PABLO MATILLA
La primera
vez que oí hablar de Tarkovski tendría 18 años. Me dijeron: «Es aburrido y no
hay quien lo entienda». Así que enseguida lo quité de mi lista de próximos
avances cinéfilos. Lo encasillé, sin mucha más reflexión, como «director
pesado». Pasaron un par de años y, finalmente, con un poco de reticencia y esperando
algo incomprensible, me decidí a ver Stalker. Para alguien que no sabía
mucho de cine, y que tampoco había visto muchas películas, entrar en aquel
mundo de planos pausados y silencio resultó sorprendente. Desde luego, no era
la manera convencional de contar historias que había visto hasta ese momento. A
partir de entonces, ya nunca dejé de apreciar el arte de Andréi Tarkovski.
Poco
después, y por casualidad, me crucé con su libro Esculpir en el tiempo,
editado por Rialp, que agrupa reflexiones sobre el cine, el arte y la vida a
lo largo de 15 años de intenso trabajo y dedicación. Un camino recorrido a
través de múltiples dificultades: la incomprensión de parte del público hacia
su trabajo, las imposiciones de la Unión Soviética hacia su manera de ver el
arte, la enfermedad que terminó con su vida… A lo largo de todos los ensayos
podemos apreciar esa lucha en la que consistió la vida de Tarkovski, una
batalla abierta entre sus propias ideas sobre el cine y el arte, y la recepción
de las mismas. En las primeras páginas, leemos:
«Me
escribía un ingeniero de Leningrado: «He visto su película «El espejo», y la he
visto hasta el final, a pesar de que mi esfuerzo sincero por comprender al
menos algo de la película, de relacionar entre sí de alguna manera los
personajes, los hechos y los recuerdos, al cabo de media hora me había causado
dolor de cabeza… Nosotros, los pobres espectadores, tenemos que ver
películas buenas, malas, a menudo muy malas o mediocres, a veces también
algunas muy originales. Pero todas ellas se entienden. Uno se puede entusiasmar
o las puede rechazar. Pero, ¿ésta?»
El
espejo fue
filmada en el año 1975, cuando Tarkovski tenía 43 años. Es su cuarta película,
después de La Infancia de Iván (1962), Andrei Rublev (1966)
y Solaris (1972); y tal vez represente la expresión más
radical de sus ideas sobre el cine. Pongámonos por un momento en su
lugar.
Andrei es
un hombre maduro, un artista reconocido internacionalmente desde su primera
película, con la que ganó el León de Oro del Festival de Cine de Venecia. Pero
con el éxito viene también la carga de la atención, y el Régimen sigue de cerca
sus siguientes pasos. Dificultades para encontrar presupuesto para sus
proyectos, prohibición de su película Andrei Rublev hasta
1971… Aun así, sigue adelante, trabajando durante 13 años bajo estas
circunstancias. Contra viento y marea cree en sí mismo y en sus ideas, y
consigue rodar una película radical, personalísima, fiel a sí mismo.
Y entonces
Andrei recibe la carta de este ingeniero de Leningrado. Me puedo imaginar
el momento en el que abre la carta, una carta de un total desconocido, y
comienza a leer. Lee que esa persona ha hecho «un esfuerzo sincero» por
comprender la película. Y sin embargo, nada. Este hombre ha sido incapaz de
entender, de sentir nada. Lo que Andrei recibe ante su trabajo es una
incomprensión total.
Demoledor.
¿No os parece terrible? Trato de imaginarme lo que sintió en ese momento.
Estamos en el año 1975. Él no sabe que aún le quedan los años más
difíciles, que acabará abandonando su amada Rusia para rodar Nostalgia en
1983. Poco después, nos dice: «Tras leer cartas de esta clase me
preguntaba desesperadamente para quién trabajaba yo y por qué.»
Tal vez sea
esta la pregunta que constantemente se hace todo artista: para quién y por qué
trabaja. Vivir siendo artista es habitar esta cuestión, saber soportar la
ausencia de respuestas claras, con la incertidumbre y la duda constantes de no
saber nunca si existe una respuesta.
Pero no
todo eran malas noticias:
«Una
espectadora, de Gorki, me escribía: «Muchas gracias por «El espejo». Así,
exactamente así, fue mi niñez… Pero, ¿cómo se ha enterado usted? Un viento
idéntico hubo entonces, y una tormenta similar… «Galka, echa al gato» -me grita
la abuela… Oscuridad en la habitación… Y también se apagó la lámpara de
petróleo, y el alma estaba invadida por la espera de la madre… ¡Qué bien se
muestra en su película el despertar de la conciencia del niño! Dios mío,
¡qué verdadero es todo eso!… Realmente no conocemos el rostro de nuestra madre.
