Monday, September 9, 2024

Un pensamiento y una fotografía de mi madre


JULIA ROIG

 

Ser capaz de dilatar un recuerdo hasta envolverse en él. Habitar el pensamiento de esa mujer sentada en la entrada de una casa que nunca he visitado. Saber de qué se llenaba el infinito en el que su mirada se perdía. Sí sé que sus manos siempre están calientes porque la mías siempre están frías. Sé que en una de las muchísimas mudanzas se extravió su libreta de autógrafos y que solo se salvó el de Shirley Bassey y un par más en hojas sueltas. Sé que la rúbrica del dolor viene en letra pequeña hecha con bisturí en la nuca del ayer y así aprendemos a deletrear el daño mentalmente. Pienso en ese exacto momento en el que una celebridad escribe su nombre en un papel para ti. Pienso en si queda el recuerdo de una mano zurda o un apretar determinado de la pluma. Imagino que ese nombre alberga una ilusión, una espera, una noche que empezó al despertar. Pienso en lo que significa escribir muchas veces el nombre de alguien. Una invocación. Un mantra. Un exorcismo. Un esculpir las palabras en el tronco de un árbol, la puerta de un baño, un muslo desnudo, un pupitre antiguo o la arena de una playa.

Le digo: habitaste un cuadro de Hopper sin saberlo.

Contesta: a veces ya no sé quién fui.

MDN

En la imagen Ella, Carole Descripción: ❤️

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De MIS DESASTRES NATURALES, blog de la autora


Oscuridades


JAVIER QUEVEDO ARCOS 
          

 

Hay oscuridades que exaltan y oscuridades repelentes. Basta, por ejemplo, con leer una página cualquiera de Heidegger o Derrida para saber que son unos cuentistas, gentes que envuelven en una nube gaseosa sus perogrulladas para camelar al incauto. Lo bueno con el lenguaje filosófico es que sólo requiere un poco de paciencia para desmontar los «fake». Si usted es lo bastante joven y ocioso para desperdiciar, como yo hice, un puñado de horas, meses o años en destripar «Ser y tiempo» o «De la gramatología», obtendrá una satisfacción muy parecida a la de un policía que desmonta una red de falsificadores. Pero si usted confía en algún buen policía del pensamiento, quizás sea mejor que pase de timadores y se dedique directamente a leer lo que merece la pena, por ejemplo, George Steiner, Giorgio Colli, Jorge Luis Borges, por sólo mencionar a los Jorges.

Con la literatura, donde importa tanto lo que sugiere como lo que denota, la cosa se complica. Es preciso leer de oído al principio, y quizás durante mucho tiempo, y quizás siempre, antes de decidir si un autor merece la pena. El argumento de autoridad (la recomendación de un crítico, escritor, profesor, amigo de respeto) puede valer sólo al principio, para localizar más rápido a alguien, pero si no pasa la prueba de fuego de una primera lectura, no servirá de nada. Yo, por ejemplo, descontando a Cortázar, Borges y alguno más, nunca pude con el boom latino, por mucho que me lo recomendaran. No me iba su ritmo, como no me va la salsa. En cambio, Joyce, Proust, Kafka, Rimbaud, Eliot, Pound… me conquistaron a primera escucha, deposité mi fe ciega en ellos en pleno bachillerato, mucho antes de saber lo que decían sus libros. Comprenderlos era secundario; uno se dejaba arrullar por su música, como un niño de cuna reacciona a las entonaciones de los padres, antes de entender el significado de lo que hablan.

¿Cómo renegar de la oscuridad, cómo no confiarse a ella? Todo es oscuridad al principio, cuando nuestra inteligencia adolescente sólo ilumina un mínimo tramo del camino por recorrer. Contamos con Verne, Hergé, Poe, Dickens, Stevenson y otros genios benéficos, pero, tarde o temprano, sabemos que tendremos que desprendernos de esos flotadores y empezar a nadar en mar abierto, donde no hacemos pie. Quien pide claridad a toda costa, pide en realidad «su claridad», exige que el mundo se reduzca a los estrechos límites que él domina, como esos antiguos que reducían la tierra a lo conocido por ellos, rellenando el resto del mapa con monstruos. Sin embargo, no por eso el resto del mundo inexplorado dejaba de existir, de bullir de vida fascinante. Nuestra claridad no cubre ni una mínima parte de lo que hay y, por mucho que nos empeñemos, la realidad seguirá proliferando fuera de ella.

Buena parte de la poesía contemporánea, desde Rimbaud, pertenece al reino de las sombras y, por mucha exégesis que se le aplique, jamás saldrá de ahí. Debemos aceptarlo o rechazarlo. Hace ya tiempo que el arte en general (también la música y la pintura) sufrió un cisma entre el creador y su público del que nunca se ha recuperado. El arte «pompier» regresa una y otra vez para contentar a las masas que no tragan a Picasso, Schönberg, Celan o Joyce. Tiene mal arreglo y, a estas alturas, me la suda. Yo disfruto «escuchando» poesía que no entiendo, como disfruto escuchando música cantada en un idioma que desconozco. Cuando a los quince, con mi francés autodidacta, leí «Elle est retrouvée. / Quoi? – L’Eternité. / C’est la mer allée / Avec le soleil», sentí el mismo pelotazo que al escuchar «A mera yinsou barrum kuinin Menfis», primera línea de un «Honky Tonk Women» que entonces no comprendía. Hoy sigo sin comprender buena parte de Wallace Stevens, Jaccottet o Bonnefoy y no me importa; me vale con su música.

Con la prosa, en cambio, incluso la que tiene más fama de ilegible, todo es cuestión de paciencia y sigue siendo válido el consejo que dio Faulkner a los que no le entendían después de leerlo dos o tres veces: que le leyeran cuatro veces. Casi siempre, es sólo nuestra pereza y desidia la que convierte en difíciles a algunos autores. Proust, por ejemplo, es transparente, no hay la menor vaguedad, indefinición o misterio en lo que escribe, todo es tan cristalino como en Descartes, por más que la longitud de sus frases sea como la transposición de esa inspiración interminable con la que soñamos todo asmático. En Céline, por el contrario, lo arrebatador es el jadeo entrecortado, como el del que se lanza a la carrera contra la trinchera enemiga. Dime cómo escribes y te diré cómo te gustaría respirar…

El propio Proust, que abominó toda su vida de lo brumoso, terminó aceptando una medida de oscuridad, no como misterio trinitario, inextricable, ante el que uno debe rendirse sin más, sino como desafío intelectual. En 1896, con veinticinco años, publicó «Contra la oscuridad», un artículo dirigido contra el simbolismo, la doxa de aquellos años. A Proust le molestaba no sólo la retórica (las «princesas», las «melancolías», los «pavos reales»), sino, sobre todo, la «doble oscuridad» de ese simbolismo terminal, tan alejado de la claridad de su amado Baudelaire: la oscuridad de ideas e imágenes, y la oscuridad gramatical. Proust carga contra la vaguedad, lo abstracto, lo alegórico de los simbolistas, más que contra lo incomprensible; admite el fondo oscuro de la vida, que no hay por qué replicar en la oscuridad del lenguaje literario, y pone el ejemplo de «Macbeth», como una obra que enfrenta el misterio sin competir con la metafísica, con la que la literatura nada tiene que ver. Además del «poder de estricta significación», el lenguaje poético goza de un «poder de evocación», una «suerte de música latente» de la que carece el lenguaje filosófico y «que el poeta puede hacer resonar en nosotros con una dulzura incomparable». Pero la verdadera bestia negra de Proust, más que lo oscuro, es lo vago y lo difuso, lo que carece de individualidad: «En las obras como en la vida, los hombres, por más generosos que sean, deben ser fuertemente individuales». «Que los poetas se inspiren más en la naturaleza», concluye, «donde, si el fondo de todo es uno y oscuro, la forma de todo es individual y clara».

Del «fondo oscuro y la forma clara» de su juventud, Proust pasará a admitir que también la forma puede ser desconcertante. En un prólogo de 1920 a un libro de Paul Morand, que luego retomará casi verbatim en «Le Côté de Guermantes» (el tomo tres del Tiempo perdido), escribe el francés: «… de tiempo en tiempo surge un nuevo escritor original […] Este nuevo escritor suele ser bastante fatigoso de leer y difícil de comprender, porque une las cosas mediante nuevas relaciones. Le seguimos hasta la primera mitad de la frase y ahí nos rendimos. Y sentimos que es sólo porque el nuevo escritor es más ágil que nosotros». En su versión de «La parte de Guermantes» será más explícito: «un nuevo escritor comenzó a publicar obras en que las relaciones entre las cosas resultaban tan diferentes de las que las enlazaban para mí, que no comprendía casi nada de lo que escribía […] Yo sentía, sin embargo, que no es que la frase estuviese mal construida, sino que yo no era lo bastante fuerte y ágil para seguirlo hasta el final […] Y no dejaba de sentir por ello hacia el nuevo escritor la misma admiración que un niño torpe, que siempre saca cero en gimnasia, hacia el compañero más deportista». Y concluye, desprendiéndose de su creencia de juventud: «Desde entonces admiré menos a Bergotte [el Anatole France, que fue su maestro], cuya limpidez me pareció insuficiencia». El Proust de madurez no se resigna, sin embargo, a la oscuridad, sino que la contempla como una especie de iniciación a una nueva claridad, como una especie de operación dolorosa a que nos somete un oculista para curarnos de nuestra falta de visión: «Cuando ha terminado, el especialista nos dice: “Ahora mire”. Y hete aquí que el mundo (que no ha sido creado una vez, sino con la misma frecuencia que surge un artista original) se nos aparece enteramente diferente del antiguo, pero perfectamente nítido […] Tal es el nuevo y efímero universo que acaba de ser creado. Durará hasta la próxima catástrofe geológica que desencadenará el nuevo pintor o escritor original».

