, hasta que el policía, de civil, terminó
de entender lo que estaba ocurriendo y, poniendo la patita para que su moto no
se cayera, la dejó en punto muerto y se bajó. Pero el Negrito no estaba listo
para treparse a la Twister: antes necesitaba que Caballero se alejara un poco
más, para evitar un contraataque.
Alrededor, varios testigos
parecían congelados: estaban esperando el colectivo, saliendo del supermercado,
caminando de regreso a sus hogares y, de pronto, ya no hacían otra cosa que
permanecer quietos a la espera de las balas.
"Yo le di la espalda
porque no quería que me revisara", dice Caballero. "Si buscaba mi
billetera y mi celular, quizá me manoteaba el fierro y yo no sabía cómo podía
terminar eso. Como yo le digo «¡Listo, listo, listo! ¡Llevátela!», en un
momento el loco se sube y me da la espalda. Y ahí saco yo mi arma y la
martillo."
Cuando Caballero apuntó,
el amigo del Negrito lo vió. "¡Tirale!", le dijo. O quizás:
"¡Dale!". Caballero no puede recordar ese detalle con claridad.
Cuando se dio vuelta, ya estaba en la mira de Caballero, que le gritó:
"¡Policía! ¡Policía! ¡Bajate!". Pero igual el Negrito levantó su
arma. "El me apuntó y le tiré", dice Caballero. "Fue un segundo:
¡Plup! ¡plup! ¡plup! ¡plup! Cuando vuelvo a mirar, su fierro cae y él
también."
El Negrito quedó en el
suelo, con la Twister encima, estirándose para zafarse o quizá para recuperar
el arma (una Bersa con la numeración limada que alguna vez había sido de un
policía). Caballero corrió hacia el Negrito y llegó primero al arma, mientras
el amigo del Negrito aceleraba y se daba a la fuga. El Negrito estaba herido
con cuatro tiros y esos manotazos eran también un último intento de aferrarse
al asfalto bonaerense, a la vida que se desprende demasiado rápido. En un
instante estuvo muerto.
Caballero quería saber
quién había querido robarle la moto. "Quise saber quién era y le destapé
la cara", dice. El rostro lampiño del Negrito acababa de soltar el último
aliento. "Y cuando lo vi, pensé: «¡Uh! ¡Es un guacho!»"
De costado sobre el
asfalto, el motor de la Honda Twister todavía ronroneaba.
***
El homicidio de Axel
Lucero puede parecer uno más entre las historias trágicas que Buenos Aires
narra todos los días: un ladronzuelo muerto, un policía con las manos manchadas
de sangre y pólvora, un botín exiguo. Fin. Pero no. En sus múltiples capas de
interpretación, el cruce del Negrito con Caballero esconde más de un sentido.
Meses después del crimen
del Negrito, Axat presentó ante la Corte Suprema de la provincia de Buenos
Aires su caso, en una lista en la que estaba junto a otros cinco adolescentes
asesinados por policías platenses de civil en un lapso de once meses: Rodrigo
Simonetti, de 11 años (muerto el 6 de junio de 2012); Franco Quintana, de 16
(el 27 de diciembre de 2012); Omar Cigarán, de 17 (el 14 de febrero de 2013),
quien, según la versión oficial, intentó robarle la moto a un policía de civil;
Bladimir Garay, de 16 (el 19 de mayo de 2013) y Maximiliano de León, de 14 años
y con 22 entradas a comisarías (el 1 de agosto de 2012). De León, conocido en
El Carmen como Juguito, era amigo de Ratón y del Negrito.
"En cinco años de
trabajo como defensor, yo nunca había visto una seguidilla así", dice
Axat, que desde que presentó esta serie ha detectado otros seis casos nuevos.
No habla de un escuadrón de la muerte; en cambio, su hipótesis es que la serie
de asesinatos sin castigo genera un clima de repetición. "Es un
copycat", continúa, "son crímenes copiados de otros crímenes, que
surgen de una articulación de imaginarios y prácticas que funcionan al dedillo
en cuanto a la persecución y al hostigamiento de estos pibes que ya vienen
prontuariados de antemano, porque tienen caídas en la policía y seguimientos en
los barrios."
