En lenguaje
cristiano esto debería llevar el título de “chicherías y pendones”, pero no
resultaría del todo cierto, exacto y expresivo. El castellano no ofrece la
poética economía de palabras que caracteriza a la noble lengua incaica.
Tremendo engorro me he llevado buscando el vocablo apropiado y la sonoridad
perfecta, de tal manera que ambos sustantivos no parezcan vulgares ni suenen
confusos. No hay nada de sustancioso al pensar que debería llamarse “chicherías
y banderitas”, como alternativa. La claridad no aparecería por ningún lado, ni
cuando llegue el alba. Al contrario, en quechua no hay dónde perderse. Con dos
vocablos contundentes zanjamos la cuestión que hasta los borrachos entenderían
de qué estamos hablando, siempre y cuando se conozca el idioma ancestral, desde
luego.
No diga aka-huasi
a secas, casi asépticamente, sino usted parecerá un gringo desubicado
preguntando por un baño o letrina. Coja aire desde el estómago y pronuncie con
la fiereza de los árabes como cuando dicen “akhbar”, aspirando la h a
plenitud, como si la arrastrara en la garganta o estuviera a punto de hacer
gárgaras. Lo mismo para “aqhallanthu” pero teniendo cuidado que ese thu,
suene suavizado tal cual los gringos dicen “thursday”. En las zonas de
influencia quechua la acentuación es de capital importancia, porque un insignificante
sonido puede llevar al traste toda una expresión y generar, en consecuencia, un
torrente de sonrisas burlonas con resabios de sugestiva ironía, tan normal a
quienes lo entienden fluidamente.
Esto no va de
chicherías o locales donde se expende masivamente el otrora llamado “elixir de
los incas”, defenestrado en los últimos tiempos por ser bebida barata y
destinada al vulgo. Las crónicas de época resaltan que en plena Plaza de Armas
de Cochabamba, hasta inicios del siglo XX, existían varios comercios de chicha
donde gentes de distintos estratos sociales acudían para pasar ratos de
esparcimiento. Luego, los prejuicios y la influencia de los inmigrantes
europeos que montaron las primeras cervecerías, motivaron a las autoridades de
entonces a desterrar las chicherías unas cuadras mas allá, porque supuestamente
daban mala imagen y su presencia no condecía con las “buenas costumbres” y los
afanes de modernidad.
Caída en
desgracia, la chicha nunca más se recuperó de su sitial, aunque es seguro que las
clases altas la siguieron consumiendo en forma privada, hasta ser reemplazada
paulatinamente por brebajes más sofisticados. En contrapartida, halló el hueco
definitivo entre las clases obreras y campesinas. Sólo que con la masificación
llegó también la adulteración y la consiguiente merma en la calidad. Cuando un
producto se vuelve puro negocio, pierde su esencia, reza el dicho. Así, la
chicha producida a raudales en los valles cercanos a la ciudad, incluso con
algo de tecnificación, dista mucho del sabor tradicional, precisamente por
ganar tiempo en el proceso de elaboración, añadiéndole alcohol de caña y otros
dudosos ingredientes destinados a suplir el fermento natural del maíz. Tampoco
es ocioso afirmar que comerciantes inescrupulosos, antes de vender la bebida,
la “estiran” básicamente con agua, con tal de aumentar sus ganancias. El
descrédito es total y pocos lugares conservan cierta fama de ofrecer auténtica
chicha.
En los pueblos
quedan todavía chicherías artesanales, mejor dicho aqhawasis, sitios donde aun
es posible paladear la estimulante y ácida textura del brebaje en cuestión. Un
aqhawasi es literalmente la morada de la chicha, casa, hogar donde el maíz
cuidadosamente seleccionado sufre un proceso de transformación para culminar en
la bebida espirituosa. Todo comienza con la preparación del huiñapo (grano
germinado), que una vez secado al sol y, posteriormente molido, se pone a
hervir como una suerte de caldo mágico en una gran paila de cobre expresamente
empotrada en un fogón de leña. Día y noche se atiza la hoguera, durante varias
jornadas, en turnos para no descuidar el fuego y remover periódicamente el
caldo que va espesando. El tiempo exacto de cocción y los añadidos (levadura,
azúcar, etc) son secretos de familia celosamente guardados, así como los modos
de elaboración. La faena termina con el vaciado del líquido en tinajas
semienterradas, bien tapadas para que el producto fermente y “suelte los
alcoholes”, es decir alcance un grado de maduración óptimo.