El nuevo escritor original cumple la misma función en Proust que la mujer desconocida de paso: reaviva nuestro deseo estragado por un exceso de conocimiento, pero sólo hasta que el nuevo misterio haya sido desvelado. El Proust maduro, que siempre había amado la claridad, se aviene a una porción inevitable, aunque provisional, de oscuridad, de andar a ciegas hasta dar con el interruptor de la luz. Un universo de fogonazos hasta el apagón total. «En la noche dichosa / en secreto que nadie me veía / ni yo miraba cosa / sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía».

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Del muro de Facebook del autor, 27/08/2024

Mi madre y la invención de su soledad


JORGE MUZAM

 

Domingo en la tarde y la lluvia cordillerana no cesa. Me da por ordenar. La casa es grande y existen rincones que nadie ha visitado durante décadas. Mamá es una acumuladora de cosas. Por sentimentalismo o exceso de previsión no se deshace de nada. Tiene baúles llenos de ropa que nadie usa, cajoneras plagadas con cremas y remedios que vencieron hace veinte o treinta años, bolsas con calcetines, zapatos, cuerdas y un sinfín de objetos cuyo probable uso hoy se desconoce o no se necesita. Abro sus cajoneras de la cocina. El servicio de cucharas, tenedores, cuchillos, bombillas de mate, ralladores y un cuanto hay se acumula caóticamente. Suelen llegar visitas con obsequios y otras pasan sin siquiera ruborizarse con su botín a cuestas. Por esto, el nivel de objetos mantiene cierta compostura. Mamá ni se entera. Coexisten cucharitas de plaqué con ordinarieces de lata, cuchillas de acero con objetos cortopunzantes oxidados de origen y uso desconocido, bombillas para beber refrescos con palitos para ensartar carnes. Todo llega al mismo lugar. Extraigo el servicio y lo pongo en un lugar provisional, limpio cajones, les renuevo sus envolturas, ordeno por uso lo que aún sirve y tiro a la basura unos cinco kilos de material inservible. Estoy seguro que nadie hará esto mismo en la siguiente década. 

 

En otros cajones encuentro cosas que mamá usaba cuando yo era un niño de 7 u 8 años. Recuerdo haberla visto guardar esos objetos y siguen ahí mismo. Cuerditas de cáñamo, recetas de cocina, marcadores de galletas, hilos de distintos colores, agujas, palillos, dedales, perros de ropa, cierres de pantalón, pedazos de elásticos, polcas de vidrio, ajíes resecos, envoltorios de caramelos y cientos de botones de formas y tamaños diversos. Los cajones están a medio reventar, y lo que se empuja hacia al fondo es como si quedara sepultado para siempre.

Recuerdo que en aquellos años mamá no paraba de trabajar. El trabajo doméstico consumía sus días y noches. Pero ella lo hacía con entusiasmo. Pocas veces la vi quejarse. Se daba incluso tiempo para hornearnos galletas, caramelos de azúcar quemada, calzones rotos, picarones, sopaipillas, kuchenes y chilenitos. Preparaba cada día enormes ollas con porotos con mote, lentejas con papas, tortillas de rescoldo, panes amasados que cocía en horno de tarro, huevos fritos para la once y encebollados con longaniza para la cena.

El resto del tiempo lo dejaba para leernos cuentos, fabricarnos ropa en su maltratada Singer y lavar cerros de ropa sucia en su pequeña artesa de madera. Escobillaba y escobillaba hasta herirse las manos porque para ella era muy importante que nadie nos viera sucios y fuéramos siempre unos hidalguitos relucientes y bien peinados. Era una noble pobreza que ella sabía distribuir con ingenio y generosidad.

Hoy los cajones la recuerdan, pero ella ya no es la misma. Su cuerpo es más pesado. Tiene múltiples complicaciones de salud. Sus ovejas se cuidan solas de los perros salvajes y las numerosas gallinas son ofrenda diaria de diligentes peucos con servilleta. Quizá por todo esto parece haber perdido gran parte de su entusiasmo. Proceso que se fue acentuando desde los años en que nos fuimos de casa. Desde entonces se circunscribió a su pequeño living, su control remoto y a ver medio dormida las mismas noticias mañana, tarde y noche.

A veces escucha llegar alguna gallina cimarrona con parvada nueva a buscar comida, y entonces la mirada de mi madre recobra la luminosidad de antaño. Sale rápidamente al patio para ver los nuevos integrantes de la granja, cuántos son, de qué colores, les reparte maíz chancado, cuida que beban agua de los pocillos, y que los gatos o perros no los atropellen o coman. Les improvisa un corralito y los controla hasta que se acuestan. Luego retorna a su encierro, su control remoto y su intermitente dormitar, sabiendo que hay nuevas vidas a las que debe cuidar durante los siguientes días...


Fotografía: Mi madre y yo. San Fabián de Alico, junio de 1972.

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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor, septiembre 2024 

Lluvia de septiembre


DANIEL MOCHER

 

En septiembre la lluvia viene, entre otras cosas, para malbaratar los cultivos y ajustarnos las cuentas. Tolai, tontolaba, memo, nos susurra al compás del repiqueteo de sus gotas furiosas sobre la baranda de la terraza vacía, no has exprimido el verano como debieras, lo que has perdido lo has perdido para siempre, en todas partes, o como diría Kavafis, la vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra. De nada te servirá la medalla de san Benito de Nursia, su vade retro satana, no podría ayudarte el padre Amorth con sus exorcismos plagados de arcanos latines en estancias humildes de luz tenue y viciada, no contrates a brujos nigerianos o a los yatiris del lado fosco aunque hayan sobrevivido al impacto del rayo y aseguren que pueden devolverte tu ajayu, el espíritu, la psique, el alma o algo así, un ente parecido, digo yo. No pidas socorro, es en balde, que ante la lluvia de septiembre siempre irás solo y desamparado.

 

La cosa va por otros derroteros, llueve para que sepas que algo ha cambiado irremediablemente, que ha pasado de largo esa estación tan prestigiada, el verano y su desnudez de ensueño, símbolo solar por excelencia, en donde más y mejor se expresa la vida en sazón, el vigor de la juventud y su belleza. Para que mires por la ventana y te pongas como Antonio Machado, un poco melancólico, o te des a la bebida o llegues a sentirte como César Vallejo muriendo en París con aguacero pero en tu casa o en tu lugar de vacaciones favorito y recurrente. Puedes poner un disco de Thelonius Monk si quieres, puedes echar sal en las heridas. Déjate llevar por la corriente, entre hojas secas, pequeñas ramas rotas y flores mustias, restos de un tiempo esfumado, símbolo poderoso, hacia los sumideros.

 

Llueve y se pone verde de algas el agua de la piscina, regresan las goteras impertinentes que habíamos olvidado, queda desmantelado el parque de atracciones, clausurada la zona de recreo. La lluvia es pausa, recogimiento, intimidad, pero también fractura, distanciamiento y esa constatación amarga de que la fiesta del verano terminó, cerraron los chiringuitos de la playa y las barracas de feria, el circo dejó la ciudad, queda solo humo entre tus manos, arena que se escurre entre los dedos, se marcha la orquesta, huele a chamusquina y a polilla en los armarios, a viejo y calavera apestan las maletas de viaje que ya no, nunca, jamás de los jamases, un sutil hedor a cadaverina impregna el azogue desgastado de los espejos. La memoria es lluvia removiendo un aire viciado de naftalina y formol, y llueve sobre la copa dorada de ambrosía en la que apenas diste un par de sorbos, al comienzo de la canción, cuando los primeros acordes, para que en las horas malas, cuando no guarden silencio las bestias hambrientas del pasado, te mate de sed la evocación del sabor de aquellos tragos, te rompan con saña y desprecio aquellas cuatro gotas mal trasegadas por impericia, y te vuelva loco su recuerdo frente a la chimenea, en el último refugio del invierno, ese licor fuerte de los instantes lejanos, el veneno de lo crucial en la distancia, al ver que el magro álbum de fotos no contiene alguna imagen que pueda salvarte de la lluvia, de todo aquello que tuviste y no has vivido.

 

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 03/09/2024 

Wednesday, August 28, 2024

Valencia suite: 2024


DANIEL MOCHER

 

París suite: 1940, de José Carlos Llop, deliciosa intriga sobre los turbios años de dandi sablista y estafador sin escrúpulos que César Gonzalez-Ruano vivió en el París de la ocupación nazi. Venta de salvoconductos y pasaportes a judíos necesitados, timos con obras de arte falsificadas, cualquier inmoralidad resultaba pequeña con tal de proseguir con un tren de vida que cruzaba las noches parisinas cargado de joyas, lujo, champán y mujeres. Tras la guerra fue condenado en Francia, in absentia, a veinte años de trabajos forzados por “inteligencia con el enemigo”, pena que nunca cumplió por haber logrado regresar a España en 1943.