La provincia de Buenos
Aires no tiene un sistema de estadística pública que muestre los casos de
muerte a consecuencia de violencia institucional. Y aunque existe un banco de
datos que registra apremios y torturas, no es confiable porque los defensores
públicos no siempre cargan sus denuncias. La procuración bonaerense, en su
sistema web, registra la tasa de investigaciones penales iniciadas cada año,
pero no especifica quiénes son las víctimas y los victimarios, ni tampoco las
modalidades. "Es una cifra inútil", explica Axat, que sospecha que si
en La Plata hubo seis casos en once meses, en otros departamentos judiciales
más violentos (como La Matanza, San Martín o Morón) debe haber más. El asunto
lo desvela: "La cifra real existe", asegura. El Sistema Integrado del
Ministerio Público de la provincia, dice él, obliga a los funcionarios a volcar
toda la actuación realizada, que luego es recibida por la Dirección de
Estadística, que utiliza los datos para hacer control de gestión interna, pero
no para darlos a conocer.
Axat dice que una fuente
suya le filtró parte de la estadística y que, hasta ahora, ha logrado descubrir
algunas cosas: "Es grave. Sólo en La Plata, donde hay un nivel de
conflictividad medio, tengo una tasa de alrededor de 130 pibes muertos en los últimos
ocho años, pero no tengo la modalidad. No sé si se mataron entre ellos, si
ocurrió cuando le fueron a robar a un policía o en legítima defensa.
Deberíamos, como sociedad, poder saberlo".
***
En El Carmen, la muerte
del negrito no pasó desapercibida: el barrio lo lloró. Y aunque su madre se
encargó de que ninguno de sus nuevos amigos estuviera en el entierro, ellos lo
santificaron en Facebook, donde los flyers con su rostro comenzaron a circular,
diseñados por quienes lo habían conocido, junto con las fotografías que lo
mostraban caminando por esas calles o haciendo willy, "colgando"
alguna moto a toda velocidad. "Lo recuerdamos por la imagen que dejaron de
pibes bien chorros, companieros y unos amigos impresionante. los amamos mucho",
se lee en una de esas imágenes: allí el Negrito comparte cartel con Ratón, que
para entonces ya había sido ejecutado con varios tiros por la espalda por un
dealer de El Palihue.
Un día después del
homicidio de Axel Lucero, su amigo Nazareno Alamo, Naza Reloco, que había logrado
escapar, agregó un comentario en una foto del Negrito que él mismo había subido
a Facebook tiempo atrás. "Te quiero amigo se te re estraña negro, alto
compañero", escribió.
Cuatro días después, la
misma foto recibió dos comentarios que lo inquietaron: "Lo dejaste re
morir Naza al pibe, no podés hacer eso. Te van hacer maldades, gato", puso
uno. Y otro: "Re gil el pibe, ¿cómo lo va a dejar tirado? Le tiene que
kaer la maldad". Naza Reloco se defendió desaforadamente: "Cierren el
orto, giles. Diganmelon en la cara si son tan piolas", escribió. "Yo
hice lo posible pero estaba re jalado y yo no lo llevé a él, lo vi cuando
estaba tirado." Uno de los que había posteado antes volvió a aparecer:
"No sé amigo, todos los pibes dijeron q andaba con vos".
