PABLO CEREZAL
A Juan
Goytisolo, que habita el presente.
La primera vez
que entré al parisino café Le Procope, el camarero, solícito, me mostró la mesa
en que escribía Voltaire. Acto seguido se aventuró a asegurarme que estábamos
en el café más antiguo del mundo. Supe, tiempo después, que la realidad distaba
mucho de tal aseveración. Pero las consignas turísticas son difíciles de eludir
hoy en día, y en numerosas ocasiones, a fuerza de repetirse, logran trocar de
leyenda en historia. Sí fue, Le Procope, el establecimiento que popularizó el
consumo de café en el país galo. Pero el primer local dedicado a dicho consumo
abrió sus puertas en la antigua Constantinopla, allá por 1475, y se llamó Kiva
Han. Fraudulentos trucos del comercio turístico, ya digo, pero también del
egocentrismo occidental.
Desde que un
pastor de cabras etíope, allá por el siglo IX, observase el efecto vigorizante
que surtió en su rebaño la ingesta de unas extrañas bayas carmesíes, el café se
ha convertido en imprescindible para la vida diaria de un elevado porcentaje de
la población mundial. Así quedó instaurado en el mundo musulmán el consumo de
café. Así se abrieron, ya en el siglo XV, los primeros locales dedicados a
ello. Así se extendieron por las tierras de Alá, y se popularizaron como lugar
de reunión de filósofos, intelectuales, pensadores, políticos, conspiradores y
diletantes.
Después, mediado
el siglo XVII, el café llegaría a Europa. Las grandes capitales se verían
subyugadas ante los estimulantes efectos de aquella bebida, y en los locales
inaugurados para su consumo se forjaron las revoluciones, corrientes
filosóficas y movimientos artísticos que conformarían la sociedad actual. En el
orbe musulmán, los cafés siguieron proliferando, hasta convertirse en lugar
casi exclusivo de reunión pública, y al albur de su penetrante aroma la
sociedad islámica puso voz al pensamiento de la calle. Nuestros europeos Le
Procope, de Flore, Central, Gijón o Pombo, pueden considerarse reflejo de los
musulmanes Hafa, M’Rabet, Fishawi, Gemmaizeh o Pierre Loti.
Ayer presenté en
Madrid mi libro Al- Maqhaa, un largo reportaje que pretende restituir, al
menos en parte, la existencia del café y sus lugares de consumo como otro de
los legados musulmanes que Occidente ha intentado soslayar. Así somos, los
avanzados adalides del progreso. Así nos encerramos, creyendo universalizarnos,
al intentar imponer la creencia de que todo lo que sirve o es útil ha sido
inventado por nosotros. Así somos de provincianos, al fin, cada vez que
hablamos de Historia limitando esta a las estrechas fronteras europeas y estadounidenses.
Es que la India no existió más allá de su época de esclavismo británico y las
actuales corrientes orientadas a banalizar siglos de sabiduría ascética. Es que
Centro y Suramérica sólo comenzaron cuando nuestros ancestros decidieron
aniquilar toda huella de cultura bajo el yugo retrógrado y fiero de la cruz y
el arcabuz. Es que África y Oriente Medio no son más que amplios territorios
baldíos poblados por ejércitos de vagos, hambrientos y terroristas islámicos
que nos impiden regalarles progresía y riqueza.
Produce hastío
pensar en esta actitud imperialista que cada día acrecienta su maquinaria
publicitaria para acrecentarnos el más puro atraso moral e intelectual. Dan
ganas de marcharse lejos. Se ha intentado, en alguna ocasión. Se seguirá intentando,
intuyo. Hay quien lo hizo, y logró convertir su exilio voluntario en ejemplo de
vida, memoria, cultura y verdadera Historia.
En Al-Maqhaa no
ha tenido cabida un café que, desde hace unos días, ha hecho trinchera en mi
memoria como para combatir el paso del tiempo y su fiel escudero: el olvido.
Hablo del café de France, sito en la célebre plaza de Xmáa-El-Fna, en
Marrakech. Y bien lo hubiese merecido pero, en ocasiones, las restricciones
espaciales obran caprichosas injusticias.
