La memoria es un
recurso altamente político. Es la imperiosa necesidad de rescatar del olvido a
los derrotados de la historia. Es la politización de la memoria. O, por el
contrario, sirve para un uso perverso: desactivar el contenido histórico a fin
de reducirlo en un rito grotesco. Estas cavilaciones emergen a propósito de los
50 años de la Masacre de San Juan en la mina Siglo XX. Este hecho luctuoso no
solamente marcó inexorablemente el devenir del sindicalismo boliviano, sino que
hoy signa la memoria de aquellos pobladores, dirigentes o (ex)mineros en el
otrora campamento minero de Siglo XX, hoy municipio de Llallagua.
En vísperas de la
conmemoración de la Masacre de San Juan, Radio Pío XII, haciendo méritos a su
eslogan “La Radio que se hace pueblo”, organizó un coloquio con los
sobrevivientes de aquella jornada angustiosa del amanecer del 24 de junio de
1967. En ese coloquio emergieron testimonios, muchos de ellos desgarradores.
Allí la memoria hizo que la historia se politizara. Como dice el periodista
Carlos Soria Galvarro en un artículo publicado recientemente en La Razón
(18.06.2017), esta masacre fue una estrategia preventiva para abortar, entre
otras cosas, la mita (salario de una jornada de trabajo de los mineros)
destinada a la guerrilla guevarista, que por esos días se desplazaba por el
monte boliviano. De allí que la figura del Che se encuentre impresa en el casco
del minero y en sus pancartas, un ícono imperecedero asociado
incuestionablemente a la lucha y resistencia de los mineros.
La paradigmática
sirena instalada en el techo de la sede de la Federación de Trabajadores
Mineros, ubicada en Plaza del Minero, emite un sonido inconfundible que evoca a
las grandes movilizaciones y concentraciones históricas del movimiento minero.
Pero en el alba del 24 de junio, jornada escogida para conmemorar los 50 años
de la Masacre de San Juan, ese retumbo adquirió un sentido propio, al evocar la
tragedia provocada por el gobierno de René Barrientos Ortuño el 24 de junio de
1967, cuando el dirigente minero Rosendo García Maisman, como si se tratase de
un acto de Sísifo, alcanzó a activar aquella sirena antes de ser asesinado por
las fuerzas represivas que en ese momento invadían la radio La Voz del Minero.
Ese sonido anunció que algo estaba pasando: era el horror de la Masacre de San
Juan.
Aquel dirigente
minero caído se erigió en un ícono imperecedero, cuyo heroísmo se condensa en
la inmolación de más de 20 caídos en esa masacre. En cada esquina de la Plaza
del Minero, cuando los vestigios de las fogatas se extinguían, aparecían
cadáveres desparramados en las calles. Esa imagen dantesca está alojada en la
memoria de los sobrevivientes de la masacre. Un rentista minero rememoró: “Las
balas pasaban por nuestros ojos”. Y otro decía: “Veía las balas como ceniza”.
Esa impronta de dolor quedó en la retina de los ojos de aquellos testigos
oculares de ese amanecer angustioso. Entonces, el pasado se fundió en el
presente. A pesar de que el Gobierno actual quería apoderarse de la
celebración, lo que hubiese significado confirmar la máxima “la historia se
repite dos veces. Una como tragedia, y la otra como comedia” de Carlos Marx,
fue más fuerte la memoria insurgente, que impidió que esta conmoración sea
politizada grotescamente por el poder.
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De LA RAZÓN (La
Paz), 27/06/2017
Fotografía: Portada de LA PATRIA, Oruro
Fotografía: Portada de LA PATRIA, Oruro
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