El 31 de diciembre de
2013, diez meses después del homicidio, Naza le dejó un rosario al Gauchito Gil
en memoria del Negrito, en un santuario que él mismo había ayudado a construir
en la plaza de El Carmen. "El estaba mal porque todos lo acusaban de que
había ido a robar con el Negrito ese día, porque siempre andaban juntos",
dice Maira Verón, la novia de Naza, que en su Facebook firma como La Morocha de
Ningún Gato. En su casa, un departamento en un monoblock enano llamado
Monasterio, no muy lejos de El Carmen, no hay casi nada: apenas una mesa,
algunas sillas, una heladera y muy pocas cosas más. Maira insiste con que su
novio trabajaba como albañil desde las siete de la mañana y con que ya no
robaba, y por lo tanto para ella no hay forma de que haya abandonado al
Negrito. (La investigación judicial sobre el homicidio de Axel Lucero es
ambigua en ese sentido: la presencia de Nazareno Alamo en el incidente no ha
sido probada ni tampoco descartada. Pero la sospecha de que fue él quien estuvo
allí existe.)
"Ese día, Naza vino a
mi casa a las ocho de la noche y después nos fuimos a dormir, y a la una de la
madrugada vinieron unos chicos a avisarnos que le habían dado un tiro al
Negrito", sigue Maira. Fue ella quien se subió a una motito Honda Wave y
comprobó la historia. Cuando volvió con la noticia, encontró a Alamo pidiéndole
por la vida de su amigo al Gauchito Gil, con una vela encendida. "No lo
pudo aguantar", dice. "Se puso a llorar."
Casi un año después del
homicidio del Negrito, el miércoles 22 de enero de 2014, Araceli, que está a
punto de dar las coordenadas para una nueva entrevista para este artículo,
avisa que no podrá llegar: otro amigo acaba de morir. Es Alamo, que quiso
ayudar a un vecino a recuperar una moto y terminó con un disparo en la frente.
En la medianoche del
viernes 24 de enero, una pequeña multitud llega desde El Carmen a una funeraria
de la calle 72, la última del diseño racional de La Plata, antes de que el
suburbio amorfo lo muerda todo. Son sus amigos de la plaza del fondo: pibes de
mirada dura, algunos todavía con cachetes aniñados, que lloran con dolor y
piden venganza a los gritos. Nazareno Alamo, Naza Reloco, está adentro con los
ojos cerrados en un cajón abierto adornado con una bandera de Gimnasia y
Esgrima de La Plata. Es una noche fría en el medio del verano, y en la
funeraria se comenta que el asesino fue un tipo al que le dicen
"Chino" y que es de la barra brava de Estudiantes. Pero hay quienes
comentan que algunos amigos del Negrito podrían haber vengado su abandono.
Ya es de mañana cuando el
velorio termina, y una caravana de motos sigue bajo el sol al coche fúnebre
cuando pasea al cajón frente a la casa de los Alamo, en El Carmen. Después
pasan por el santuario del Gauchito Gil en la plaza, donde truenan dos
disparos, y frente a la vivienda de uno de los amigos del supuesto asesino. La
recorrida termina en el cementerio municipal, acelerando las motos en punto
muerto.
***
A Caballero, que se quedó
de pie un instante al lado del cuerpo de Axel Lucero, se le amontonan los
recuerdos: la cara seca del chico, los autos que ya pasaban el semáforo en
rojo, las bocinas, las luces, los gritos de la gente, los que creían que el
propio Caballero era un ladrón que acababa de matar a alguien y al que le
gritaban "¡Hijo de puta!", "¡Asesino!", y los que habían
visto la secuencia y confrontaban con los primeros. Asustado, desconcertado,
Caballero guardó su propia arma y sostuvo la del Negrito, que revisó y encontró
cargada y lista. Después, alguien le alcanzó un diario para envolverla.
En diez minutos, el cruce
de las calles 7 y 80 se plagó de policías. Con la zona cercada dispusieron que
Caballero espere a un costado, pero le permitieron conservar el arma de Lucero,
que luego le entregó a la fiscal Virginia Bravo cuando ésta llegó. Caballero quiso
llamar a su padre, pero el teléfono se le escapó de las manos y el chip y la
batería se desparramaron en el suelo: sus nervios eran incontenibles.