Pienso en mi familia ucraniana y en las diferentes formas que hay de comportarse ante una guerra. Sergei, Irina y Tania lo perdieron todo, salieron de Járkov con lo puesto y poco más. Sus coches, los pisos recién reformados, la dacha, los negocios, familia, amigos, toda quedó en suspenso, esperando la bomba que hiciera blanco y ruina de todo aquello que una vez fue su vida. Lo fácil es estropearse, volverse medio loco, dejar a un lado ética, vergüenza y miramiento,  arrasar con todo cuanto se ponga a nuestro paso. Pero ellos son buena gente, están del lado correcto, del de las víctimas que vuelven a salir adelante sin hacer ruido ni aspavientos, como si nada, por no molestar, lo que llevan haciendo desde tiempos inmemoriales sus antepasados, han vuelto a empezar aquí desde la honradez y la alegría, siempre con una sonrisa en la boca, trabajando duro por hacer realidad sus sueños, sin desfallecer. Son víctimas pero no se rinden. Aman la vida con locura. Dice Sergei que solo hay una vida, y luego Dios dirá.

 

Jamás harían como la ajedrecista que en Dagestan envenenó recientemente a su rival untando con mercurio sus piezas y su parte del tablero. Jamás. Pongo la mano en el fuego por ellos. No son de esa calaña. Tampoco tendrían la actitud que mantuvo César González-Ruano en el París tomado por los nazis, ni la de Maurice Sachs, escritor judío delator de judíos. Mis ucranianos son otro tipo de personas, de otra pasta, de las que vale la pena conocer y hay que cuidar en la medida de lo posible. Cuando he necesitado algo, siempre han estado ahí. Solo puedo reprocharles el poco español que han aprendido en todo este tiempo junto a nosotros. Pero ese es un mal menor y tiene remedio.

 

Esta tarde vendrá Sergei a tomar algo y volverá a hablarme de los murales que pintaba su padre cuando la URSS, me contará que los mongoles, ante la falta de sal, ponían pedazos de grasa de cerdo entre la silla de montar y el caballo para que fuese curándose con la sal del sudor de sus corceles durante el trote estepario, de los frutos que cogían en el campo de su infancia en Jarkóv para hacer licores o mermeladas, me dirá que de joven aprendió boxeo con un profesor judío y posiblemente nombraremos a Isaak Bábel, Odessa, el mar de Azov, su amada Crimea, de paisaje tan parecido al de Valencia, dirá, hablaremos del samagon que destilaba Tania, de cuando esquiaban por los Cárpatos rumanos, del viaje a Israel para acompañar a su ahijado por un implante coclear, de cuando trabajó en Arabia Saudí compartiendo piso con trabajadores filipinos y el día de cobro comían montañas de cangrejo maridado con whisky en cantidades industriales.

 

Volverá a hablarme de todas esas cosas, de todo aquello que había ignorado de mi pasado hasta hace bien poco, de una parte fundamental de mí, de la parte eslava de mi vida que yo desconocía. Le hablaré de su lado mediterráneo, de mi infancia, de ese lado latino de su infancia, entre arrozales, olivos y naranjos, muy cerca de la costa valenciana, que él, hasta hace un par de años, no podría imaginar, no sabía. Brindáremos al final de la tarde, mientras se anuncia sutil el otoño con signos tan claros que son difíciles de ver si falta la atención, cuando la brisa refresca y anuncia postrimerías, y la sombra obliga a entrar en casa a por algo de ropa para seguir la conversación, brindaremos, decía, por todas las cosas que en estos días morirán solo para regresar como nuevas, como nunca, tal vez la paz, alguna tórtola malherida, el júbilo, el deseo, unas migajas de amor son suficientes, con eso bastará, para el próximo verano.

En agosto 28, 2024 

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor 

Sunday, August 18, 2024

Dichosa maldición


DANIEL MOCHER

 

Ensimismarse es cualquier cosa menos estar a solas con uno mismo. Pareces un dálmata de escayola en su imperturbable majestad pero por dentro llevas un caballo de Troya repleto de bulla, guerra y jaleo. Tajan tus ojos idos como cuchillo de almogávar. ¿Qué se hizo en tu sangre enfebrecida de la calma y la quietud? Faltan décadas de práctica meditativa intensa y puede que cientos de varazos en la espalda mediante la caña reglamentaria de bambú (keisaku) de algún maestro zen perteneciente a la escuela Rinzai. Pequeño saltamontes, resiste un poco más, no desesperes ni tires la toalla. Lo bueno tarda en llegar o nunca llega.

A poco que uno se quede aprisionado en sus adentros, desfilan gárgolas góticas y antiguos fantasmas nipones, crepitan goznes y cadenas en la bodega, suenan hipidos apagados, carcajadas dementes, peroratas, filípicas excesivas, brulotes obstinados, al otro lado de la pared desconchada y cetrina, intramuros, bajo la dermis, entre asaduras, miedo, incertidumbre y mondongos varios, ahí las bestias, los endriagos, todos tus monstruos, esperpentos. Todo lo que nos hiere largo tiempo y regresa y no nos deja en paz y regresa de nuevo a la carga es un espectro, un viejo conocido de límites imprecisos como de bruma o picadura que viene a visitarnos sin permiso, vendedor de humo y crecepelos, falsas soluciones milagrosas en la hora más inadecuada. Bumerán de incordios, lo que duele y pesa es ese vacío existencial que es un hartazgo del alma, tanto desperdicio apilado, la luz de los días inadvertida, su joyel en extravío, nos rompe ese esperar en el bar de la derrota por si regresa la felicidad de un tiempo ya perdido, alguna revelación inicial velada nuevamente, tal vez, tres o cuatro epifanías.

 

Es de sabios rebajar las expectativas, reconocer nuestras limitaciones, dejemos lo absoluto a los filósofos, también las aporías, podemos desear solo la calma o algún instante pequeño, grato, humilde, animal de compañía erizándonos la piel como lo hace la caricia de un viento amable bajo las parras o la higuera de una casa encalada en el centro de un verano de campiña inglesa o mediterránea, plantaciones de té o lavanda, también aquella hierbaluisa que llenaba un patio interior de una casa con linaje en Jaraíz de la Vera que nos iba emborrachando mientras le dábamos poda y conversación.

 

Guido Finzi dice que las cosas sencillas son menos agresivas para el espíritu, como él, quiero espetos de sardinas asadas en la playa de la Carihuela, un vinho verde de Ponte de Lima, pasear por las viejas juderías sefardíes, por ciudadelas medievales amuralladas, con calles empedradas y soportales, balcones en voladizo, campanarios, iglesias, catedrales, belenas, callejones, nieve en los inviernos y tardes infinitas de libros, crepitar de chimeneas, conversaciones fraternas, amor y tragos lentos. Que suene un piano en la distancia por Satie o Chopin, cualquiera vale para regodearse en el dolor, extraer la miel dulcísima del opio amargo de la muerte y sus esbirros. Algún iconostasio ortodoxo traído desde Járkov, reproducciones de las telas más emblemáticas de Chagall, su Crucifixión blanca, por ejemplo, Henri Matisse, La alegría de vivir, Gaugin, George Braque, alguna veneciana de Signac, saber que no muy lejos queda la costa, aunque nunca acudamos a pasear por la arena de sus playas. La bondad, abrirse de par en par a su paso, a pesar de que escasas veces aguijonee nuestro oscuro cuerpo perdido tendente al pillaje y la rapiña.

 

Una vida prosaica es una vida tullida, algo crucial le falta. La levadura, el fundamento. Poesía, poesía, como la sal que arregla los guisos y los besos que apañan lo averiado, vendaje, friegas que olían a alcohol de romero, manantiales, poesía, la casa mítica de la infancia por la que, como escribiera José María Álvarez, errarás por sus salas vacías buscando algo, que solo tuviste en el principio y verás al final, dichosa maldición, poco más tenemos, poesía, para soportar tanta intemperie, este puro éxodo de leprosos arrastrándose por angostos caminos entre rosaledas de pétalos perfectos y espinas afiladas, hacia un desierto o una noche interminable, fue la vida y se fue la vida, poesía, los oasis, las estrellas, poesía, para oler el salitre cuando el mar todavía queda insoportablemente lejos y nos fallan las fuerzas.

en agosto 18, 2024

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor 

Thursday, August 15, 2024

Paula Modersohn-Becker: carta a Rainer Maria Rilke



Worpswede, 25 de octubre de 1900

 

Lo esperamos en la hora del crepúsculo, mi pequeña habitación y yo, en la mesa roja hay flores de otoño y el reloj deja de marcar el tiempo. Pero usted no viene. Estamos tristes. Y luego volvemos a sentir gratitud y alegría de que usted siquiera exista. Esa conciencia es hermosa. Clara Westhoff y yo hablamos recientemente de que usted es una idea hecha realidad para nosotras, un deseo cumplido. Vive de manera intensa en nuestra pequeña comunidad. Cada uno de nosotros le está agradecido y desearía brindarle alegría una vez más. Es tan hermoso hacer feliz a alguien, porque se hace sin darse cuenta y sin querer. En nuestros hermosos domingos, usted está entre nosotros, y nosotros con usted. Y así seguirá siendo. Porque usted hace un acontecimiento de cada uno de nosotros, y lo que nos entregó en abundancia, en silencio y con ternura sigue viviendo en nosotros. Y ahora le agradezco por las nuevas alegrías. Su poema del domingo me hizo sentir tranquila y devota; Clara Westhoff lo leyó y se quedó pensativa durante mucho tiempo. La mañana del domingo me trajo los libros y su particular fisonomía. Están frente a mí. Los acaricio en mis pensamientos. Y su cuaderno de bocetos es una parte querida de usted que hojeo, agradecida, en noches tranquilas. La “Anunciación” y “A mi ángel” son ramas que se enredan con encanto alrededor de mi alma. Y usted es el árbol. Cuido el cuaderno y se lo enviaré de vuelta por correo certificado el 1 de noviembre. ¿Sabe? Tengo una sensación similar a la que tuve hace unas semanas, cuando casi a diario me decía cosas hermosas y lo único que yo hacía era devolverle su lápiz rojo. Porque usted me lo daba…