¡Y qué sencillo, qué natural! Sabe, cuando en aquella sala oscura miré aquel
pedazo de pantalla iluminado por su talento, por primera vez en la vida sentí
que no estaba sola.»»
Así como el
rechazo era extremo, y en él se producía una falta completa de comunicación, en
el caso del ingeniero de Leningrado; también el aplauso llegaba de forma
extrema. No imagino nada mejor para un artista que recibir una carta como
la de esta señora de Gorki. «Por primera vez en la vida sentí que no
estaba sola», le hace saber. ¡Qué subidón! Andrei se aferra a
estas pequeñas victorias para seguir adelante, para continuar creyendo en sí
mismo, en sus ideas, y en su arte.
«Durante
tanto tiempo habían querido convencerme de que nadie necesitaba mis películas
que las confesiones de este tipo enardecían mi espíritu, daban sentido a
mi quehacer y me aseguraban en la convicción de que aquel camino que yo seguía,
y que seguía no sólo por casualidad, era el verdadero.»
El camino
ha sido duro hasta ese momento, y lo seguirá siendo después, hasta que un
cáncer se lo lleve a los 54 años, justo después de terminar Sacrificio,
que terminó de montar desde la cama del hospital. A lo largo de su vida,
Tarkovski mostró una perseverancia hacia sí mismo y hacia sus ideas que son
dignas de admiración. Más aún cuando vemos que la duda, la duda real sobre si
lo que hacía valía la pena también le atacó de forma insidiosa y constante.
LA
POESÍA COMO FORMA DE VER EL MUNDO
Pero, ¿cuáles
eran esas ideas sobre el cine por las que Tarkovski tanto luchó? En el
primer ensayo de Esculpir en el tiempo, titulado Los
comienzos, y que fue publicado originalmente en el año 1964, el cineasta
ruso repasa algunas de sus ideas clave en torno a lo que tiene el cine de
particular con respecto a otras artes:
«En el
cine lo que me atrae son las interconexiones poéticas que se salgan de la
normalidad. La lógica de lo poético.
[…]
En mi
opinión, la lógica poética está más próxima a las leyes de evolución de los
pensamientos y a la vida en general que a la lógica de la dramaturgia clásica.
Pero, desde hace muchos años, el drama clásico se suele considerar el modelo
único para expresar conflictos dramáticos.
[…]
Pero
para el arte, las posibilidades más ricas resultan indudablemente de aquellas
relaciones asociativas en las que se funden las valoraciones racionales y
emocionales de la vida. Y es una pena que el cine aproveche muy rara vez estas
posibilidades, pues este camino promete mucho más. Contiene una fuerza interior
capaz de romper, de hacer «explotar» el material del que está hecha una
imagen.»
Encontramos
aquí una de las razones por las que sus películas están sujetas a tan extremas
reacciones. El espectador o bien entra en el juego de esas relaciones
asociativas y se deja llevar por ellas, y entonces se produce una especie
de comunión entre lo que se proyecta en la pantalla y el espectador. O bien se
queda totalmente fuera, en busca de conexiones más firmes, al estilo de la
dramaturgia clásica, y no solo se produce una incomunicación, sino a menudo el
enfado del espectador, como en el caso del ingeniero de Leningrado.
Un poco más
adelante, leemos: «La poesía es para mí un modo de ver el mundo, una
forma especial de relación con la realidad.»
Esta pequeña
frase, que puede pasar desapercibida entre el resto del contenido que compone
el artículo, me parece de la mayor importancia para entender el modo en que
Tarkovski afronta su trabajo. Se trata de una manera de ver el mundo. Una
visión poética que era la que Tarkovski quiso transmitir desde su primera
película, La infancia de Iván:
«Sinceramente,
yo quería que las experiencias de aquella primera película me ayudaran a
aclarar si yo tenía capacidad para ser director de cine. Por eso bajé la
guardia, e intenté no exponerme a presión alguna, penetrando yo mismo por
completo en aquella película. Entonces pensaba de la siguiente forma: «Si de
esta película sale algo, he obtenido el derecho de hacer películas.»
Precisamente por ello, «La infancia de Iván» tuvo para mí una importancia
especial. Consideraba esta película como un examen final que aseguraba mi
derecho a trabajar de modo creativo.»
Como ya he
dicho, Tarkovski se ganó sobradamente el derecho a trabajar de modo
creativo. La infancia de Iván fue un éxito. No obstante, y
aunque se pueden apreciar en ella las primeras semillas de esa lógica poética
que alcanzará en sus siguientes filmes, es, de entre todas sus películas, la
que se ajusta más a los cánones tradicionales de la dramaturgia.
