En junio de 1959,
el imperecedero cantautor belga y uno de los mayores exponentes de la chanson,
Jacques Brel, inspirado en la Rapsodia número 2 de Liszt, y en su amante,
Suzanne Gabriello, compuso la que es considerada por la crítica como una de las
canciones de amor más bellas del siglo XX. Muchos entretelones mentales pudo
haber tenido la creación de Ne me quitte pas (No me abandones), si a ella, su
canción de amor más desgarradora y delicada, el compositor le destinó años
después calificativos tan ásperos como decir que fue “propia de un cobarde y un
imbécil”.
Quienes lo
conocieron de cerca opinaban que detrás de ese comentario tan despiadado se
descubría la atormentada contradicción entre su deseo de libertad y su odio a
la prudencia y los convencionalismos, y la férrea educación católica que Brel
cargó sobre sus hombros, cuyos severos valores originaban en él un mortificado
sentimiento de culpa. Su existencia, como una veleta girando en todas
direcciones, se inclinaba a rechazar, no sin miedo y vaga (aunque profunda)
rebeldía la forma de vida impuesta desde su infancia, hasta finalmente
extraviarse en una condición de esposo infiel y padre imperfecto.
Y entonces, entre
las cuatro paredes de una sombría habitación, armado de su guitarra y una copa
de vino escribió, impregnado por el abundante humo del tabaco, Ne me
quitte pas, con su corazón hecho un ovillo por el amor furtivo que abandonaba.
Una de tantas amantes, de quien, como obstinado enamoradizo, pretendió
empaparse hasta de su más menuda molécula de amor, como si en su vida no lo
hubiera hallado a raudales, sobre todo en su compañera de vida, Miche, a quien
le dio una estocada de desesperanza y profundo duelo de corazón.
Pero gracias a
ella, a Suzanne Gabriello, o Zizou, arrojó al mundo, como una lanza con punta
sentimental, su más acabada inspiración, que hoy, con nostalgia algo escuchamos
como susurro modelado con formas infinitas. Así también pinceló el mundo Paul
Gaiguin —a su manera otro sublevado a lo “normal”— cerca de cuya tumba yace
Brel en la Polinesia, levantando sospechas de arcano casualismo.
Se dice que su
rechazo hacia lo religioso, su rebeldía a lo establecido, su odio a la
burguesía, tenían como raíz un horrendo descubrimiento de niño: la relación
extramatrimonial de su madre con un párroco.
Si así hubiera
sido, ¿habría recibido las dádivas del cielo para expresarse con la belleza de
su música y poesía? ¿Habría retratado la delicadeza de los paisajes de Flandes,
de su Bélgica soñada, del mar del Norte, y hacer que hasta el propio mar
Mediterráneo, acompañado por el cielo gris y la lluvia infinita “se sintieran
conmovidos y nostálgicos al escuchar Le plat pays”? Es posible por su
alma desgarrada, observó cierta vez Edith Piaf. Pero aparte de cualquier juicio
que uno pueda formarse, Jacques Brel rindió el más perfecto tributo al amor: Ne
me quitte pas, himno que hoy lo oímos más fuerte que nunca.
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De LA RAZÓN,
15/06/2012
Ilustrativo comentario sobre un genial tema y tremendo autor.
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