 

En Berlín viven una prima y una tía mía: Maidly y la señora Herma Parizot, dos mujeres delicadas y sensibles a las que, justamente, la vida no ha tratado con suficiente delicadeza. Si alguna vez se encuentra en uno de sus estados de generosidad, quizás podría visitarlas. Creo que usted también sería feliz al hacerlo, porque es algo muy delicado y noble. Y si siente que puede preguntar, pídale a Maidly que le toque música de Beethoven. Ella tiene su propia forma de interpretarlo. Y es hermosa. La hermana mayor de Maidly y otros seis niños, entre los que yo me encontraba, una vez, cayeron en una gran cantera de arena, cerca de Dresde. Nosotros pudimos escapar. Esa niña fue el primer acontecimiento en mi vida. Se llamaba Cora y había crecido en Java. Nos conocimos cuando teníamos nueve años y nos queríamos mucho. Ella era muy madura y sabia. Con ella, llegó el primer destello de conciencia a mi vida. Maid y yo hundimos nuestras cabezas en la arena para no ver lo que sospechábamos, y le dije: “Sos mi legado”. Y sigue siéndolo. Y porque ella es mi legado, le pido que le brinde un poco de belleza. Ya le enviaré la dirección.

 

El Sr. Modersohn se alegró mucho con su carta. Pintó un hermoso cuadro: una niña con ovejas que, en la luz de la tarde, regresa a casa por una colina. Usted amaría la pintura. Casi todos los días hace una nueva. Es el comienzo de un período de gran creatividad para Modersohn. Siempre siento como si debiera cuidarlo. Ese acto de apoyo me hace bien. Aquella tarde, usted miró en las ocultas corrientes de su alma, que es profunda y hermosa, y a aquellos que la ven, les hace sentir bien.

 

Una vez más, es de noche y me encuentro junto a mi lámpara amarilla. Afuera está completamente oscuro y silencioso. Solo de vez en cuando cae una gota del techo de paja mojada y la vaca que duerme hace sonar su cadena.

 

En esta calma, permítame estrecharle las manos. A menudo, pienso en usted.

 

Suya, Paula Becker

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Imagen: Detalle de autorretrato

De BUCHWALD EDITORIAL

Wednesday, July 17, 2024

La extraña (y maravillosa) mente de William T. Vollmann


REBECA GARCÍA NIETO

 

Decía un personaje de Don DeLillo que la verdadera motivación de la industria editorial es volver a los escritores inofensivos. Camus Beckett fueron la horma de nuestra idea de absurdo, Kafka nos mostró que el terror empieza en casa, pero ahora, se lamenta el protagonista de Mao II, los escritores apenas influyen en nuestra forma de ver el mundo. De hecho, en su opinión, ahora son los terroristas los que han ocupado el lugar de los novelistas, son ellos los que «someten la conciencia humana a sus ataques». No sé si este personaje tiene razón, pero sí que buena parte de las novelas que se publican son de fogueo: hacen ruido, pero están huecas, no dicen nada nuevo y tienen poco impacto, por no decir ninguno, en el mundo real.

Por suerte, siempre ha habido escritores capaces de incomodar al sistema. En 1947 un «ciudadano preocupado» alertó al FBI de la existencia de una novela que no era más que «propaganda para que el hombre blanco aceptase a los negros como sus iguales». Según el informante, Sangre de rey, de Sinclair Lewis, era el libro «más incendiario desde La cabaña del tío Tom». Años antes Lewis había escrito sobre la posibilidad de un gobierno totalitario en Estados Unidos en Eso no puede pasar aquí. Los agentes del FBI llegaron a inscribirse en un club de lectura en el que participaba el escritor para valorar el alcance de la amenaza. Lo contó Herbert Mitgang en un artículo publicado en The New Yorker en 1987. También contó que los libros de Steinbeck fueron considerados peligrosos por los federales porque retrataban una América «extremadamente sórdida y devastada por la pobreza», cosa que podría ser utilizada indistintamente por los nazis o los comunistas como propaganda contra América. Según dicho artículo, Ernest Hemingway, Norman Mailer, William Faulkner, John Dos Passos, Thomas Wolfe y otros muchos fueron investigados por el FBI o la CIA como sospechosos de espionaje o actividades subversivas.

Podríamos pensar que estas cosas solo pasaban en la época de la «caza de brujas», pero, según parece, la vieja costumbre de espiar a los escritores no ha desaparecido del todo. En 1992 otro ciudadano igualmente preocupado puso al FBI sobre la pista de William T. Vollmann tras leer Fathers and Crows. La novela transcurre en el siglo xvii cuando los jesuitas franceses se establecieron en Canadá con la intención de convertir a los nativos al catolicismo. Una de estas tribus indias —los iroqueses— defendió su territorio con uñas y dientes. Como contó el propio escritor en un artículo de Harper’s donde desvelaba los detalles de la investigación del FBI (1), en su expediente figura que en Fathers and Crows «se recurre a actividades terroristas y tortura [por parte de los iroqueses] para expulsar a los misioneros franceses». Los federales prefirieron pensar que el escritor simpatizaba con el terrorismo en lugar de pensar que simplemente se mantuvo fiel a los hechos. Pero lo más delirante fue que vieran una conexión entre las iniciales del libro —FC— y la inscripción que figuraba en los artefactos explosivos del terrorista más buscado en Estados Unidos durante años: el Unabomber.

Además de su supuesto gusto por las escenas a lo Inglourious Basterds, al FBI le escamó que el señor Vollmann hubiera viajado tanto. Como corresponsal de guerra, había estado en los Balcanes y otras zonas en conflicto. Antes había estado en Afganistán. Precisamente el viaje que hizo a este país en 1982, y que cuenta en An Afghanistan Picture Show, hizo saltar todas las alarmas. En el FBI pensaron que en aquella época Vollmann podía haber aprendido a manejar explosivos. La sospecha de los agentes tenía cierta lógica; no obstante, ¿por qué iba a querer él atentar contra su propio país? Un libro que transcurre en el siglo xvii en el actual Canadá —cuando los Estados Unidos ni siquiera existían— no es una prueba muy sólida para acusar a nadie de antiamericano. Además, se trata de una novela. La ficción es un territorio sagrado en el que solo debería regir una ley: prohibido prohibir. En cualquier caso, en el FBI no pensaron lo mismo y siguieron vigilando a Vollmann incluso después de haber detenido al Unabomber. Así, como cuenta en el artículo de Harper’s, después de haber sido el «Unabomber Suspect Number S-2047» pasó a ser sospechoso de los ataques con ántrax perpetrados en Estados Unidos tras el 11S.

Para Vollmann, lo más hiriente fue leer los comentarios de los agentes sobre algunos de los episodios más íntimos, y dolorosos, de su vida: la muerte de dos compañeros periodistas en la guerra de Bosnia y el drama que vivió su familia cuando él tenía solo nueve años. Sobre estos hechos escribe en algunos relatos de El atlas (Pálido Fuego, 2018), un personal recorrido por el mundo «en el que piensa» el escritor. En el relato «Esa es bonita», el dueño de una empresa de alquiler de coches en Croacia le reclama al narrador, el único superviviente de una emboscada, que pague los daños que se han producido en el vehículo: «Usted tuvo mucha suerte, dijo. Por tanto, debe pagar». La imagen del narrador con la estimación de daños en la mano, escrita en un idioma que no entiende, sin saber si reír o llorar, resume a la perfección en qué posición dejó a Vollmann la muerte de sus compañeros. Más adelante, el protagonista de «Una visión» trata de elaborar el duelo por estas muertes cuando está bajo los efectos de unos hongos alucinógenos, tal vez porque ciertos hechos solo pueden ser encarados de un modo indirecto, sustancias mediante, por refracción.

Vollmann escribe sobre el drama ocurrido en su infancia en «Bajo la hierba». Sin entrar en detalles sobre lo ocurrido, cabe pensar que a partir de ese momento «el mundo se convirtió» para él «en un país extranjero donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa», como según Vila-Matas escribió Peter Handke en Lento regreso (2). En el magnífico relato que da título al libro viajamos de la mano de alguien para quien ya no hay mundo: «Nada más en ninguna parte nadie», «por todas partes nadie para siempre», «por todas partes ninguna parte arriba abajo alrededor»… repite como una letanía. El protagonista viaja en tren recordando a las mujeres que fueron importantes en su vida y los viajes que hizo en el pasado. Confiesa que «su mente y su alma han estado demasiadas veces en el extranjero, atrapado en cada ocasión en nuevas experiencias con las que, al luchar para liberarse o profundizar aún más en ellas, había enterrado su pasado». Tal vez como el propio Vollmann.

La búsqueda de una mujer con intención de salvarla, a menudo en los bajos fondos de la prostitución y las drogas, es uno de los leitmotivs del libro. Un periodista norteamericano busca a su esposa, Vanna, entre las prostitutas de Nom Pen; el propio autor y un fotógrafo rescatan a una prostituta menor de edad de un burdel en Birmania; el protagonista de «No hay por qué llorar» trata de proteger a una chica del sida en Tailandia… Al igual que en La familia real (Pálido Fuego, 2016), Vollmann no escatima en detalles sórdidos; sin embargo, su mirada no carece de empatía. Se podría decir que mira a las mujeres de la noche con la mirada de Toulouse-Lautrec. En las «casas de gozo», Vollmann guarda casi el mismo respeto que guardaría en un tanatorio. Así, en «Los rifles» habla de «las morgues de mármol y espejos, iluminadas de azul e insonorizadas que son los locales de sexo».

