DANIEL AVERANGA MONTIEL
En 1929 el
congreso recibió a Eduardo Leandro Nina Quispe para escucharle ciertas demandas
relacionadas al acceso de la educación desde lo rural; Nina Quispe expuso de
manera extraordinaria su visión de ciudadano preocupado por el poco interés que
estaba invirtiendo el estado para con las generaciones que no pertenecían al
espectro urbano: los niños indios de Bolivia, decía él, independientemente de
su etnia, necesitaban ser parte de la formación gratuita que ofrecía el estado.
Hay que contar esto de manera directa y sin edulcoradas metáforas: nadie le
hizo caso, salvo las pocas organizaciones indias o indigenistas (esto es,
agrupaciones consideradas clandestinas) que pululaban alrededor de la ciudad de
La Paz por entonces. El fantasma del bloqueo que realizaran Julián Apaza y
Bartolina Sisa el siglo anterior aportó mucho para que nadie atendiera las
demandas de este señor. Pero, ¿de dónde surgía la premura que obligó a Nina
Quispe a emprender esta iniciativa? Hasta 1925 se había establecido una
polémica entre Franz Tamayo, Felipe Segundo Guzmán, Guido Villagómez, Alcides
Arguedas y otros; Tamayo había declarado, hacia 1910, en su libro “Creación de
la pedagogía nacional”, que el estado no hacía nada por el indio, cuando en
caso de relaciones, el indio lo hacía todo, y a veces coaccionado en espirales
de violencia, por dar tributo a un estado que no lo tomaba en serio; un año
antes, en 1909, en su libro “Pueblo enfermo”, Alcides Arguedas había comparado
la nación boliviana como un cuerpo visto y analizado por Cesare Lombroso: la
frenología en su punto máximo, porque afirmaba que los indios andinos, como
vivían en un territorio hostil y mudo, eran iguales a este, o que los
campesinos y ciudadanos de los valles eran fértiles como su propio territorio,
terminando por afirmar que el oriente, los llanos, eran tan abiertos, amables y
cálidos como su gente; Felipe Segundo Guzmán y Guido Villagómez, basándose en
principios pseudocientíficos habían concluido que el niño indio era un
retrasado mental y que no debía, por consiguiente, merecer la educación que en
esos momentos era aplicada con recetas foráneas con el experimento de Georges
Rouma; la frenología, un conjunto de supuestos ridículos, había dejado de ser
tomada en serio para finales del siglo XIX, pero en Bolivia se la tomó en serio
hasta casi rozar la mitad del siglo XX; muchos de los estudiantes de Derecho
coincidirán que en las universidades les hacían leer el libro “Los criminales”
de Lombroso, demostrando que estamos tan atrasados en innovación pedagógica
como lo estaría el mismo Posnasky, quien publicaría un libro-estudio sobre
Apolonia Méndez, basándose, a su vez, en
esa pseudociencia lombrosiana, tan llena de mierda especulativa como
infame.
Nina Quispe,
según un estudio que hiciera Faustino Suárez Arnez sobre la pedagogía en
Bolivia, publicado en la década de los 70 del siglo pasado, había emprendido
ese viaje desde su comunidad hasta el centro paceño con el único objetivo de
desmentir estas conclusiones, mostrando ciertas pruebas básicas de pedagogía
aplicada a niños de varios ayllus y demostrando que ellos sí podían estar
preparados para la educación regular. La indiferencia, la Guerra del Chaco,
conflictos externos y otras razones, pretendieron sepultar en el olvido su
esfuerzo.
¿A qué me voy con
todo esto, siendo esta la presentación de dos libros míos?, yo estudié hasta
2007 la carrera de Ciencias de la Educación y recién en 2006 descubrí, gracias
a un profesor de aymara, esta historia; hay que hablar mucho más de Eduardo
Leandro Nina Quispe, pero solo les digo una cosa al respecto: debemos ratificar
la memoria y encumbrar a este investigador aymara como un héroe nacional; su
testimonio, su voluntad y su fuerza fueron parte de mi decisión para escribir,
y no porque yo me considere indio, indígena o nieto de líderes minimizados por
el poder hegemónico, sino porque me parece que la historia de los ganadores es
menos interesante y tiene mucho menos base ideológica que la historia de los
silenciados, y en materia de narrativa, también ha sucedido así, al menos estos
últimos años.
Comencé a
participar en concursos literarios desde 2006, enviando macanitas a concursar,
hasta que en 2008 decidí iniciar mi campaña de creación de trabajos ajenos a
los tradicionales: literatura que se viste con andrajos pero que trata de tener
la fuerza de los trabajos sí tomados en serio. Fue en 2008 que decidí escribir
para enfrentar esa capa protectora de seriedad que tienen casi todos los
trabajos, muchos de ellos buenos, otros solo solemnes. Conseguí, desde ese año,
vivir de escribir, quizá porque no sé hacer nada más, o mejor, quizá porque
escribir para mí es más gratificante que estar armando despelote en redes
sociales. Aunque a veces, quién sabe, me guste ver cómo reacciona la gente ante
un negrillo que se dice escritor.
Han pasado casi
cien años desde que Nina Quispe fue al congreso a reclamar atención educativa
del estado, y si vemos las redes sociales, su lucha sigue vigente en personas
que quieren destruir los conceptos frenológicos de que el color de la piel o la
forma de la cara determinen la calidad de las personas. Mucho hay que trabajar,
sigue existiendo el racismo y el clasismo vestidos de meritocracia, siguen
existiendo personas que creen que los escritores deben parecerse a actores de
la serie de Doctor House o, mínimo, que sean caucásicos y ricos; la hegemonía
racializada y los rollos sociales son secundarios, incluso a prueba de tiempos
y de coyunturas.
Los dos libros
que presento esta noche son resultado de muchos años, el primero, Clave de Sol, se gestó desde 2018, cuando
me di cuenta que las crónicas literarias que salían en suplementos chic,
mostraban a la ciudad de El Alto como territorio de aborígenes bondadosos que
podían mostrarse para provocar risa en los foráneos o de salvajes cogoteros e
ignorantes que despertaban miedo; escribí estas crónicas como una tomografía de
El Alto: no mostrando su esqueleto, sino sus fluidos vitales, su vida. El
segundo libro podría haberlo titulado “Cuentos perdedores”, pero le tuve que
agregar algo de mi comprensión sobre la actividad de Nina Quispe, porque, para
mí, son cuentos clandestinos, cuentos
que, en su mayoría, lograron cierto reconocimiento por alcanzar ser finalistas
o menciones de honor en algunos certámenes locales e internacionales.
Están aquí, a su
disposición; me disculpo por la presunción, pero están listos para que ustedes
los lean y los disfruten, si cabe el propósito.
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