El caso es que el
recuerdo ejerce su tiranía de exactitudes para conducirme de nuevo a Marrakech,
a una jornada transcurrida ya hace años, tantos que comienzo a dudar si no me
habrá impuesto, también el recuerdo, su dictadura de ficciones.
La tarde es un
espanto de temperatura extrema y mercadeos mínimos que comienzan a transitar la
frontera de sus contrarios. La medina de Marrakech, a medida que los
termómetros se desvisten de cifras, comienzan a ataviarse con pieles y telas
que devuelven frondosidad a sus tenderetes. Según va cayendo la tarde y el
aplastante calor comienza a evadir las calles, estas se pueblan de mercaderes y
paseantes que proporcionan al itinerario un bochorno más amable, el de la vida
en desarrollo.
Callejeo el
alboroto decidido a llegar hasta la plaza de Xemáa-El-Fna, para tomar asiento
en el café de France, donde me ha citado Juan Goytisolo. Aún quedan unas horas
para que llegue la del encuentro, pero no quiero perderme el espectáculo del
cambio de guardia que, al atardecer, se produce en la plaza. Los vendedores de
zumos y jugos desmantelan sus puestos callejeros para dejar paso a los
cocineros y camareros que, desde ahora hasta bien entrada la noche, repartirán
viandas, aroma y sonrisa entre su nutrida clientela. Los pedigüeños y
menesterosos escabullen sus monótonos ropajes anónimos para que, en su lugar,
vistan la noche los atuendos maravillados en color de cuentacuentos, danzarines
y encantadores de serpientes. Un cambio de guardia menos castrense que esos a
los que acuden miles de turistas en los dominios de Occidente. Pero igual de
metódico y, qué duda cabe, más alegre.
Ya en la terraza
del café de France, el camarero certifica la pericia de los de su gremio aquí,
en Marruecos, tras intuir mi nacionalidad y hacerme tomar asiento, de
inmediato, en la “mesa de Juan”. Así lo proclama: esta es la mesa de Juan,
siéntese aquí. Enciendo un cigarro a la espera del café negro que me ha
asegurado llegará en un instante, y pierdo la mirada en las geometrías
inexistentes del crepitar ciudadano.
Vaga mi mente
entre la algarabía de voces que pueblan el café y la plaza. Pierdo la noción
del tiempo, no sé cuánto ha pasado cuando veo a Goytisolo acercarse, con el
pausado caminar de la edad y la paciencia. Danza un mínimo temblor de cejas en
su rostro, a modo de saludo y, antes de acercarse a mi mesa (su mesa) saluda a
los parroquianos que ocupan la aledaña. Hablan y ríen, le invitan a tomar
asiento. Pero él me señala con el hombro y todos exclaman “bienvenido” en un
perfecto y sonoro español. Yo contesto “shukran yazilan” en un prudente y
defectuoso árabe. Las horas siguientes serán de compartir charla, pausada pero
voraz, y la mirada del poeta no perderá ni por un instante el brillo de la
lucidez más acerada.
Goytisolo tuvo
sus primeros contactos con el Magreb en los banliueus de París, donde se codeó
con las razas del extrarradio y quedó fascinado por su vitalidad insultante.
Queriendo sumergirse aún más en los diccionarios vitales de aquellos migrantes
forzosos, recaló en Tánger, guiado por las recomendaciones de su amado Jean
Genet. Nunca supe por qué no permaneció en aquella ciudad, por qué siguió
periplo hasta Marrakech. Él me explica que se vino hasta aquí, en 1985, porque
quería aprender dariya, el dialecto marroquí. En Tánger, debido a su origen
hispano, todos los habitantes acababan dialogando con él en su lengua materna.
La lengua que amaba pero necesitaba desvirgar de cerrazón para llevar adelante
su impresionante proyecto literario. Cerrazón a que la habían sometido aquellos
conciudadanos que habitaban una España sumida aún en la recolecta miserable de
40 años de dictadura, y que él insiste en asegurarme que está ya regresando con
renovados bríos, a imponer encefalograma genérico y plano a los habitantes de
nuestro país de origen. ¿Está regresando? No exactamente. Nunca se fue. Por eso
él decidió irse lejos, cuanto más lejos mejor. No reniega de nuestra común
lengua materna. Al contrario, la ama porque la comprende forjada en
promiscuidad de dialectos, voces y decires que hoy intentan condenar al olvido
los adalides de la uniformidad y el miedo.