Más que un viaje por el mundo, en El atlas Vollmann nos propone un viaje por el submundo, donde habitan los hombres y las mujeres del subsuelo. Coloca en el centro del mapa asuntos que habitualmente permanecen en los márgenes, en la periferia de nuestra conciencia, donde no puedan hacer mella en nosotros. En sus obras, nos obliga a mirar de frente una realidad que preferimos ver por el rabillo del ojo: los pobres, los skinheads, los drogadictos, los pederastas… Mientras otros se sienten fascinados por la estética de la violencia, Vollmann escribe sobre su ética. En su libro Rising Up and Rising Down (no publicado en España), se plantea en qué circunstancias es justificable la violencia, cuándo es aceptable matar y, en ese caso, a cuántas personas… En ese sentido, es un escritor incómodo (afortunadamente). Pero, además, es uno de los escritores más libres que he leído. No en vano, una de sus frases de cabecera fue enunciada por el líder de la secta de Los Asesinos poco antes de morir: «Nada es verdad, todo está permitido» (3). Esa frase debería ser el lema de cualquier escritor de ficción; sin embargo, a menudo pesa más la censura, el political correctness, las convenciones literarias… Por suerte, Vollmann parece ser inmune a estas restricciones, muchas veces autoimpuestas. Esa libertad absoluta le permite escribir párrafos memorables, párrafos que en verdad son agujeros de gusano, de forma que el lector puede estar en Canadá al principio de un relato y a la frase siguiente encontrarse en Key West, Florida, para un par de frases después aparecer en Sarajevo. Al fin y al cabo, como dice el narrador de «El atlas», «bajo nuestros pies tienen lugar desplazamientos de tierra cuyas leyes nadie conoce».

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(1) «Life as a terrorist – Uncovering my FBI file». Publicado en Harper’s Magazine en septiembre de 2013.

(2) Aunque no hay que olvidar que muchas de las citas que aparecen en los libros de Vila-Matas son falsas.

(3) Vollmann escribió sobre esta frase en el artículo «Writers can do anything», que se publicó en The Atlantic el 16 julio 2014.

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De JOT DOWN, 2018 

Tuesday, June 4, 2024

Antagónica Furry


JOHN STEFAN H.

 

Impresiona el universo creativo de Antagónica Furry (Bolivia 1984), porque siempre logra establecer un diálogo perturbador entre fuerzas contrarias, por un estilo que se ha ido nutriendo de referencias a la cultura aderezadas con una gran sensibilidad plástica, lo que singulariza su capacidad para fabular sobre enigmas existenciales que, a través de su discurso, encuentran un cauce expresivo muy poco común en el arte boliviano, en específico en el collage. Desde su aparición allá por los 2012, si no me equivoco, mantiene con firmeza la tensión entre lo empírico y lo emocional, lo real y lo fantástico; tocando la recreación del arte sin imposta patriótica en sus piezas, propuestas contemporáneas galardonadas con primer sitio en el Pedro Domingo Murillo, por dupla seguidas. No sería tan elocuente ni lograría personajes que evidencian la frágil frontera entre el bien y el mal, la voz y el silencio si tendría costura con su entorno. Eso por un lado. Por otro está el despliegue escénico de sus planteamientos de corte, producto de una mirada artística, rigurosa y documentada, que no tengo dudas, las cuida por su grado de perfeccionista, dato que deja ver en su propuesta de redes. Y en tercer lugar está la razón de que cada exposición finge ser naciente de otra artista, porque propone y cambia. Logré ver su visceral arte en "Edénica in dermis", pero me quedo con "En las antípodas de mi conciencia", donde lo pictórico sobresale, me llena de calidez y de añoranza por la usanza de viejas pinturas cortadas de un modo que de lejos parecen una sola pieza al óleo. Esto me motivó a querer conocerla, por uno de esos caprichos de los amantes del arte siempre tiene, no tuve oportunidad, me embaucaron porque preguntando me dijeron que estaría en su inauguración, me refiero a la última, me dieron un argumento, una historia que se multiplica en otras muchas para llenar una “velada serafina”, al modo de las celebradas en los círculos culturales en los que cada tertuliano aportaba la suya quedando así sometida al juicio de los demás sin respuestas. Algo de un imprevisto fue la excusa, aún no me la trago.

En una de sus instalaciones está ella cortando piezas y de fondo su voz lee un poema, al parecer suyo. Me recordó a los ensayos de la primera ópera romántica, Ondina, de Hoffman (1815), si no se hubiera incendiado el teatro la noche previa al estreno. La cantante protagonista, Johanna Eunicke (documentada en la realidad), presta su voz al relato de lo sucedido. Antagónica Furry me recuerda a Johanna que temblorosa leía o decía de memoria las cosas. Pero no es crítica, es un gusto escuchar la naturalidad de una mujer con su temple y cuidado para que esto no suceda. Una obertura que sirvió de preámbulo a una interpretación operística al ver su trabajo. La necesidad de respuestas propició entonces un banquete que me animó a desinhibirme de los comensales (los artistas observando), lo que desencadenó una espléndida oportunidad para preguntar qué les parecía su propuesta, me dieron respuestas francas de esas sanas, a diferencia de esos que podrían corresponder a los “recitativos”.

Y sin proponérselo, el misterio se convierte en enigma indescifrable del que todos acabamos por desentendernos, seducidos ante este despliegue imaginativo que brinda el arte y la belleza, al tiempo que ensalza el valor de la palabra, el silencio y la escucha. Ahora entiendo su ausencia.

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Texto de John Stefan H., escritor español que hasta hace dos días radicaba en Sucre - Bolivia. 

Saturday, June 1, 2024

Osadías y descalabros; Miguel Sánchez-Ostiz


DANIEL MOCHER

 

Vuelve Miguel Sánchez-Ostiz con un breve poemario en prosa, Osadías y descalabros, el de después del ictus, el que ha pergeñado entre 2021 y 2023, lentamente, con dificultad, tras el tropiezo, los arabescos en la caída y el inevitable encontronazo con el suelo duro y grave de la realidad. Dice el maestro que te has derrotado y lo sabes, y sin embargo insistes, osado y sin futuro alguno, en poner una palabra detrás de otra, persiguiendo fantasmas y oscuridades y unos versos que se sostengan y te sostengan, pero que huyen sin remedio. Y desde esa fragilidad regresa a las andadas, desde la ruina y el humo, a la intemperie, desarzonado, con todas las derrotas remozadas, como nuevas, aferrándose a las viejas cosas, al mundo íntimo, tan personal y propio, que siempre, para bien y para mal, le ha acompañado. Concurren lo circense (¿a quién le cuentas de tu cuerda floja?) y lo teatral (sombras en el escenario de un muro ciego), las referencias literarias (Magris, José María Álvarez, Joan Margarit, Boris Vian) y musicales (Reggiani, Raimon, Johnny Cash), la remembranza de unos tiempos grises, impuestos, de pensamiento único y dirección obligatoria (nos iba la vida en las devociones ajenas hechas propias a la fuerza), un tiempo presente no mucho más benévolo, también lo que pudo ser y no fue (en recuerdo de los mares de Asia por donde no has navegado), los errores imperdonables (es preciso atreverse a vivir la propia verdad, y ponerse en claro, aunque duela), los sueños de vida mejor esfumándose (los del tiempo de las cerezas que nunca viste), las amistades falsas (mire compadre, deje las cosas como están, no remueva el cieno, vayamos cada cual, en paz, por nuestro lado) y las de veras, los ajustes de cuentas (ponerme en paz con cuanto quise y pude tener y no tuve), el peso de la vejez herida y arrinconada (supongo que la vejez será esto: un “cerrado” y un “se vende” vistos al paso en lugares que hasta ayer eran puntos de referencia de lo vivido y hoy son de “liquidación por derribo”), el refugio inconsistente /05/de la escritura (ni tu sombra puedes dejar. Como mucho, un nombre enterrado entre papeles, libros y cachivaches) ante la presencia cada vez más palpable de la muerte (se mete en el espejo profundo de la sala de respeto y desde esa lejanía te observa), de nuevo lo goyesco, el esperpento también, soliloqueos y desbarres en la patria de Caín, la autocrítica más acerada (éramos cuadrilleros de un mal poema), el refugio último de la imaginación (retomar viajes truncados, aunque sean imaginarios) y el recuento hipnótico y obsesivo de los desconsuelos (de los días junto al fuego del invierno queda un olor a hollín húmedo y a ruina en penumbra) y los descalabros (no tienes ni olvido ni absolución posibles y a pesar de ello, no callas). Por fortuna, este sobresaliente poemario viene cargado de voces que no pueden ni deben guardar silencio. Por el propio autor y por todos nosotros, sus lectores, sus semejantes, ses frères.

