ELIANA SUÁREZ
Sin poder pegar
el ojo en la última semana. Y no solo por la guerra. Ser madre, impuesto,
autoimpuesto o libremente ejercido, en cierta forma condena a la mujer a salir
de sí y expandirse a través del universo de sus hijos. Puja y, a fuerza de
gritos y dolor, ahí está la vida nueva. Este no es el lugar para hablar de modos
más placenteros de “dar a luz”.
Berrea la
criatura y la paz y la felicidad son el bálsamo para los huesos que se abrieron
como cuando la tierra conmovida, dio origen a las quebradas. Tierra a veces
arada, otras fecundada o lamida por vertientes pródigas en frescura, el cuerpo
de una mujer no es el mismo una vez que el hijo, varón o mujer, jugó a ser sol
y luna dentro de su vientre. La memoria le educa la sangre. En la piel de una
mujer convergen y renacen los amores y odios primigenios. Piel habitada por el
espanto, el placer, el sueño.
“No quiero
morir, Madre.” Ruega un muchacho de veintiún años con las horas contadas
por un cáncer. Lo dice la hija cuando
entendió que su acosador quiere mucho más que sus palabras. Lo dice un niño
confundido por la detonación de misiles que poco a poco engullen su ciudad… Lo
dice un soldado, cercado por la muerte.
“No quiero
morir, Madre.” Cuatro palabras que la transforman en arco, flecha, fuerza,
templanza y sabiduría. Ni el miedo ni la pobreza ni la estupidez humana hacen
mella en su deseo de proteger a ese fruto de su vientre, como en clave bíblica.
Lloran las madres la desgracia de la enfermedad y la guerra. Pero luchan,
actúan, caminan o corren. De pie, hechas trizas, hartas, enfurecidas, agotadas…
De pie.
“No quiero
morir, Madre.” El hijo, desde el rincón más desprotegido de la niñez, mira
desconsolado al odio que dulcemente navega en esos ojos amados y comprende. La
hija la abraza fuerte para sanar sus heridas. Lloran juntas la ignominia de
siglos y cierran la llaga que ya no arde pero que sigue ahí, como huella
indeleble, advertencia de aquello que no debe volver a ser.
Madre y muerte
danzan, giran y entrecruzan sus cuerpos. No hay orgía ni cópula. Hay terquedad
en una y resistencia en la otra. Rivales eternas, se odian y se respetan. No
siempre ganan ni siempre pierden. En ambas, subyace la eternidad. El corazón
humano les tiende trampas y entre irse y dejar ir, el fascinante baile del
existir las entrampa con brotes de vida. Cuando gana la muerte, la madre aúlla.
“Abrázame,
Madre, hasta que me vaya.” No llores, mi madre; mi cuna, mi luz. Deslízate
como mis lágrimas. No puedo retenerte con falsas palabras de esperanza. Mi
árbol ha muerto. Mi casa ya no es.
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Imagen: Käthe Kollwitz/las madres, 1919
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