Pero el
éxito no le apoltronó. Al contrario, le dio ánimos para continuar su camino,
para continuar en el desarrollo de sus inquietudes. En otros casos, tal vez
ganar el León de Oro hubiera sido motivo para continuar el mismo camino, no
radicalizarse, no progresar hacia una expresión poética del mundo en su
trabajo. Sin embargo Tarkovski siguió adelante, ignorando al Régimen, a sus
detractores, aferrándose a aquellos que veían la vida como él.
LEJOS DE
RUSIA
En el año
1983, Tarkovski abandonó Rusia. O tal vez Rusia le abandonó a él. En cualquier
caso, las presiones y dificultades que encontraba para continuar trabajando se
habían hecho insostenibles, así que viajó rumbo a Italia, donde rodó Nostalgia.
Tiene 51 años. Para un ruso, Italia debe ser un lugar agradable pero extraño.
Andrei echa mucho de menos su patria natal. Se siente aislado, alejado de lo
que él más quiere.
Nostalgia es una de mis películas
preferidas. Un poeta ruso perdido en Italia. Es una película llena de
sueños, de situaciones surrealistas. Una película callada, lenta, que puede que
no sea la más perfecta expresión de lo que Tarkovski quería (ese lugar queda
para Sacrificio, su última obra), pero que aun así está llena de
emoción y poesía.
Hay un
momento al final de la historia, (tranquilos, no hay spoilers, aunque en el
cine de Tarkovski el concepto de spoiler es absurdo), hay un momento al final
en el que el poeta tiene que llevar una vela, atravesando un pequeño
estanque seco. Tiene que ir de un extremo al otro sin que la vela se
apague. Es un momento que me emociona. Estoy seguro de que, ante esta escena,
ha habido cientos de ingenieros de Leningrado resoplando. Pero yo, en cambio,
me siento como esa señora de Gorki: por un momento no estoy solo.
Un hombre
que atraviesa un lugar tratando de que una vela no se apague. Falla. Y vuelve a
empezar. Me imagino que ese poeta es el mismo Tarkovski, un hombre vencido por
la nostalgia, tratando de comunicar algo muy frágil, algo en cierta manera incomunicable.
¿Conseguirá ese hombre, ese poeta perdido en medio de Italia, llegar hasta
el final con la vela encendida?
Para entrar
en el mundo de Tarkovski se necesita perseverancia, la misma que él utilizaba
siempre. Uno se siente, en sus películas, como los personajes de Stalker,
buscando algo indefinido en un lugar que tal vez no exista. Es una
experiencia muy similar a rebuscar dentro de uno mismo. Ese es uno de los
factores que me atraen más de su cine. Con el paso del tiempo, cuando
empiezo a ver alguna de sus películas, no pienso si me va a gustar o no, si me
voy a divertir o no. Pienso, más bien, en qué es lo que voy a ver de mí mismo a
través de sus ojos.
Tres años
después, en Suecia, justo antes de morir a los 54 años, Tarkovski
acabará Sacrificio, su película más premiada. Las últimas palabras
que pueden leerse en su diario (titulado Martirologio), el 15 de
diciembre de 1986 son: «Pero ahora no me quedan fuerzas –ese es el problema.»
El poeta ya
no puede continuar sosteniendo la vela. Si repasamos su vida, vemos que, de
hecho, es la fuerza lo que predomina. La fuerza para pensar como él quiso
pensar, y para llevar aquello que pensaba hacia adelante. Primero contra sí
mismo, después contra el Régimen, y en último término contra la nostalgia y la
enfermedad.
Lo he dicho
antes de pasada, pero merece la pena repetirlo con un poco más de atención al
hecho. Tarkovski, consumido ya por el cáncer, acabó de montar Sacrificio en
la cama del hospital. Escucho el pitido de las máquinas de hospital, los
tubos, el dolor. Todo eso. Y sin embargo, terminó. No se me ocurre expresión
más clara de la fuerza de este hombre.
¿Qué nos
queda de esa corta vida, además de sus películas y sus escritos? Para
mí, una lección de perseverancia, fe en su vocación, un deseo insaciable
de comunicar lo que el veía, ese modo particular de observar el mundo, la vida,
los hombres. Y me pregunto si acaso no podremos aplicar a la vida aquello que
él escribía sobre cómo afrontó el rodaje de aquella primera aventura, La
infancia de Iván: «Por eso bajé la guardia, e intenté no exponerme a
presión alguna, penetrando yo mismo por completo en aquella película.»
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De LECTURAS
SUMERGIDAS.COM, 2016
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