Después me
explica que fue en esta Plaza, sentado en este mismo café, donde comenzó a
prestar prestos oído a las voces de la gente, escuchándolas, replicándolas con
timidez inicial, grabándolas en vetustos cassettes para reproducirlas una y
otra vez en la soledad de su hogar, con el ánimo de llegar a pronunciar
algún día un idioma que como tal defiende y que ya domina a la perfección. Un
idioma que es distinto del árabe con que también se pretende uniformizar al
país vecino y que, defiende Goytisolo, será algún día reconocido como
identificativo de todas las naciones que integran el Magreb, junto al tamazight
y el sousía. Así que el disidente por excelencia muestra una y otra vez, en su
tierra de origen o en la de adopción, su amor por la esencia y orígenes de la
comunicación. Confirma, así, que su disidencia es de cualquier norma que
intente fijar un pasado que no fue como nos cuentan. Él comprende que el
presente sólo existe como amalgama de voces pretéritas.
Ya decía, al
inicio, de las ansias imperialistas que anidan en este pensamiento único que
pretenden imponer los más rancios de nuestros conciudadanos, esos que llamamos
los vencedores, esos que se supone escriben la Historia. Pero lo hacen fijando
dicha Historia en el momento que ellos deciden, olvidando pasados carentes de
uniformidad, negando un futuro que se debería erigir sobre lo heterogéneo.
Juan Goytisolo
comprendió todo esto mucho antes, cuando la sociedad española imponía sus
legislaciones de terror y silencio, finalizada aquella Guerra Civil que
traicionó los verdaderos signos de identidad que nos habían conformado. Una
contienda que barrió todo signo de inquietud cultural, entre otras muchas
cosas, y que aún no ha logrado esconderse tras los visillos de la Historia, por
mucho que tantos la disimulen bajo la alfombra cuando llegan las visitas. El
caso es que él se declaró disidente casi a la par que lo hacía escritor, poeta.
Disidente de la España oficial y sus literaturas ídem. Y permanece disidente de
todo lo que pretenda amarrarnos a un presente huérfano de referentes.
Hoy, aquí, en
Marrakech, contemplo maravillado cómo de su garganta brotan por igual los
gritos de los aguadores, las intrincadas narraciones de los cuentacuentos, el
silabeo aflautado que despierta a las serpientes, la inacabable oferta
vociferada por mercaderes y pillos, los ingeniosos chascarrillos de los
ciudadanos, y comprendo que la Historia no la escriben los vencedores, que el
futuro de la lengua no se dicta en libros ni academias, sino que se habla en
las plazas públicas… y en los cafés, especialmente en los del mundo musulmán en
que aún regalan el tiempo, los contertulios, al hablar pausado y meditabundo.
En Occidente, los cafés van desapareciendo como lugar de encuentro e intercambio
de opiniones, y sólo nos acercamos a los que van quedando con la prisa por
marchar al siguiente mordiéndonos los talones.
Algún día
comprenderán los ciudadanos (ninguna fe en las autoridades) dónde habita la
esencial semilla del habla y la literatura (tan despreciada hoy, tan de saldo),
que vienen al fin a ser lo mismo: vida en desarrollo. Y Juan Goytisolo, aunque
ya no esté, seguirá aquí, a la sombra de una temperatura mortal, en Marrakech,
en la Plaza de Xemáa-El-Fna, en el café de France, moldeando la gloriosa
gangrena de la palabra, coloreando las esquinas verbales que los tiempos
anhelan dejar fuera de foco.
Ahora comprendo
que las páginas de Al-Maqhaa han quedado huérfanas de ese café
en que Juan Goytisolo erigió la mayor de sus disidencias, la que le alejó de un
presente cobarde y vacío, ausente de vida. Porque la vida es amalgama de voces
antiguas que son, a pesar de todo, las voces del ahora.
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De LA GALLA
CIENCIA, junio 2017
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