OSVALDO BAIGORRIA
Hay tantas
maneras de caminar como bípedos hay en el mundo, y cada uno encontrará su modo
particular, su gesto único, su ritmo. El de Edgard Scott en Caminantes (Ediciones
Godot, 2017) se organiza en torno a lecturas de autores que fueron encontrando,
al andar, una peculiar trascendencia, un estilo. No encontraron necesariamente
la salud, que de tanto caminar a veces se pierde. Ya en el prólogo a su
traducción de Caminar de Thoreau, Scott había insinuado un
desdén por el andar como deporte o prescripción médica y cierta atracción por
esas figuras de artistas del camino que en este nuevo libro se clasifican como
flaneurs, paseantes, vagabundos y peregrinos.
En este pequeño
librito, delicadamente ilustrado por Tobias Wainhaus, desfilan Baudelaire y Sarmiento,
Walser y Rosseau, Sebald y san Ignacio, Stevenson y Rimbaud, Luis Gusmán y
Carlos Correas, entre otros. Rasgos en común: de género masculino, estas
figuras se recortan solas, no van en compañía aunque si la encuentran podrán
sostenerla un tiempo en busca de alguna quimera, y después partirán de nuevo,
seguirán su yiraje, su trottoir. Se camina a solas
porque dos ya es multitud: consigna linyera de los errantes pampeanos, algunos
de los cuales fueron singulares narradores orales y aquí también aparecen.
Claro que no son
estas figuras de la migración sino del nomadismo. El migrante va de un punto a
otro mientras que el nómade pasa por los puntos y siempre los abandona, sigue
una o varias líneas de fuga, según Deleuze y Guattari: entra en devenir, en relación
de alianza con lo otro. El hombre de la multitud que retrata Poe en
Londres puede ser el mellizo o gemelo absurdo y desfigurado del dandi de
Mansilla que pasea por París, mira vidrieras y admira mujeres. Seguir a alguien
que se pierde en la muchedumbre, perseguir y desear algo que se escurre,
inefable, que puede tener perfil femenino o espalda masculina y que
bien podría ser un fantasma, la ilusión de no estar solo.
Pero los días del
flaneur, del peregrino y del vagabundo se han extinguido, apunta Scott con
nostalgia. Detecta una rara inercia en las calles de toda cosmópolis, aquí
representadas con estampas parisinas: las multitudes caminan lentas, pesadas,
no por una “demora plácida, serena, propia de una marcha arrobada y atenta a
los esplendores de la tarde, de las vidrieras y del mundo”. Estas masas de
consumidores no pueden acceder a las grandes marcas que exhiben las vidrieras,
no tienen convicción, son como una impostura de aquellos paseantes y caminantes
de leyenda o literatura, parecen “malos extras de una mala película”.
Por suerte ve
excepciones. “Algún pez del cardumen, algún cordero del rebaño se detiene o se
sale, se aparta un momento para comprar cigarrillos, para no sacarse
una selfie”. Son los menos pero gracias a ellos se puede soñar de nuevo
con esa libertad legendaria del caminante, de aquél que sigue el ritmo de un
tambor diferente, para volver a Thoreau. Son los menos porque siempre resultará
más seguro acomodarse a la marcha insana de la multitud: salirse es siempre un
riesgo. Porque errar es también equivocarse, porque incluye el extravío y se
funde con la vida misma que continúa en movimiento, pasa de un punto a otro y
sigue siempre en el camino.
–Publicado en
revista Ñ del 20/05/17 bajo el título “Artistas del camino que tientan el
extravío”
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De PASEO ESQUIZO, 26/05/2017
Imagen: Sello norteamericano de 1967
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