Todo empezó como empiezan estas cosas: un poco en broma, otro poco como un desafío, que se va haciendo serio aunque finalmente no lo sea. El martes a la noche, en el marco de un taller literario, un grupo de nueve personas hablaba sobre literatura argentina. Más precisamente de la obra, envolvente y pregnante, de Juan José Saer. La pregunta era por dónde, por qué libro empezar a leerlo. Alguien propuso Nadie, nada, nunca, otro dijo La ocasión y un tercero Cicatrices. En un momento, otra persona preguntó, tal vez con ánimo de polemizar: ¿es Saer uno de los escritores fundamentales de la literatura argentina? La respuesta fue contundente: nadie que vaya a tomarse en serio la lectura o la escritura de ficción en nuestro país debería desconocer la obra de Saer. Y un poco en broma, otro poco como un desafío, surgió entonces la idea de componer, rápidamente, de memoria, una lista con los diez escritores imprescindibles de la literatura argentina.
¿Cuáles eran los requisitos, más allá del gusto personal, que debían guiar la búsqueda? Algo que parece sencillo pero, por supuesto, no lo es: mencionar autores de ficción cuyos textos, por alguna razón, hubieran dejado una marca indeleble en la corta historia literaria argentina. Obras singulares o influyentes, visiones del mundo personales, estilos inimitables o inasimilables, novelas y cuentos que hayan proyectado una larga sombra o puedan haber dejado una marca profunda en la tradición literaria, esos libros con los que se pierde toda inocencia como lector o como narrador. Textos corrosivos o indelebles, después de los cuales el pasto nunca vuelve a crecer igual. Ya estaba el primer nombre: Juan José Saer. Faltaban nueve.
El segundo paso fue rápido, casi un trámite, el ABC de la literatura local: Arlt (las novelas y las obras de teatro), Borges (todos sus cuentos y los ensayos), Cortázar (unos mencionaron Libro de Manuel o 62. Modelo para armar;otros libros de cuentos como Bestiario y Las armas secretas. Nadie quiso volver a leer Rayuela) Ya había cuatro. ¿Hay manera de dejar afuera de la lista a Sarmiento y su Facundo? No, no la había. Cinco. ¿Horacio Quiroga es argentino o uruguayo? Se votó por la apropiación de Quiroga, por su anexión como autor rioplatense, y la lista ya tenía seis nombres. Con Manuel Puig hubo acuerdo unánime e inmediato: después de él la representación de la oralidad, los diálogos, el lenguaje literario pegó un salto cualitativo, se transformó incorporando una dinámica propia, en fin, nunca volvió a ser el mismo. Siete, entonces. Con Fogwill tampoco hubo demasiada discusión: pocos autores contemporáneos tan influyentes y con novelas tan indispensables como Los Pichiciegos, En otro orden de cosas o Vivir afuera (y con una obra breve prolífica, variada, cautivante y poderosa). Quedaban apenas dos lugares. Y con solo tres o cuatro textos, el noveno nombre elegido fue el de Osvaldo Lamborghini: hay un antes y un después de El Fiord, y también, aunque en menor medida, de relatos como El pibe Barulo, El niño proletario o La causa justa. ¿Cómo pretender horadar la lengua, hacerle trampas, exasperarla o quebrarla sin leer antes al hermano menor de los Lamborghini?
En ese momento se llegó a una encrucijada incómoda y molesta. Para empezar, era una lista eminentemente narrativa, y como si fuera poco, hasta misógina: ¿qué pasaba con las mujeres?¿Y con los poetas? Si se tardó unos quince minutos en proponer nueve nombres, la siguiente media hora se discutió quién podía ser el décimo de esta lista arbitraria, pero al mismo tiempo justificada y defendida con el peso de las propias lecturas. ¿José Hernández podía quedar afuera? ¿Y Esteban Echeverría? ¿Leopoldo Lugones o Macedonio Fernández? ¿Ernesto Sabato (descartado) o Manuel Mujica Láinez (también)? ¿Y Bioy Casares? ¿David Viñas, Abelardo Castillo, Carlos Correas o Leónidas Lamborghini? ¿Es Witold Gombrowicz un escritor argentino? ¿Y qué pasa con Copi, o con Héctor Libertella, o con Néstor Perlongher? ¿Y con Rodolfo Walsh (o incluso, alguien propuso, con Roberto Fontanarrosa)? ¿Alejandra Pizarnik o Silvina Ocampo? ¿Y qué hacer con Ricardo Piglia y con César Aira (hasta ahí llegamos en la línea de tiempo)? ¿Cuántos de estos nombres seguirán siendo válidos de acá a una década, cincuenta años, un siglo?
De más está decir que el listado quedó incompleto: apenas se pudo llegar a un acuerdo sobre nueve autores. No fue posible quitar uno solo de los nombres elegidos para ser reemplazado (tal vez Quiroga fuera el que peor se defendiera) por cualquiera de los que figuraban en la larga enumeración de excluidos. Más allá de acuerdos o desacuerdos (habrá muchos a los que esta lista les resulte sospechosa o extravagante: ¡claro, es apenas una lista!), puede ser interesante pensar qué dice de la manera en que un grupo de lectores y escritores valoran la literatura argentina actual. Qué dicen las presencias y las ausencias. Por ejemplo: ¿alguien advirtió que se estaba construyendo un listado únicamente compuesto por autores muertos? ¿Qué viene a traer la muerte y la clausura definitiva de una obra a la figura de un autor? Que cada quien haga su lista, y se enfrente a sus propios prejuicios.
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De LA NACIÓN, 30/05/2013
Imagen: Un zomby y Roberto Arlt/Antídoto Gráfico
Imagen: Un zomby y Roberto Arlt/Antídoto Gráfico
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