Todo había acabado para él. Placeres, prestigio, poder. Un mundo colapsaba; nacía otro nuevo, insondable como el anterior, pero distinto al que moría y allí volvería a ser un flagelado, un bandido, un hijo del sertão que nunca había visto la nieve, que nunca la vería.
Era 1888 y el imperio había decretado la abolición de la esclavitud, esa lacra del espíritu humano que todos llevamos dentro. Estas últimas palabras fueron las suyas propias, y fueron pronunciadas como ariscas letanías, raspada la voz, mientras fumaba un puro apagado y bebía, entre espasmos y hormigas, una copa de champagne tras otra, brindando por el fracaso, como sólo celebran los locos o los hombres verdaderamente duros.
Luego, arrebatado por los dioses, la ira o la gracia, da igual, con la misma tensión inquietante, carga un bulto, carga su ropa, rupias, mapas o qué diablos cargaría, y baja a la playa.
Es el atardecer africano de un día de esplendores y es tan perfecto como un rubí. El sol baña la arena y la escena con un ámbar especial, un color que se le escapó a Delacroix.
Entre el espejismo ambarino y la serena furia del mar, vemos a uno de los niños tullidos, séquito inusual e inesperado del emisario del nuevo monarca, el sobrino alucinado de aquel “siniestro y demente rey de Dahomey”, al cual él había vencido comandando un ejército de mujeres guerreras, amazonas de ébano.
El enviado real apareció en su morada y le anunció sin pompa, sin fasto, sin remedio, que ya no era persona grata, que debía desocupar la fortaleza de piedra y su palacio, que el rey orate no era más su amigo y que debía irse. Me cago en el emperador de Brasil y en el Señor de Estos Piojosos, pensó él para sus adentros, aunque sabía que la suerte ya estaba echada y que sólo lo curaría la nieve.
El niño que corretea entre la rompiente y la arena camina con tres patas. Es un ser especial, inquietante. Es niño pero también puede que sea un ángel salvador o un demonio selvático del Congo. Nunca se sabe que puede pasar por la cabeza de Herzog.
El hombre que bebía champagne, cargando su bulto, lo deja atrás, caminando con afán y decisión por la playa caramelo al sur del Sahara. Encuentra un bote, enorme y agonizante. Un bote, tan silencioso, que semeja un cachalote muerto y olvidado en ese culo del mundo, donde cada cosa y todo es delirio y fiebre.
Entonces, sucede. Viene la inundación, como aullaría Peter Gabriel. Viene ese poco de magia que vuelve el momento torrente, que electriza y te sacude hasta el fondo.
El hombre es Klaus Kinski. Su rubia melena al viento que quema es la vela moribunda del bote, de esa ballena oxidándose en la costa. Viste ropas de capitán, a lo Corto Maltés. Es esa marca registrada de la elegancia salvaje del colonialismo en los trópicos. Empieza una labor imposible: querer mover la nave, botarla a las aguas, dejar atrás a los tiburones y navegar hasta la nieve. Uno duda: con Herzog, dijimos, nunca se sabe.
No puede. No puede mover el bote ni un milímetro, ni siquiera menos que un milímetro, ni medio grano de cuarzo. Pesa como una catedral y el es liviano como un cascabel o un cangrejo. Pero el hombre se empeña, se esfuerza, jala que te jala, tratando de desencajarlo. Si al menos tuviera esa palanca que también le negaron a Galileo, pero no tiene nada, ni nadie vendrá a ayudarlo: el antiguo mundo ya no existe, las amazonas africanas están ahora cuidando a sus niños en sus chozas de barro y cocinando ñame, el negro Taparica –el único brasileño en África, además de él mismo, de Cobra Verde, el personaje histórico que interpreta Klaus Kinski- ha vuelto a su condición de fantasma, la fortaleza de piedra es su reino sombrío y personal y Taparica no irá a ninguna parte, no saldrá jamás de allí. ¿Para qué?
Cobra Verde persiste, insiste con el bote porque él debe llegar hasta la nieve. Se lo prometió a su amigo, a su único amigo –un enano dulce y cariñoso que le temía a las tormentas- en un bar de mala muerte, entre copas vacías y luces de mecheros.
Fue hace tanto tiempo que ya no recuerda el rostro del enano, pero lo que no olvidó fue el misterio que le develó: la nieve estaba hacia el oeste, tras encontrar un río grande y navegar una semana y luego caminar diez días. Tan simple era escapar de la miseria del desiertazo. Tan simple era llegar a la nieve. Sólo hacía falta un bote.
Cuando en su afán desesperado por resucitar a esos maderos con los cuales cruzaría el océano, Kinski resbala y cae entre las olas que lo sacuden, que lo revuelcan, que no lo mecen, uno se siente igual que él, uno se siente él mismo, sólo y abandonado en el agitarse de un mar, de una vida, de un destino, donde las heridas no pueden lamerse. La imagen es una de las más desgarradoras y tiernas de la historia del cine.
12 de agosto 2012
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Imagen: Afiche de Cobra Verde
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