MAURIZIO BAGATIN
“Tarde de
sol, paz de aldea”, todos recordamos el íncipit de La Chaskañawi. Es San Javier
de Chircas, pueblo chico e infierno grande, una de estas aldeas que nunca
morirán, que nunca se alejarán de nuestros imaginarios clandestinos, una
Comala, una Santa María, una Macondo. Y “¿Ajquetata sirvicuhuajchu? (¿aceptaría
usted un vaso de chicha?)”, de ahí a poco ya va presentándose la femme fatale
de Carlos Medinaceli, la Claudina más famosa de la literatura boliviana. En la
novela probablemente más espirituosa de nuestra literatura, es de chicha el
primer sorbo que engatusará a Adolfo Reyes.
“En la
chichería somos libres de pensamiento, frustraciones, sueños y de bolsillo,
cuando apenas entramos la case o dueña del local, ya invita la “galeta”, signo
de gran cariño y con una picardía innata de la valluna, dice: - ¿Te has perdido
pues, que te ha pasado? Mandarina te estás volviendo, pasá pues. Ay “dentro”
están tus amigos, el loro, mikichu, los Zurich, el lata vasu, el k’oñichi, el
yaku polvo y al otro lado están pues tus “ñawpa herramientas”, esperándote. Si
te conozco gatillero, nina nina, flecha veloz… ja, ja, ja, jay.” Que no son
versos y lo son, de aquel Juan Clavijo Román, que le ofrecen identidad a la
chicha de todo el valle de Cochabamba. Un salvoconducto para desarraigados,
poetas y chicheros ante litteram.
Nunca hubo
y nunca podrá haber un lenguaje, en este valle, sin el permiso del néctar
valluno. Los simposios criollos deben haber sido a base de chicha de maíz
chuspillo, de willkaparu o del maíz morado kulli. La chicha es el vino veritas
del valle cochabambino. Aunque se la haya disfrazado con bochornosos mitos y
alejado de las polis por rebeliones aburguesadas, la chicha resiste como el
libro en las bibliotecas, como la cruz en una iglesia. Más allá del símbolo,
embriagadora y empática, siempre pronta en apagar el fuego de la poderosa
llajwa, siempre cómplice del restauro de amistades oxidadas.
A muchos
políticos, economistas y empresarios no les quedó que reconocer su importancia,
el estadio Félix Capriles, la Avenida Blanco Galindo, la ampliación del
hospital Viedma y otras muchísimas obras públicas se deben a los impuestos
recargados a la producción de chicha; los filósofos de los cafés y de las
plazas coinciden que “es el veinte por ciento responsables de la sabiduría de
la Universidad”, Armando Montenegro escribió que, según los expertos, “es la
causa biológica de los fenómenos de la fecundidad”.
Jesús Lara
nació entre mucaras, wirkhis y p’uñus, su quechua es dulce como la chicha hecha
con airampo y hierve como los cantaros donde está siendo elaborada; el Ojo de
vidrio se destetó con la chicha nylon, quizás Vargas Llosa debe haberla
degustado en una de sus excursiones quillacolleñas, seguramente Ciro Bayo,
aventurero y autor de un exhaustivo Vocabulario criollo- español sud-americano
donde describe con mucha pasión la elaboración de la chicha.
“Don
Joaquín se detuvo frente al portón antiguo donde fuera la concurrida chichería
de Doña Margarita”, así empieza Los demonios de la chicha, un relato dionisiaco
que su autor sigue deseando llevar a la pantalla grande, pero Yawar Nina es
también mefistofélico, buscando un Faust propio ahí donde “Un tonel herido
goteaba aun y afuera, todavía la banderita blanca del pendón jugaba con el
viento”.
Sin agua no
hay chicha…
De bien
común a Wall Street el paso ha sido muy breve, solo algunos años. El agua, tres
partes de nuestro cuerpo, la sangre salada que llevamos en las venas, el océano
de dónde vienen nuestros sueños, la sed. Nuestra vida es líquida, es líquido
amniótico nuestro primero nadar, agua elemental de memorias y de olvidos,
lluvia. El sonido al caer de una fuente, deslizándose en ríos profundos y el
jazz sobre el zinc; presencia en Marte y chicha.
Sin chicha
no hay literatura
No todos
los caminos conducen a Tarata, como llevan a Roma, nos avisó Raúl Botelho
Gosalvez.
Los
fantasmas existen. En Tarata más que en otros lugares. Munay nace aquí, en el
tiempo biológico del fruto y de su nombre, tan perfectamente ligado a esta
tierra, un día la Atenas del Valle Alto. De algunas variedades del fruto más
amado nace el néctar afrodisiaco, alucinógeno y alimento, la chicha; ningún
otro oro, líquido o sólido, es así empático. Tan fuerte su mirada, tan liviano
su esplendor, en un sorbo todo el calor de la tierra, el pasaje obligado del
empirismo a la ciencia, la experiencia de sus gentes.
Se funden
violencia y miseria, se encuentran el indio con el mestizo, en esa tragedia
donde el saber mítico y la densidad histórica se conjugan: “Y la fama de las
chicherías se fundaba muchas veces en la hermosura de las mestizas que servían,
en su alegría y condescendencia”, desde Pachachaca, el puente sobre el mundo de
Los ríos profundos escribe José María Arguedas; tragedia que se hunde aún más
en Huasipungo de Jorge Icaza: “Y con hablar precipitado -tufillo a peras
descompuestas por viejo chuchaqui de aguardiente puro y chicha agria-, saludó”.
Sin
literatura no hay poesía…
Entramos en
una chichería, nunca sin el fantasma de un poeta y de un caballero, Roger
Munier, poeta y gran amigo de Heidegger y Don Eufronio de la Costa, para
servirles. Ambos destilando aforismas, así Munier: “El misterio que se esconde
no es realmente misterio. Misterio más grande es aquel que se muestra”, a lo
cual le responde don Eufronio: “No hay misterio mayor que el de la chichería.
Está abierta para todos. En ella, al escondernos, nos mostramos. Nadie es un
misterio. Eso es lo raro”. Narra Juan Cristóbal Mac Lean: “Mas o menos por ahí,
creo, quedé dormido como otra criatura de Dios. No me acuerdo más. Lo único
raro es que cuando me desperté, viajando bien arropado en una flota a Oruro,
oliendo un poco a chicha, yo tenía tufo a mentas y violetas, a hostias y a
desastres habituales”.
“Inclino la
jarra. Muchas veces me han preguntado el por qué bebo chicha. Asuntos
económicos de Estado, les respondo. Pero fuera del pragmatismo de beber en
exceso por muy poco dinero, le he hallado gusto. En el rictus de asco que a
veces su sabor invita hay tanto de vida”, es poesía y es ahogar la pena, es un
capítulo de Muerta ciudad viva de nuestro Claudio Ferrufino-Coqueugniot, que
hace conocer los antros que no son los andrones del banquete platónico sino las
chicherías de la calle Antezana en Cochabamba, de Colcapirhua, de Paucarpata.
Cruz y
delicia, un pan hecho con la borra de la chicha, poesía y virtudes.
Julio 2022
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