Carnaval con Vincent, tríptico de Raúl Lara y fotograma de la película El atraco, de Paolo Agazzi: el Moreno, grotesco personaje del Carnaval que encarna al español abusivo. La película la volví a ver ayer noche. La primera vez fue hace seis años, en La Paz, en la televisión, una de esas noches de sorochi e insomnio, en las que tiritas sin remedio. Me gustó mucho. Luego supe que estaba basada en un hecho real, el asalto a un envío de dinero de la Comibol y vi el lugar donde ocurrió el triple asesinato porque me lo mostró un lider minero, hace ya mucho, tanto que fue ayer. Así Bolivia, así casi todo lo con ella relacionado. A Lara le escribí un texto para un catálogo que no nunca vi. Me gustaba mucho su pintura, me sigue gustando: ese Van Gogh en los carnavales de Oruro, sus waka tokori, sus cholos de gafas oscuras, sus descocadas y sus niños voladores, sol y azules andinos, sueños despierto, fantasías, espejismo de un sol abrasador. Pasé una tarde entera viendo cuadros y prodigiosas piezas de arqueología en su casa de Tiquipaya, en Cochabamba. Bolivia regresa para mí en su diablada, en la diablada, a golpe de tuba rabiosa y de platillos, con ferocidad y con la máscara carnalavesca de la ruindad, de la mamadera que no cesa y de la coca sagrada, oh, y ah, para que el oh no esté tan solo, del hermanito y el mamauta, de la trampa y el cartón, de las máscaras dañinas de la noche de carnaval paceño cuando el agua hace de las calles torrenteras de barro y piedras que pueden matarte en los barrancos del Choqueyapu, de las borracheras colosales que pueden terminar mal, con la muerte haciendo de figura descocada en la sangre de los callejones, en el cristo de la buena suerte o de lo que fuera, pero en el Quirquincho y en la morgue de los NN, donde los cuerpos se amontonan «como leña», decía el morguero, retrasado mental, cómplice del Grasitas que vendía grasa humana, con canciones de un falso Sandro en un tugurio de la Landatea arriba, al que volvimos a ver, mi amigo y yo, a plena luz, viejo borrachón disfrazado de cantante argentino delante de una barricada de botellas de Paceña, en el Torre del Oro, rojo y verde de falsas hiedras, cerca del Cementerio General... Mi amigo, lazarillo, gitano a ratos, eso decía, quechua a otros, el Monocolard, díme, indio gitano, niño arrebatado a las fauces de la chancha en el vertedero de los muertos vivos, quién eres, iría al infierno por saberlo, pero no soy yo el que lo afirma, sino Blaise Cendrars y se lo dice a madame Errazuriz, boliviana de origen, en Biarritz, al tiempo de la guerra de España, mientras queman devocionarios españoles en la chimenea... aquí cuelga un muñeco ahorcado, aviso de ladrones. [Diablada boliviana, novela en marcha]
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 26/07/2015
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