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Publicado en Revista Purgante, 31/05/2024

Friday, May 24, 2024

Osadías


DANIEL MOCHER

 

Tampoco quiero ni puedo desdeñar lo malo o dejar atrás para siempre en el olvido las rencillas familiares, la disolución de un árbol genealógico, los fardos pesados del odio y el desprecio. Por las viejas heridas mana sangre fresca que no se acaba, el dolor siempre es novedoso y creativo, metamórfico. Estamos vivos también porque algo que falta nos roe y nos mata por dentro. Mientras peroramos sobre lo humano y lo divino, elegimos un bar donde humedecer el gaznate. Entre los cacaos y las olivas, en el pequeño plato donde ponemos cáscaras y huesos, con su tremenda carga simbólica, ahí veo también, junto a las cervezas, cuando decae la conversación durante el almuerzo o pasa un ángel y guardamos silencio, ahí veo, decía, un hueco de sombra reclamándonos, el pálpito de una ausencia futura que ya vibra a media mañana de un día laborable en la terraza de una taberna cualquiera del remoto mundo rural. Es en lo más cotidiano donde mejor podemos leernos. Hay una gran proeza en soportar los días sin épica. Déjalo escrito en una servilleta y trata de que no se la lleve el viento. Dos ancianos se eutanasian lentamente en la mesa de al lado a base de vino peleón y caliqueños de estraperlo. Cae una hoja de algarrobo con la brisa, grácil, describiendo envidiables arabescos. Y seguimos hablando de hipotecas imposibles y de cínicos con inmunidad parlamentaria.

 

Esta semana he visto boxear a gitanos irlandeses hasta romperse las manos, bailar lezginka a hombres aguerridos con una daga al cinto, ucranianas devorando nísperos en mi jardín mientras Sergei me cuenta cómo van los constantes ataques rusos sobre su amada Járkov. Cuando todo termine quiero pasear contigo por tu ciudad, le digo, y si es posible por el barrio de la Moldavanka, siguiendo los pasos de Benya Krik, y por el inmenso puerto de Odesa para ver las aguas opacas del mar Negro. Pregunto a mi amigo Claudio Ferrufino sobre qué hacer con un tarro de pasta de locotos y me recomienda preparar llajwa cochabambina, salsa picante de tomates, locotos, perejil, sal, un poco de agua y cebolla picada. Ideal para comer con pan francés, nachos, huevos o patatas hervidas. Suena el nessun dorma, Pavarotti analgesia y teletransporta con su portento de voz irrepetible. Ayer mismo pude oler el perfume de las rosas en un lienzo de Ramón Gaya, sentir un frío de muerte por unos ojos que trazara Julio Romero de Torres.

Osadías y descalabros, así se llama el último libro de Miguel Sánchez-Ostiz, el de después del ictus, el que más esperábamos, grave y hondo poemario en prosa rebosante de palabras verdaderas que el maestro arranca de las avaras manos sarmentosas de la enfermedad, sus secuelas y la vejez averiada. Dice el poeta que te has derrotado y lo sabes, y sin embargo insistes, osado y sin futuro alguno, en poner una palabra detrás de otra, persiguiendo fantasmas y oscuridades y unos versos que se sostengan y te sostengan, pero que huyen sin remedio. Qué añadir, solo cabe disfrutar de su regreso y concederle la razón. Sensato y cabal pero que no falte el soliloqueo, dándole al desbarre, libre, despojado, de vuelta ya de todo, a su aire, a lo de siempre, a lo esencial, aireratu, por pura necesidad vital de lo que verdaderamente importa.
Imprescindible. Sus lectores estamos de celebración sincera.


Solemos querer que la vida venga hacia nosotros como lo hace un labrador retriever cada vez que regresamos a casa, nada más lejos de la realidad. Llega un día en que nos rompemos, falla la ilusión y las fuerzas, se mustian los sueños, la curiosidad y las potencias, muere el perro y hasta la rabia, advertimos que no todos los árboles que hemos plantado han crecido, ni todos los niños que tuvimos nos quieren, ni todos los libros que dejamos escritos valen la pena, y con eso que nos queda entre los huesos y las cáscaras, en el centro del plato desportillado, entre el hueco en sombra y el pálpito de todas las ausencias, debemos seguir viviendo, descalabrados, escribiendo con osadía, y como diría Sánchez-Ostiz en su Diablada, hoy más que nunca, como si fuera por primera vez: escribir, esa forma de respirar.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 24/05/2024 

Tuesday, May 7, 2024

El Flaco y el Poeta ciego


 
MAURIZIO BAGATIN

 

Ahora se han encontrado en una calle de Buenos Aires, y como niños están recorriendo y pateando una lata aplastada, una botella vacía, una pelota hecha de trapos viejos. Saco del estuche Libertango, Astor Piazzolla acompaña esta charla imparcial, todo el pathos de un imposible amor, de la imposibilidad de una correspondencia. Futbol y literatura se encuentran donde se trazan esquemas y donde afloran teorías, una hipérbole que engendra una nueva táctica, una rima que conjuga el triangulo perfecto. La mejor defensa será el ataque, la prosa el deleite de la novela. Botines con cachos y camisetas sudadas como la biblioteca de Babel.

El Flaco es el filósofo que enseña ética adentro de cuatro líneas blancas y el Poeta ciego es Tiresias que sigue reflexionando sobre la esfinge, de cuando Sófocles lo puso ahí. Olvidaron Videla y aquellos días trágicos e inseparables. El invierno de la Pampa argentina soplaba como las ejecuciones en los garajes de la muerte; deleitándose del ballet de Kempes o hablando de la inmortalidad transcurrieron horas de atónito silencio y de enclaustrada felicidad.

Futbol sin trampas es el Aleph del Flaco, desde ahí podemos apreciar la poesía del juego que en la Argentina vale más de todas las demás cosas. La metis de Ulises fue de ingenio para el campeón futbolista, mientras Ulises navega en la memoria de Funes como en los espejos que tanto sembraban el horror. Los dos caminaron la orilla. El Flaco y el Poeta ciego tuvieron una enciclopedia, para uno fue la Británica y para el otro la cancha de futbol. En algún lugar se encontraron. El Flaco nunca amó el panem et circenses sino la estética del hombre en acción, el Poeta ciego consideraba toda obra humana bella en su ejecución. Encuentro feliz que en un día del 1980 se materializó en una “solicitada”, que demandaba al gobierno conocer la lista de desaparecidos y sus paraderos, y fue nombrada “de Borges a Menotti”, dos grandes que surcaban mundos tan alejados, pero tan significativamente vecinos.

Ambos hoy más cerca del Martin Fierro, hoy más cerca de la belleza del futbol, de la estética de la palabra.

6 de mayo 2024 

en el camino


PABLO CEREZAL

 

Te preocupa que te deje.

Nunca te dejaré.

Sólo los extraños viajan.

Siendo dueño de todo,

no tengo dónde ir.

Leonard Cohen

A algún tugurio de la España, vamos, decías y, una vez más, conducías mis pasos entre vidrios que se habrían de romper rayando la madrugada, Dennis, hermano. Sólo había sido otra semana de dejar perderse pelotas de malabar en los resquicios del asfalto. Los niños columpiaban su temperatura lechón a ritmo de monociclo, pedían dinero entre los autos, asfixiaban con sonrisas los faros y los llantos de llego tarde a casa, otro bloqueo, puta, ya es tarde y hoy es jueves noche de machos. 

En Cochabamba, ya no recuerdo, puede ser que sí, los jueves eran noche de machos, de hembra los viernes, o al contrario, pero había un día estipulado para los desvaríos noctívagos de una y otro siempre en compañía de los de su propio sexo. En sexo, tal vez, pensé en más de una ocasión, derivarían tales riesgos. Tú me desmentías, Dennis, sabio, que toda noche es suplicio cuando sólo se busca la semilla del trago para reverdecer la violencia o el llanto. Y nosotros lagrimeábamos sobrios y etéreos, dolidos pero aún enteros, al filo de otra madrugada que daría en nada. Regresar a casa, ¿qué casa? Aquellas cuatro paredes y el mugido de un gato y el ronroneo liebre de mi Munay todavía perdido en el extrarradio rosa de latidos y muérdago por venir del vientre materno. Le acariciaba, por sobre tu vientre, a él acariciaba. 

Cochabamba quedaba lejos, afuera, tan sólo el murmullo de mar muerto de aquel río Seco que acunaba nuestras noches con su murmurar tan sólo vertederos hasta que llegase la siguiente crecida. Y Munay crecía y en mi interior algo sabía que no se sabía nombrar porque le faltaba aliento. Y hoy, a años luz, me recuerdo y me pregunto si soy un faquir o sólo un remiendo. Enfrentar el pasado y no dolerte de él. Únicamente contemplar, desde afuera, cómo te ha conformado. Aún tiene movilidad e incluso deja rastro en algunos senderos. Cada día menos, lo comprendo ahora que sólo sueño con horadar caminos alejados de todos y todo lo que logre dudarme, como frente al espejo, si aún me reconozco. Pueda ser que lo haga, pero nunca me recomiendo, y la hembra es sabia y sabe mirar y es por ello que tal vez lo único que me regale sea alejarme de su aliento.

Algún tugurio de la España y una botella de vino comprada en un tinglado con telarañas de sombra mordiendo la comisura del labio ciego de la caserita, que no te regalaba las buenas noches si no le aumentabas el peso en la mano al verterle las monedas que compraban aquel vertido en que, después, nos precipitábamos. Y hablábamos, Dennis, y siempre aparecía Scarlet y mi loco empeño en soñar su sonrisa crecida en gana de morder la vida. Tú me decías haz algo, hermano, sigue luchando que ya no se aproveche más el gringo estos niños son tu norte. Y hoy se me antoja sudario. Hoy todo lo que amo se me antoja sudario mientras brindo por los pasos perdidos no con Aranjuez, Dennis, que acá, el vino, aunque más caro, duele menos el paladar. Que lo que duele, siempre, es la distancia y por eso sigo anclándome al sueño del nonato y preguntándome a qué huele el mañana cuando ya conozco todo aroma para mi futuro y sé que es frustrado.