Casi una semana
después, la chicha fresca, cuyo color va desde un dorado intenso hasta un ocre
pálido, dependiendo del tipo de maíz empleado, es ofrecida a la venta. Entra en
juego, entonces, el otro componente que identifica claramente el sitio,
anunciando que se abren las puertas a los parroquianos, como una especie de
reclamo publicitario silencioso y que puede ser visto desde varias cuadras.
Allí donde se divise un aqhallanthu (pendón, chicha señal), colgando de una
larga vara en la puerta o pared del establecimiento, es el código usual que
invita al consumo. Los aqhallanthus varían en apariencia de acuerdo a los
lugares. En los arrabales de la ciudad y en los municipios cercanos
(Quillacollo, Vinto, Sacaba) predominan las banderitas blancas, así como en
varios pueblos del Valle Alto. En otros, cuelgan latones romboides de color
rojo o con diseños de aguayo, a veces con borlas, pero son más bien
escasos.
Pero se lleva la
flor, cabalmente dicho, la antigua Palca, hoy Independencia, donde siendo niño
me cautivaban esos pendones sumamente floridos que incluso tenían unas flores
específicas, las pelargonias de rojo intenso que a veces se combinaban con un
par de cartuchos cruzados (flor de cala), en los agujeros de una tutuma sin
partir. En ningún otro pueblo he hallado tales adornos, ni me consta que en
otras regiones del país utilicen algo parecido. Hasta tenía su encanto y
significado implícito aquella forma de promocionar la bebida: si las flores del
pendón ya estaban marchitas significaba que la chicha era del día anterior, por
tanto, guardada. Chicha buena no duraba un día, bien que lo recuerdo, porque de
todas partes llegaban las jarras de fierro enlozado con el encargo de llevarse
a casa el dorado elixir, especialmente a la hora del almuerzo. Los fines de
semana, donde hubiese un agasajo, se reservaba el vital elemento en “latas”,
baldes rústicos de unos 15 litros que se adaptaban de los envases de alcohol.
Hace unas semanas, encargué a un familiar que sacara fotos allí donde se topara
con los aqhallanthus en las calles palqueñas. Grande fue mi desilusión al saber
que la modernidad había arrasado con esa pintoresca estampa de los pendones.
Efectivamente, las flores todavía colgaban de los palos pero sin ninguna
gracia, para colmo hechas de plástico, una aberración para una tierra donde hasta
la maleza florece por designio natural. ¿Cómo saber, entonces, si la chicha
estaba fresca y buena?
Naturalmente, los
aqhawasis son negocio familiar, casi siempre al mando de una mujer, eso sí, de
templado o férreo carácter para lidiar con los borrachines. Las chicheras de
renombre eran más conocidas por sus apodos que por sus verdaderos nombres. La
picardía criolla tan presente en los catadores y clientes habituales, siempre
ha sido pródiga a la hora de bautizar a sitios y personajes, y en la jugosa
convivencia entre las lenguas española y quechua, la ironía y el humor han
hallado el mejor caldo de cultivo. Cómo no sonreír, entonces, al oír en mut’i
castellano o quechuañol, apodos tan singulares para sus célebres
chicheras que aún quedan en la memoria de todos los paisanos: ¿Dónde estaban
las mejores chichas?, preguntaría un visitante. Un palqueño respondería
automáticamente que fuera donde la “Thantacarro”, la “Khosila”, la “K’upala”,
la “K’aratetera”, la “Aychacalzón”, la “Plata como chuño”, etc. Difícil
traducir al español toda la carga metafórica subyacente que resulta más
apropiado dejar las expresiones intactas, mientras me maravillo por su
insuperable sonoridad. Si usted no se ha mareado todavía por esta catarata de
términos quechuísticos, déjeme decirle que casi todos los alias tienen que ver
con atributos físicos o sensuales. Por ahí van los tiros.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 31/05/2017
Fotografías de
Cochabamba, Independencia, Valle Alto
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