Después de levantar
rastros, huellas y balas, la fiscal y su secretario le preguntaron a Caballero
qué había pasado. Con dos testigos, los peritos sacaron los cartuchos del arma
del policía: de las 17 balas, cuatro habían sido disparadas. El arma del
Negrito tenía tres en el cargador y una en la recámara. Sacaron fotos, hicieron
un croquis de la escena del crimen. Levantaron la moto y dieron vuelta el
cuerpo. Lo revisaron: no encontraron nada en los bolsillos. Le levantaron
entonces el buzo, le limpiaron la espalda y vieron los disparos en el hombro,
en el omóplato y en la costilla, siempre del lado de la espalda. Le bajaron los
pantalones y le quitaron la gorrita, y de ahí cayó un casquillo: era la cuarta
bala, que había ingresado y salido por el cráneo.
"¡Era un
reguachín!", dice Caballero ahora. "Si lo veías con la ropa inflada
parecía más grande, pero tenía el cuerpo de un nene. Ni pelos en la cara
tenía."
Dos horas después de los
disparos, levantaron el cadáver y lo enviaron a la morgue. Caballero fue
llevado a la comisaría octava, donde los amigos del Negrito también fueron
concentrándose. A las dos de la madrugada, era un prisionero que quemaba: el
comisario se lo sacó de encima y lo envió al destacamento policial del barrio
de Abasto, en el sudoeste de la periferia platense. En un calabozo hediondo (el
colchón estaba meado y todavía húmedo, y las cucarachas caminaban por todas
partes), Caballero quedó por fin solo. "Rebobinaba la cinta a morir",
dice. "Estaba shockeado. Seis horas atrás había estado en mi casa
preparándome para ir al gimnasio y ahora estaba en un hoyo y en una encrucijada."
Apenas clareó, un camión
de traslado lo pasó a buscar para llevarlo ante la fiscal Bravo. El que
conducía era un conocido suyo y no entendía qué pasaba. En el camino, compró el
diario y lo vieron juntos. La fiscal decidió que Caballero sería el último en
hablar: una testigo había contado que el policía había rematado en el suelo al
Negrito y Bravo quería escuchar más testimonios antes de conocer su versión. A
las diez de la mañana, un abogado visitó a Caballero en los tribunales, donde
seguía esperando su turno. "No te voy a mentir, estás mal", le dijo
el hombre. "Con la declaración de esa mujer, te comés de 8 a 25
años." Mientras la fiscal escuchaba nuevas versiones, Caballero fue
devuelto a la comisaría. Su madre lo visitó allí brevemente. Lloraron juntos.
"Yo me dormía y me despertaba cada media hora. Lo único que hacía era
dormir y llorar", recuerda. "No lo podía creer. Pensaba que era todo
un sueño. Y quebraba."
Al día siguiente, volvió a
los tribunales y declaró una hora ante la fiscal. Detalle por detalle. Luego lo
llevaron a los calabozos del subsuelo. Hubo algunos trámites y una primera
sentencia: como no había más lugar en la comisaría, Caballero debía ser
trasladado al penal de Olmos, una torre de Babel que, habitada por más de 3.000
presos, es la cárcel más grande y peligrosa de Argentina. "Se me puso la
piel de gallina", dice.
El siguiente traslado no
se hizo esperar. Caballero viajó en el camión sentado adelante, separado de los
presos que iban atrás, encadenados, y que preguntaban por él: "¿Qué onda
el loco ese que está ahí?". "Pensaban que yo era violín",
explica, con la jerga que usan los presos para marcar a los violadores.
"El viaje fue interminable: yo miraba el campo y las vaquitas, y me
agarraba calor, frío, ganas de llorar. Pensaba que ésa era la última vez que
iba a ver una vaquita."
Cuando llegaron lo recibió
la jefa de la unidad. Le dijo que conocía su historia y que consideraba que él
no era un corrupto ni un abusador, sino un policía que se había defendido. Lo
dejó durante ese día en un calabozo separado, con una cama y una letrina, un
lugar un poco menos desagradable que el de la comisaría. Caballero sabía que en
menos de 24 horas iba a ser uno más en el pabellón de los policías presos. Pero
entonces, ya sobre el final del día, llamó la fiscal Bravo: la autopsia
indicaba que las balas habían penetrado en un cuerpo sentado y en rotación, de
modo dinámico, lo que para ella corroboraba, junto a varios testimonios (que a
su vez contradecían al de la mujer que había dicho que el Negrito había sido
rematado en el suelo), la versión del policía.
