Ayer mis tías me
secuestraron para ir al campo, pero no a un claro de pasto a un costado de la
ciudad donde tomar mates. Me llevaron a un pueblito llamado Tabay. Asistimos a
la presentación de un poemario de una compañera de trabajo de ellas, que es
oriunda de ese lugar. No me dieron tiempo para hacer demasiados preparativos,
salí a los apurones con mi DNI, un abrigo y la cámara de fotos que está
irremediablemente dañada.
El viaje en un
auto 2010 no pudo ser más que confortable, rápido y placentero. Miré con ojos
de niña cada tramo de la ruta. Comenté desinteresadamente acerca del recital de
Chayanne que mi madrina relataba con emoción adolescente. Mi alma se deleitaba
con cada espacio verde que observaba. ¡Ni que fuera la primera vez que veía la
llanura mesopotámica! ¿Cuántas veces habré visto ese espacio en mis viajes?
Muchísimas. Sé de qué lado vienen los eucaliptos, los pinos, las tacuaras, las
lagunas permanentes y las que se forman por la inundación, los poblados, las
vacas, los caballos, las plantaciones, las casas humildes y las grandes
estancias. Con los años cambian pocas cosas, así es el campo. Lo sé, lo sé,
pero no me importa.
Intenté fotografiar con la mente cada árbol, cada yuyo que crecía al costado de
la ruta. Noté y comentamos que pese al largo período de sequía, que se nota en
las lagunas empequeñecidas, los árboles están intensamente verdes y forman
pequeños bosquecillos en el horizonte plano. Por tramos se divisaban chicos en
sus bicicletas jugando cerca de charcos o bien intentando pescar algo. Unos
perros corrían entre flores silvestres amarillas que teñían grandes extensiones
que no estaban sembradas aún, pero por las máquinas apostadas a un lado se notaba
que pronto pasarían a la historia. La zona de los palmares es espectacular, con
el cielo nublado parecen edificios naturales. Firmes por naturaleza, resisten
todas las tormentas que se desatan sobre ellos. Dan ganas de pararse en medio
de la RN12 a tomarles una foto, pero el tráfico es intenso y sería un suicidio,
los camiones pasan a toda marcha rumbo al Brasil o Paraguay, por las patentes
se nota que otros tantos vienen de esos lados para el litoral argentino y
probablemente no detengan su andar hasta Buenos Aires o Santa Fe.
Los pueblos que
se asientan a la vera de la ruta son antiguos y con el tiempo se van volviendo
populosos, aunque sin perder ese toque de sencillez que los caracteriza. Al
pasar te siguen con la mirada, si les sonreís es probable que te saluden con la
mano o asientan con su cabeza. Me gusta verlos caminar, tienen un ritmo muy
pausado y si van conversando y haciendo compañía. Con fijarte en sus labios
notarás que hablan del mismo modo. La serenidad se nota en los detalles de las
casas. Las cortinas vuelan con bordados que podría apostar que hizo la dueña de
la casa. Las plantitas están justo debajo de las ventanas. Frente a las puertas
de algarrobo se extienden caminitos de ladrillos. En los jardines de rejas
bajitas corretean perros junto a los pequeños habitantes de las casas. Cómo me
gustaría vivir en un lugar así. La intendencia está en el centro del pueblo, un
edificio modestísimo con una bandera argentina flameando en la parte más alta
del mismo. Los policías que lo custodian toman mate parados en la puerta
mientras conversan con un vecino. Al lado está la plaza con unos pocos juegos
en buen estado. Los árboles prolijamente pintados con cal para que las hormigas
no los arruinen. Los arenales lucen blancos de tan limpios que están. Las
flores puestas por la municipalidad se distribuyen haciendo sencillos dibujos.
Se ve orgulloso el cartel con el nombre del lugar junto a otro pequeño que pide
cuidar el espacio (se nota que lo obedecen). Los negocios y tiendas son tan
poquitos e improvisados que apenas se distinguen de las casas. Los más
evidentes son la farmacia y un supermercado. La iglesia es el edificio más
imponente y concurrido, ahí es donde se ve más gente.