¿A qué huele el mañana? Nunca me lo respondiste. Pero sé cómo aroma Munay las estancias y las impregna de sueños en que, para huir la pesadilla, escalo ramas de bambú ansiando alcanzar el cielo. Que lo toqué. Que lo he tocado. Mira mis huellas dactilares y comprende por qué se borraron. Porque el cielo quema y tal vez sólo Luzbel sepa cómo se desorienta el paladar, tras el amor, como tras el alcohol, para quedar seco de distancia y algo así como acartonado.

Caminábamos Cochabamba y llegaba la hora de regresar a casa. Munay ya estaba naciendo. Pero La Cancha me llamaba, con su plenitud de orines, sus trapicheos mugre y sus maneras de sándalo encendido sólo a mayor gloria de quienes no llaman futuro al método de buscarse el trago o el alimento cada día. Nunca lo supiste, Dennis, o sí, pero tomaba el taxi y pedía al chófer que me regresase a La Cancha. Ahí veía niños boquear entre mareas de plástico, me dolía de los míos, que me esperaban al día siguiente ejercitando músculos y mandíbulas antes de la hora de la comida, y regresaba al verdaderamente mío cuando ya casi nacía, para acurrucarme en la frazada mercurial de su latido. Angie abismaba pupilas en mi deambular por la casa hasta recogerme en murmullo de porvenir al que hoy, desorientado, hago eco con mi desvestirme en el cuarto de baño, triste desnudo, declive por más que lo nieguen: el futuro es esto que hoy, esto a lo que tú recompones, cuando se te antoja, los pedazos.

En las calles aún podía comprender el jeroglífico exacto que habían tallado en lumbre Scarlet y el resto de malabaristas del hambre cuando a lomos de monociclo. Y un puñado de pelotas puro trapo recomponiendo el asfalto. Es tarde, aullaba la caserita, y te marchas o te marchamos. Hora bruja de recoger los trastos. Tú ya acariciabas los sueños, Dennis, y yo aún andaba perdido en Cochabamba tanto como esta noche ando perdido en mí pensando sólo que lo más sano, a pesar de adulterado, sería emprender, de nuevo, el camino.

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De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 06/05/2024 

Tuesday, April 23, 2024

Libro contra dragón


DANIEL MOCHER

 

Farinato de Ciudad Rodrigo con huevos revueltos, café americano y Perder el juicio de Ariana Harwicz, en la faja dicen que tiene un toque de David Lynch y a mí también me viene a la cabeza Fogwill y sus pichiciegos, una voz dura que horada nuestras zonas de confort, de nuevo lo oscuro y brutal emitiendo esa luz verde fosforescente y pantanosa de rara belleza que emborracha. Verde que te quiero verde. Verdes de la aurora boreal o de la Ofelia de Millais ahogada en el río. Una huida claustrofóbica, un secuestro condenado al fracaso, querer ser buenos y no poder.

La mañana pasa lenta, tediosa barcaza deslizándose por aguas de minutos mansos y extendidos hacia nadie sabe. Hemos montado una habitación de juegos en la que fue morada de la hija que se marchó y no quiere ser pródiga todavía, hay que seguir con el hueco bien presente recordando el abandono. Pasamos allí el rato mientras Claudia da sus primeros pasos y los niños juegan juntos a construir y destruir Imperios, Elena se inclina por una cerveza 1906 y yo por la cazalla Cerveró, con agua y mucho hielo.

Tratamos de imaginar cómo será la próxima casa, con suerte la definitiva, tal vez, una chimenea es imprescindible si nos mudamos a las tierras más frías del interior, algo de terreno para un pequeño huerto y algún árbol frutal, más de tres habitaciones y, si es posible, un despacho para poner allí la biblioteca y algunos objetos del pasado, como anunciaba certera aquella tienda de antigüedades clausurada, quincalla genealógica, cosas viejas salvadas in extremis de terminar en el vertedero, conservadas solo por su valor sentimental. Antiguallas, trastos inservibles, pecios rescatados del naufragio de otras vidas. Pipas de brezo, cámaras Voigtlander, mecheros antiguos y oxidados, plumas estilográficas maltrechas, un molinillo de café y un retrato de mi suegra pintado al óleo sobre lienzo por Constante Gil, quien fuera propietario del mítico café Madrid e inventor del Agua de Valencia, un cóctel de cava, zumo de naranja, ginebra y vodka. En el Café de las Horas creo recordar que también le añaden unas gotas de angostura y algo de ambiente neobarroco.

 

Claudio Ferrufino me comenta sus últimas adquisiciones librescas: Geografía de Estrabón y La guerra de Granada, de Diego Hurtado de Mendoza. Entiendo y comparto su alegría. Esa elección es un elogio de lo inactual, una apología de lo repudiado y desaparecido. Un milagro. El tiempo es realmente de oro cuando lo invertimos en todas esas cosas que para muchos desgraciados ya son inútiles e improductivas. En pleno siglo XXI, entre guerras crecientes y barbarie desmedida, la esperanza, un libro, cuartetos de cuerda, pinceles y aguarrás, pan de oro, subrayar, escribir en los márgenes, la escala pentatónica o las variaciones Goldberg, sonetos, el triple salto mortal, rosetones, capiteles, pizzicatos, marinas, aguadas, arquivoltas, bodegones, coreografías, decorados, telones que suben, funciones que empiezan, cuentacuentos, recitales, clases de baile, carboncillos y otras revoluciones interiores, verdaderas.

 

La gran minoría lectora como un rey Midas con lepra en un reino decadente, la humanidad resistiendo el asedio, el arte que embellece y hace un poco más soportable este gran absurdo azul que gira y describe órbitas elípticas alrededor del Sol. Es un alivio encontrar a alguien con quien compartir obsesiones, compinches, hermanos de tinta, alguien que te diga, mira, lee esto, aquí hay medicina de la buena, piloerecciones, puñetazos y mariposas en el estómago, asombro, sacudidas y puntos de inflexión, escapatorias, reinvenciones, canela en rama y horizontes nuevos. Es san Jorge, 23 de abril, Día del Libro, Elena me regala Guerra y guerra de László Krasznahorkai, como un exorcismo, guerra, odio, lo que no debería existir, guerra y más guerra, lo que va creciendo como un hongo venenoso por todas partes. El dragón despliega sus alas de dominio para hundir al mundo en su sombra, el santo murió hace siglos y no se le espera, hay demasiados inocentes muertos, el libro en mis manos, mártires alimentando a la bestia, numerosos son también sus siervos, me hago a un lago y comienzo a leer en voz alta, dirige su hocico hacia mí, resopla, llamaradas, todo es fuego alrededor, tal vez pueda leer un par de líneas más, un par de palabras, se acabó, László, 451 grados Fahrenheit.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 23/04/2024

Imagen: Tienda de antigüedades de Valencia, objetos del pasado.

 

Thursday, April 11, 2024

MAPAS DE HIELO Y ARENA


JULIA ROIG

 

«No está absorto en la contemplación de las olas. No está absorto porque sabe lo que hace: quiere mirar una ola y la mira [...] no son «las olas» lo que pretende mirar, sino una ola singular [...] la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse en sí misma, romper, desvanecerse, refluir [...] no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca [...] su mirada se detendrá en el movimiento del agua que bate la orilla hasta ser capaz de registrar aspectos que no había captado antes [...] La cresta de la ola que avanza se alza en un punto más que en los otros y desde allí empieza a festonearse de blanco [...] para entender cómo es una ola hay que tener en cuenta esos empujes en direcciones opuestas que en cierto modo se contrapesan y en cierto modo se suman y producen una ruptura general de todos los empujes y contraempujes en la habitual inundación de espuma [...] este modelo debe tener en cuenta una ola larga que sobreviene en dirección perpendicular a las rompientes y paralela a la costa, haciendo deslizar una cresta continua que apenas aflora. Los brincos de las olas que avanzan alborotadas hacia la orilla no turban el impulso uniforme de esta cresta compacta que las corta en ángulo recto y no se sabe dónde va ni de dónde viene. Tal vez es un soplo de viento de levante que mueve la superficie del mar transversalmente al impulso profundo de las masas de agua del mar abierto, pero esta ola que nace del aire recoge al pasar los impulsos oblicuos que nacen del agua y los desvía y endereza en su dirección llevándolos consigo».

Italo Calvino

 

 

«All I can do is be me, whoever that is»

Bob Dylan

Me comprometí a escribir el prólogo de esta novela cuando precisamente la finalidad primera de un prólogo al uso atenta contra mi naturaleza y por ello entiendo que eso es precisamente lo que se espera de mí, que no escriba un prólogo al uso, que sea, como el bardo Dylan dijo, yo misma, quien quiera que sea ésa.

Por ejemplo, me gustaría decir que este artefacto poético al que te asomas, nace de la libertad y el respeto de dos artistas, dos géiseres creativos e incansables que no transigen, Pablo Cerezal y Diego Vasallo. Ambos maestros de la vita contemplativa, cazadores furtivos del gesto, del detalle, por ello se mantienen en eterno movimiento, sabiendo que siempre hay un margen que pasa desapercibido, un surco nuevo o antiquísimo por recorrer o descubrir, porque el ojo inquieto, ya sea hacia dentro o hacia fuera, busca. Este poema de fuego y papel, nace del instinto impecable de dos flâneurs que se reconocieron una noche de frío y humo, una de esas noches de faros y naves a la deriva en el asfalto madrileño.

