PEDRO SORELA
Nada como
leer que La Coruña es como «un Escorial a contrapelo», o las alusiones a las
iglesias gallegas «suntuosamente pobres», o a sus «ayuntamientos sin tejado»
(entre otras muchas cosas), y la descripción de España como el lugar de Europa
en el que «las autoridades maltratan más a los ciudadanos» (págs. 37 y ss),
para comprender que el autor es de otro tiempo.
Lo fue.
Blaise Cendrars, seudónimo de Fréderic Louis Sauser (18871961), hijo de una
escocesa y un hombre de negocios suizo de irregular fortuna, no sólo vivió una
existencia azarosa y viajera (veintisiete domicilios en Francia, donde se
nacionalizó), más concebible en la primera mitad del siglo XX que ahora, sino
que luego fue uno de los profetas, por así decir, de la autoficción tan
practicada hoy en día. Esto es, la conversión de la propia vida en escritura ni
memorialista ni de novela, sino algo a caballo entre las dos. Si a eso se añade
que en su escritura pretendió introducir la relatividad, uno de los grandes
descubrimientos del siglo, «como un sustrato de mis frases», el resultado no
puede ser menos que un texto abigarrado en el que no es posible aislar ni el
blanco ni el negro, ni estar seguro de nada.
Pero no
importa: el resultado es, en el mejor sentido de la palabra, encantador. En la
línea de su célebre Moravagine (1926), quizá el más conocido
de los libros de un autor con frecuencia vanguardista –su Or influyó
en Faulkner–, llega pronto el momento en que no sólo no importa nada si Trotamundear
(bourlinguer: «arte de vagabundear») es verdad o ficción, sino
que con los caudalosos recuerdos que dan pie al libro de Cendrars se puede
intuir hasta qué punto la memoria es ficción o, si se prefiere, hasta qué punto
la imaginación tiene siempre autoridad en cualquier escritura.
Libro
almacén, cajón de sastre, dietario libre… lo que se prefiera, Trotamundear puede
ser abordado desde muchos puntos de vista, formales y sobre todo temáticos,
pues narra desde juegos infantiles sobre la tumba de Virgilio a la descripción
de la librería más increíble de París (y del mundo). Lo que unifica todo el
libro es, quizá, la alegría. Lo dice él mismo: «Hoy he cumplido sesenta años y
esta gimnasia, estos malabarismos a los que me entregaba para seducir al
grumete, los ejecuto ahora ante mi máquina de escribir para mantenerme en
forma, con la mente alegre…» (pág. 195). Y el malabarismo mayor no es otro que
el que, a lo largo de la larga primera mitad del siglo XX , y en muchos sitios,
desde Italia a Brasil pasando por China, España y París, va construyendo el
retrato del protagonista.
Lo
interesante, claro, es que no se trata de un retrato al uso. Y no porque cuente
innumerables peripecias, que en ocasiones desafían la credulidad más tenaz,
como cuando el autor enumera las botellas que pueden caer en una velada con una
millonaria suramericana, sino precisamente porque no hay forma de configurar un
único retrato. Integrado por capítulos de extensión y naturaleza muy diversa,
hasta el punto de que alguno, como París, puerto de mar, podría
independizarse como libro, cuantas más páginas se suman, más difuso queda el
retrato de Cendrars, uno de los escritores menos etiquetables del último siglo.
El retrato de un hombre libre, si es que aún somos capaces de reconocerlo. Él
decía que era el primero de su nombre, pues, en fin de cuentas, se había
inventado el suyo. Que juega con ceniza (cendre), pero
también con brasa (braise). Francófono de miras amplias y
voracidad lectora, Cendrars tenía incrustado en los nervios una especie de
nomadismo anglosajón y vivía como un marinero anarquista ruso. Y así se
comportó cuando, muy joven, a comienzos de siglo, emprendió sin billete un
viaje de polizón, vendiendo navajas o haciendo cualquier tipo de oficio, en
trenes que le condujeron hasta Rusia y hasta China, o a Londres, donde
compartió una habitación de estudiantes con un desconocido llamado Charles
Chaplin. Y luego a la Legión Extranjera francesa para, en la Primera Guerra
Mundial, perder un brazo y adquirir una silueta única e inconfundible. En su
existencia, al parecer sólo dos palabras tenían importancia: viajar, escribir.
Aunque fue
uno de los inventores de la escritura simultánea –y en la suya
se puede percibir la honrada conjunción de teoría y práctica–, no es extraño
que, en un pasaje que devuelve el recuerdo del mejor París literario, el
maestro que reclama Cendrars sea Rémy de Gourmont, un naturalista de prosa
exquisita cuyos contemporáneos jamás habrían creído que sería olvidado, como
tantos.
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De REVISTA
DE LIBROS, 01/12/2004
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