Pasamos unos
cuantos pueblos en los 150 kms que separan la ciudad de nuestro destino. Todos
se veían exactamente iguales. Nos perdimos en el último tramo. Tabay es un
lugar poco conocido. Mi tío ve pasar un baqueano montado en su caballo
maltrecho, le chista y lo interroga. El hombre se para de inmediato, es
probable que nos haya venido observando desde hace rato porque habíamos
disminuido la marcha y eso no es común en ruta salvo que no sepas dónde estás.
Con marcadísimo acento le señaló el camino a seguir, se quitó el sombrero y nos
deseó buen viaje. Lo vi alejarse a trote lento por la banquina.
Llegamos un poco
tarde a la presentación. Nos tomamos un par de fotos a la entrada del salón de
usos múltiples de la intendencia. Era evidente que era un evento especial,
había demasiados autos nuevos y mucha gente concentrada. Me dieron como un
millón de besos y abrazos, perfectos desconocidos, que en realidad eran colegas
de mis tías y conocidos de la homenajeada. Me impresiona besar a las
correntinas, tienen el rostro pequeño y delgado, y además cuando lo hacen no te
dejan de hablar.
El salón era más
bien un galpón pelado, con unas luces fluorescentes y un escritorio con
micrófono a cuyas espaldas se veía un cartel donde se leía: Tabay, tinaja de
vida y luna. La presentación fue breve, digamos que se leyó el prólogo, el intendente
dijo algunas palabras afectuosas y se presentó a una serie de personajes que
eran evocados en el poemario. Esa parte me pareció muy emotiva. Vi a una
viejecita muy arrugada y morena encorvada de tal modo que apenas pasaba el
metro treinta, era la partera del pueblo. Un profesor de 80 años que diplomó a
la mayoría de los adultos que hoy son profesionales o respetables padres, unos
aradores de piel curtida por el intenso sol que aparentaban más edad de la que
tenían. A último momento llegó corriendo un hombre de más de cuarenta, muy alto
y tímido, recibió un cálido abrazo de la escritora y se quedó a su lado. El
orador lo presentó como el muchacho de barrilete. Confieso que lo primero que
se me vino a la mente fue un vendedor de barriletes, pero denominaban así a una
especie de pregonero, que desde muy niño se ocupaba de repartir el diario, la
correspondencia, anunciar fiestas y eventos. Según contaron, era un personaje
vivaz que se veía pasear por las calles cantando y bailando y al que también se
le acusaba de travesuras inocentes. Al mirarlo bien, te dabas cuenta que era un
hombre con una notoria deficiencia mental, de allí que se le considerara un
niño eterno. Me produjo mucha ternura verle aplaudirse a sí mismo, tímido y
huraño, ausente y con tanta presencia. El poema dedicado a él lo recitaron en
ese mismo momento y se emocionó tanto que tomó una guitarra y se puso a tocar.
Para finalizar,
hubo café, mates y algunos bocaditos para comer. Desgraciadamente no pesqué ni
uno, todos me pasaban por al lado con una rapidez asombrosa. Me presentaron a
montones de personas que no recuerdo y me besaron demasiado. Intenté sacar
algunas fotos pero no pude, la cámara no anda nada bien. El sonido del chamamé
me entró en el alma, por primera vez lo sentí absolutamente mío. La voz del
cantante era potente y me encantó. Compramos un libro y nos escapamos de la
fiesta porque se venía la noche y el camino era largo.
De regreso me
contaron que la escritora estaba enferma y que era una mujer de coraje. Hace
unos meses le habían sacado un pecho porque se le declaró cáncer de mamas. En
vez de entristecerse se dedicó a escribir. El libro entero es un solo poema que
evoca los momentos más bellos de la niñez... ojos de niña... Ama a su pueblo y
a su gente, no la olvida. Dice por este que allí se vive y se siente, se siente
y se vive. Esa parte la hicieron parte de una canción que se presentará
oficialmente en unos meses. Qué valiente. Me quedé pensando mucho en eso.
Disfruté tanto del paisaje de vuelta como el de ida. El anochecer fue increíblemente
bello, ojalá tuviera el talento necesario para poder describir el degradé de
colores del cielo, del azul al naranja. La noche se instaló a los diez minutos
de partir del Tabay, o pueblo chico, en guaraní.
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 17/10/2010
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