PABLO CINGOLANI
El Lincancabur se yergue solitario en el medio de la nada. Si uno viene hacia él desde Atacama, lo mira así: tan solo y tan altivo. Si uno llega por el lado de Los Lípes potosinos, a un costado, hacia el este, está el cerro Juriques, más pequeño en altura, pero igual la imponencia del “Linca” es indisimulable. Además, si uno acude hasta la mole por territorio boliviano, tiene algo más, una lágrima de obsidiana, de yapa: la laguna Verde. La montaña y la laguna de aguas venenosas (la colma una cantidad inusitada de arsénico) componen uno de las vistas más memorables del mayor desierto de Sudamérica.
Territorios extremos, sin dudas. Por allí, si uno alarga su travesía sin preocuparse por el trazado de límites que sólo figuran en los mapas —el único puesto de fronteras en decenas de kilómetros a la redonda es el de Hito Cajones, boliviano—, se llega al Paso de Jama, que no es tripartito (Argentina- Chile- Bolivia) por azares de la demarcación o qué vainas, y allí, y en todas partes si andamos por esos eriales, esas soledades que estremecen y quitan el aliento, uno siente lo que ya anotó Héctor Tizón en su libro El cantar del profeta y el bandido: que, cualquier rato y sin invitación, se nos aparece Jesús Cristo en persona, o el Diablo o el señor Tunupa. Tan extrema es la desolación que promueve milagros.
Tierras de colores, con predominio de ocres: el encuentro del bandido con Nuestro Señor tuvo lugar Zapaleri afuera. El Zapaleri es otro cerro delimitador. Si uno mira cualquier mapa, verá lo que hay entre el Lincancabur, al oeste, y el Zapaleri: no hay nada. No hay puntos, ni rayas, no hay ríos: es el desierto mismo. Claro que si uno va, se apersona, siempre encuentra, siempre se extraña: una vez, hace muchos años, fuimos por allí con una comisión de la Corporación Minera de Bolivia, y nos perdimos, como debe ser. Dimos a un pueblo inverosímil: el que formaba una mina de oro que se llamaba Velader, tal vez la contracción de Vela/arder o Verla/arder. Eran unos socavones del demonio, donde unos locos, intrépidos o desesperados, cómo llamarlos, se metían como topos bajo tierra para arañarle el metal más brillante. Huimos de ahí: son sitios malditos esas minas fantasmales; la gente se entusiasma, se ensimisma y luego se va de allí, igual que como llegó: pobre y desarraigada.
Igual que el Cristo de Tizón: “Yo ya soy un árbol sin hojas, me han arrancado los ojos y no veo”—le empezó a decir al montaraz, fugado de la ley, cuando éste lo acribillaba a preguntas, asustado de toparlo en tierras siempre despobladas. Prosiguió: “ya no había aquí nada que ver. El ciego no verá, el muerto no resucitará, ni el pobre oirá palabras de consuelo…”, y la marca del fatalismo enternecedor del narrador de las punas brilla a leguas. El bandido se conmovió, bajó el arma que apuntaba al forastero, y le preguntó si hacía tiempo que andaba caminando. Jesús Cristo respondió que sí y que estaba cansado. Aclaro que también “me han arrancado la lengua. Ahora hablan por mí los truenos y los refucilos; el viento”, y uno siente tanto la belleza del escrito como los ecos del Tata Santiago. Los dos que peregrinaban iban sin rumbo, “desnorteados”, igual que tantos vamos. Cristo le dio un queso al evadido, una irreal última cena. Tenía los labios hinchados por la sed. Partieron cada cual para su lado, hacia ningún lugar en realidad, “llevando así cada cual su nostalgia, según ahora todos vienen a contar”, la remata el escritor jujeño. Esta historia jamás la había escrito, me pone feliz haberlo hecho.
Hallazgos: lo del Lincancabur como “la montaña del pueblo” fue encontrado en Calama, una vez que fuimos con Alfonsito Barrero Villanueva a entrevistar a su padre para grabar sus memorias del azufre, sus andanzas por esos sitios, la mina Susana, de lado con el Juriques y el propio “Linca”.
Resulta que allí, en Calama, moraba también un sabio señor dedicado a estudiar raíces. Se llamaba Alejandro Álvarez y compuso algo esencial: un diccionario de términos Kunza, la lengua que hablaban los antiguos atacameños, los Señores de los Desiertos, adoradores del cerro-guía, el Lincancabur.
Lo más conmovedor es que en sus indagaciones, Álvarez halló la etimología más hermosa de todas para semejante cerro, que no era cualquier cerro, sino el Cerro del Pueblo Mismo, el Cerro de los Atacameños, la Montaña del Pueblo, tal era la identificación de esa gente con ella. Eso, es algo, que hoy casi hemos perdido. Ese amor por la tierra, la tierra y quienes viven en ella, se trasluce en el idioma perdido. Transcribo unas palabras del diccionario que son, en sí mismas, el andamiaje de toda una poética y una visión de la vida donde la geografía era nutriente. Está anotado: Lickan: pueblo; Lickana: región atacameña; Lickanckabur, licancaur: cerro del pueblo; Lickanichcai, licanichcai: aldea; Lickantacksi: atacameño; Lickau, liq´cau: mujer.
Es tremenda la potencia expresiva. De Licka, deviene pueblo, territorio, montaña, morada, identidad, madre, compañera, germen y comunidad. Todo surge, todo se ordena, todo se siente desde ese único nervio, desde donde el mundo se enlaza y se conecta. Era un mundo bello, sin dudas, porque era un mundo sensible.
El mundo de la Montaña del Pueblo era un mundo de Poetas del Pueblo. En medio de las arenas congeladas batidas por el viento blanco y el silencio absoluto, en medio de la soledad cósmica del desierto, su espejo y su devorarse los íconos, nacía la iluminación, labrada en palabras. Hoy sólo queda la memoria íntima de un Jesús extraviado entre las yaretas, un diccionario y el deja vú que puedes vivir si vas hasta allí y gritas con toda tu fuerza el nombre de esas piedras y lo invocas raigal y le ofrendas el alma: ¡Lincancabur! ¡Lincancabur! ¡Lincancabur!
Río Abajo
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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 25/07/2015
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