Un prólogo es un estado de ánimo, dijo Kierkegaard, y de ser así me gustaría contagiarte de él y llenarte de curiosidad y ganas de adentrarte en estas páginas, no por ofrecer un tráiler literario que contenga las claves y los mejores momentos sino por acercarte a todas esas escenas que quedaron fuera. Brindarte esta obra llena de bruma de la playa de La Concha; calles empedradas salpicadas de sirimiri en busca de un bar que refugie; el olor a café desde el primer contacto; alguna distorsión de una prueba de sonido de una noche cualquiera, de ese momento que busca más que la perfección, la belleza. Que sostengas entre tus manos este Jaizkibel con vistas estratégicas a dos autores que creen en la liturgia y la calma de hacer las cosas con la dedicación que implica el dejar en cada una un poco de alma.

Aquí no hay señuelos, aquí bombea la sangre creando a cada paso un lienzo inaudito, cortazariano porque a lo rayuela muerde por donde lo abras, y orsonwelliano por el juego de voces laberínticas a modo de espejos que nos brinda tan poética como peligrosamente. Novelas río, canciones río, de eso sabe mucho el tándem Cerezal-Vasallo. Cada novela de Pablo es un viaje recorriendo lo inesperado. Cada disco de Diego es una odisea repleta de alquimia. Cada uno de sus cuadros un testamento en blanco y negro del dolor aullando una historia. Y ambos han recorrido mucho mundo, y ambos le tienen querencia al riesgo artístico, porque sí, así suena la palabra libertad.

Aunque resulte algo manido, necesito gritarlo una vez más: it’s not the song, it’s the singer. Una canción es una experiencia, una novela es una experiencia, un cuadro es una experiencia, el amor es una experiencia. Yo no puedo pervertir ni un instante de la misma dando indicaciones, comparativas o aperitivos. No quiero hacerlo. No tendría sentido. Por eso voy a imaginar cómo se sumergen tus ojos en este maremoto de pensamientos, canciones, vivencias, lugares, placeres y llantos, porque aquí hay dos bosques líricos, frondosos y únicos que se recorren mutuamente, sin miedos ni guías y así sería hermoso adentrarse en este libro. De la mano de dos prestidigitadores de verbo cirujano recorriendo y dejándose recorrer la entraña sin artificio. Y da miedo, honestamente, entrar en la mente de un creador total, ya sea un Da Vinci norteño o un Shepard castizo. Da miedo porque cada vez es más difícil hallar voces que respondan a su propia voracidad, a su caos, a su inconsciencia incluso. Puros outsiders de la luz y la calle fácil, que diría Tom Waits.

Y me reconcilia, a pesar de estos tiempos de velocidades insanas y bellezas erróneas, me reconcilia abrazarme a una palabra maravillosa para la que apenas hay lugar: inspiración. Encontrar aquello que nos golpea, que nos alimenta, que nos transforma, y hacer algo con ello porque no puede ser de otra manera, porque no se puede contener. Ese es el verdadero arte que algunos ansiamos encontrar, el arte que nace del placer y del daño, de la belleza y la crueldad, de la urgencia y la calma, pero sobre todo de la necesidad de mantenernos ansiosos, hambrientos y vivos, reinventando mapas de hielo y arena para perdernos en ellos.  

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Prólogo a Diego Vasallo, trayectoria de una ola, de Pablo Cerezal. Parkour poético, 2024

Saturday, April 6, 2024

Viajes de viajes


MAURIZIO BAGATIN

 

El primero en absoluto fue una fuga. Con el Mago llegamos hasta el pueblo más cercano, ver la gran construcción del gasoducto era la experiencia más inolvidable que podíamos hacer a nuestros cinco años. El verdadero viaje era dentro del viaje, escapar, evadir, romper el hielo, desaparecer, retornar. Adrenalina y emociones sin haber leído aun Los muchachos de la calle Pál.

De una de las regiones más perdidas y más fascinantes de Europa, Extremadura, salieron hacia el Nuevo Mundo los “conquistadores” más hambrientos de Europa. Recuerdo cuando vi la película de Luis Buñuel “Las Hurdes, tierra sin pan”, un viaje en el tiempo que me recuerda a las poesías de Rocco Scotellaro, a los estudios antropológicos de Ernesto De Martino. Sin siquiera conocerse todas estas familias hambrientas desde Trujillo invadieron Sudamérica: Nuño de Chávez fundó Santa Cruz de la Sierra, el fray Vicente de Valverde fue obispo de Cuzco, Gonzalo Jiménez de Quesada era el compañero de Cortés en su conquista de México. Se pregunta Gavin Menzies: “¿Acaso un hada madrina agitó una varita mágica sobre aquella ladera polvorienta de la que tantos conquistadores partieron?”

Cuando leemos a Swift y a Verne inspirados por Ulises y descubrimos cuan viajeras son las letras más atrevidas, surcan mares y profundidades desconocidas, también el De Amicis más atrevido saliendo de los Apeninos cruza un océano y se enfrenta a los Andes.

La literatura es un permanente viaje. El viaje de los viajes. Heródoto viaja y moldea el mundo para los historiadores. Kapuściński es el heredero de la brújula. Y en el medio Marco Polo va dictando en veneciano sus peripecias a un pisano, el escribano Rustichello. Tremendo viaje es lo de Boccaccio, que se va a Nápoles y retorna con el Decamerón.

En un abrir y cerrar de los ojos, Barataria sigue esperando la llegada de su futuro gobernador, Sancho Panza; Ferdinand Bardamu adentro de la noche busca una luz y una imposible salida; viajes imaginarios y utópicos, un caleidoscopio que logra ver “una mezquita en lugar de una fábrica”.

A los diecisiete años -cuando no se puede ser serios- mi viaje fue hacia el sur -buscando, buscándome- y fue de inmediato el sur. Mi tentación ha sido siempre pensar que si no conoces el sur del mundo no conoces al mundo. No se si estoy en lo correcto, un sueño de Walter Benjamin me indica que sí, me despierto y también Paul Gauguin me hace un guiño.

El Capitán Fracasa y Fernando Pessoa, todos viajaron, aunque una sola vez. Aldous Huxley más allá de unas puertas, Virgilio retornando de Brindisi, Adriano de mil misiones, Alejandro Magno hasta el profundo miedo de cruzar un mar que era solamente un rio. Hay cansancio y derrotas, en el viaje hay heroísmos y bellaquerías, traición y triunfos. Mentiras y un último sueño. On the road o En la Patagonia.

“El hombre de las suelas de viento” consumió sus zapatos; Dino Campana y los cronistas de las Indias y los naturalistas hicieron lo mismo. Rutas de polvo y llenas de malhechores, una Transiberiana siempre soñada, la ruta del Inca dejada a mitad, el camino explotado de Santiago y la Vía Apia, cuando todos los caminos empiezan en Roma.

En casi tres meses viajamos en tren por la península. Un viaje inolvidable, solo dos regiones fueron dejadas al olvido: Cerdeña y la Val de Aosta. Leyendo el barroquismo de Lezama Lima, con una introducción de Julio Cortázar que es otro viaje, uno se va perdiendo y perdiendo sin naufragar. ¿Viajé en el libro o con el tren?

En un tiempo pacifico me hice acompañar por Claudio Magris, el Danubio no es un rio, es un mundo que fue y otro que imaginamos, uno que vendrá y el que debemos descubrir página tras página. Uno de los viajes más placenteros. Uno de los últimos de los grandes viajeros, Peter Matthiessen, búsqueda espiritual y espíritu de sobrevivencia; el viaje que quisiera haber hecho en aquella época, lo de Christopher Isherwood: El cóndor y las vacas. Y los que ahora no recuerdo porque seguramente los he hecho, con sus autores, a cada línea sudando, remangándome y peleando con el sueño, más madrugador que una alondra, más despierto que un murciélago. El viaje que hizo mi padre escapándose de la guerra civil, del hambre, de la página más miserable de nuestra historia.

Hay un viaje interior también. En un momento la Historia doblegó su curso, algunos comprendieron que revolución y reacción no eran propiamente su semántica; algunos reconocieron que los trenes que recorrían muchos territorios y las chimeneas que eructaban venenos nos enseñaban algo más, mucho más que unos viajes, mucho más que el progreso.

Tolstoj no terminó el viaje que inició, Ulises cerró el círculo y volvió a Ítaca, Abraham no lo cierra nunca…

Tiempo y espacio que se cruzan. Muchos salieron sin retornar, Borges desde la orilla, Conrad de las tinieblas, Ursula K. Le Guin de Omelas.

Teseo en su laberinto sigue un hilo para fugarse del minotauro; más allá solo ethos, solo pathos, el logo y la physis...

La poesía probablemente es la premisa de todos los lenguajes, debe ser el viaje más contemplativo que el ser humano pueda emprender. Para un poeta es como ir a China a pie, cavar y cavar llegando a las antípodas de la tierra, salir de Italia y salir de Nueva Zelanda. Viajes maravillosos.

Y ahora aquí, en el país que me adoptó. Al gozar de la observación, como un coleccionista de paisajes surreales, de visiones que decodifico y deconstruyo; bicicleteando o desde una ventanilla que filtra las emociones, leyendo entre las líneas los raros acertijos del hombre contemporáneo, descifrando charadas y muertos intentos de genialidad. El viaje de un siglo, lo de Céline o lo de Musil. Embriago frente al Sena con Henry Miller. Sigo engatusándome de la dama que me sigue acompañando, día y noche en este viaje, de sabores y de saberes…olvidando habilidades y jugando con las imprevisibilidades. Siguen los viajes de los viajes.

5 de abril 2024

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Foto: “El portón de los sueños”, Aramasi, Villa Rivero, Cochabamba