"El testimonio es una
prueba endeble: dos personas frente al mismo hecho pueden contar dos cosas
diferentes", dice la fiscal para justificar su decisión de dejarlo en
libertad y no acusarlo por un exceso en la legítima defensa. "Por eso, la
prueba fundamental y objetiva en este caso es la autopsia."
El joven sargento
Caballero fue liberado el mismo día en que llegó a la cárcel de Olmos. Atravesó
la puerta del penal después de la medianoche. Afuera lo esperaba su padre.
Cuando volvían pasaron por la comisaría octava: había sido apedreada por los
amigos de Lucero.
"Yo llevaba el arma
porque me sentía seguro y uno tiene que estar seguro para usarla", dice
Caballero. "Si no, no la llevés. No podés dudar. Es igual que para el
malandra: él agarra el fierro y tiene la misma responsabilidad que uno. Matar o
morir. Agarrás un fierro y agarrás tu destino."
***
La madre del negrito llega
a su casa agotada. "Vengo de la fiscalía. Fui a ver si había avanzado la
causa y me dicen que no, que no hay nada que amerite a favor del nene", se
amarga. Ya pasaron varios meses del homicidio. "Todo está a favor del
policía ése, que declaró que se asustó porque mi hijo le estaba robando. Pero
le pegó cuatro tiros: creo que esto pasa más por otro lado." Aunque no hay
pruebas, Marcela dice que escuchó algo sobre una chica que compartían víctima y
victimario. Está convencida de que Caballero ejecutó adrede a su hijo. Que le
disparó en la cabeza de cerca. Que no le dio chance de vivir. "Yo tengo un
montón de versiones", dice. "Y cada día me entero de algo
nuevo."
En el lugar que dejó el
Negrito en su casa ahora hay vacío. Su cuarto permanece intacto y sobre su cama
hay una bandera que hicieron sus amigos del barrio y que le dieron una noche a
Tito, el cantante de La Liga, el grupo de cumbia preferido del Negrito, para
que la sacudiera mientras cantaba "Yo tengo un ángel".
En la sala de la casa, una
foto gigante cuelga de la pared: el Negrito sonríe, con lentes de sol y
gorrita. "Lavaba sus viseras con cepillo, a la noche.", dice su madre
mirando la foto.
***
Un año después del
homicidio del Negrito, Araceli está en el gimnasio del Centro Paraguayo de Los
Hornos. Siguiendo a su entrenador, la boxeadora se acostumbró a viajar a esa barriada
del sur de La Plata para darle a la bolsa, a los abdominales, a la soga, a los
guantes. "Si yo no estuviera entrenando, estaría en el barrio con las
juntas", dice. "Pero el boxeo y mi mamá me salvaron."
Araceli evoca al Negrito
Axel Lucero, a Nazareno Alamo, al Ratón Pablo Alegre; a Maximiliano de León,
Juguito. Y a su primo, Brian Perego: otro pibe que acaba de morir sobre una
moto. Iba en su Honda Biz C125 cuando lo embistió una camioneta Ford EcoSport.
Ahora sus parientes quieren saber si fue un accidente o un atentado: Brian
tenía sus enemigos, explica Araceli. "Ya hay muchos chicos muertos",
dice, apesadumbrada. "No se puede hacer nada. La junta te lleva, pero el
camino es de cada uno: vos tomás tus decisiones y no le podés echar la culpa a
nadie."
Entonces se pone los
guantes: hay que seguir entrenando.
_____
De ROLLING STONE
(Argentina), 12/08/2014. Premio Gabriel García Márquez de periodismo.
Fotografía: Axel Lucero cuelga de su moto en El
Carmen, semanas antes de encontrar la muerte.
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