ÁLVARO VÁSQUEZ
Es apenas
un pequeño rectángulo blanco de plástico.
Pesa casi
nada, y es poco más grande que mi dedo meñique. Sin embargo, las dos diminutas
rayas de color rojo que se dibujan frente a mis ojos lucen ahora amenazadoras.
Hace 15 minutos, siguiendo las instrucciones leídas, me metí un cotonete en las narices, lo giré por unos segundos en cada fosa, lo sopé en un líquido reactivo, para luego dejarlo gotear en una pequeña ventana abierta a tal efecto en la placa plástica.
Novecientos
segundos luego, las dos rayas rojas se pintan claramente sobre el blanco. Rojo
sobre blanco, sin margen a dudas: Positivo para COVID.
Mala forma
de empezar el día, me digo. Este día que, aunque soleado, se siente frío. ¿Y
ahora? Ignorar la enfermedad, es mi respuesta automática, esa que elegí ya hace
años, desde que la medicina no me dio las respuestas que necesitaba.
Aunque esta
vez no será tan fácil, pienso. No quiero contagiar a nadie. Aislarse e ignorar
la enfermedad, entonces. Sonrío al recordar que hace un par de años, en una
columna de opinión, llamé al SARS-COV 2 “virus con corona feble”. No estoy
dispuesto a disculparme ahora por ello, pese a las dos rayas rojas, y a ese
hormigueo en el estómago que prefiero ignorar.
Suena el
timbre. Veo por la ventana que es el cartero. Con la mascarilla hasta casi los
ojos, apenas recibido el paquete me fijo que llega de España, así que sé lo que
me espera al abrirlo. El sol parece calentar el ambiente de a poco.
El día
empieza a mejorar, me digo ahora, mientras escribo a Pablo, para agradecerle
por la generosidad que tuvo al enviar sus libros, autografiados, además.
Escribo también a Claudio, para decirle que el paquete ya llegó y que le
enviaré sus ejemplares por correo. Recién luego de despedirme me doy cuenta de que
aún no podré enviárselos, pues casi no saldré de una habitación por los
siguientes días.
Pero tengo
libros nuevos, y eso es siempre un buen motivo para sentirse bien.
La portada
del primero es un cuadrado blanco, con letras negras y una pequeña imagen también
en blanco y negro. Voy hojeando el libro y viendo sucesivos cuadrados blancos
con caracteres, todos perfectos, con márgenes exactos y sangrados precisos y
elegantes que le dan cierto asidero a mi tranquilidad y logran que olvide por
largos minutos las dos líneas rojas, hasta que un súbito ataque de tos me las
recuerde. No importa, elijo las letras negras sobre el papel y decido ignorar
las rayas rojas sobre el plástico. Llevo una vida practicando elegir lo que me
hace feliz, por muy pequeño que sea. No debería ser tan difícil ahora.
La tapa del
libro muestra una imagen que resulta ser solo una parte de otra imagen mayor
que se halla al abrirlo. Es extraño, la imagen completa muestra parte de un
cuerpo femenino, intentando esconderse detrás de una cascada de su propia
cabellera. La imagen parcial de la portada, sin embargo, luce distinta… parece
mirarme. Y al influjo de esa mirada, voy sumergiéndome en la lectura, dejando
el mundo real allá, lejos, en esa superficie plástica a la que por ahora le niego
toda importancia.
El narrador
empieza este diario íntimo (diario erótico, lo llamó alguien) con una confesión
por demás extraña: Pierde un diente de leche que aún tenía en su vida adulta.
¿Se pierde la niñez para siempre con el paso de los años, o conservamos una
parte de ella por toda la vida? Me gusta pensar que sí, que mantenemos al menos
esa capacidad de asombro, esa curiosidad que nos abre las puertas a nuevas
experiencias, incluso a aquellas que se supone poco tienen de infantiles. ¿Hay
acaso una curiosidad más intensa que la de un niño por lo erótico, lo
prohibido, lo tabú? Este diario ofrece un viaje erótico que rescata esa
curiosidad, que naturaliza el morbo ante lo nuevo, que invita a ir siempre un
paso más allá.
El relato
se refiere a Corea, el país, la mujer real, la amante y la mujer idea/ilusión,
y quizás a más. Empieza en Madrid, y continúa por Seúl y otras ciudades
coreanas, con viaje de ida en avión y de regreso en globo. ¿Inverosímil?, para
nada, si aceptamos que no solo lo verdadero puede ser real. El cuadrado blanco
frente a mis ojos es real, y son también reales los caracteres negros de cada
hoja, y decido que sea verdadero lo que se cuenta a través de ellos. Eso basta.
Y decido
también dejar volar mi afiebrada (nunca mejor empleado el término) imaginación.
Por eso cuando el texto habla de Corea entrando a un karaoke con una falda
escolar, yo evoco las imágenes de Kill Bill y le añado la
música de Santa Esmeralda, con el solo de guitarra que da inicio
a Don´t let me be misunderstood, y que termina con la nieve
teñida de rojo sangre.
Por
momentos, un impertinente escalofrío sacude mi cuerpo distrayéndome de la
lectura, y vigoriza la voz de la narración que habla de la osamenta interna que
hace fuerza para ir hacia adelante, huesos forzando la forma de nuestra piel,
como anticipo de su futura y segura victoria, del triunfo garantizado de la
parca, que hoy pretende jactarse de ello a través de un virus que, si bien no
empuja mi esqueleto hacia afuera, me atrapa por oleadas en calenturas que me amodorran
y ralentizan mi lectura. Mejor, le digo con insolencia, así disfrutaré la
relectura inmediata.
Retrocedo
un par de páginas, y la relectura me recuerda que los antiguos terminaban sus
mapas con un monstruo en los confines del planeta, que creían plano. Parece que
el temor a lo desconocido siempre necesita de monstruos que nos intimiden, pero
yo sé que habito una circunferencia, y que los peores monstruos son los que
creamos, pues en ellos plasmamos nuestros miedos más básicos, los atávicos, que
nacen de la oscuridad y la soledad.
Si la vida
no es más que una larga lucha, ¿qué mejor compañía que Eros (también conocido
como Eleuterios, que significa libertador) para esta
batalla contra el virus, contra el miedo? Pocos como él — armado de amor y
deseo — inspiran más valor en los mortales.
Y Corea
vuelve a tener toda mi atención. Y el texto de estos perfectos y albos
cuadrados — ahora cómplices en la lucha — muestra una Corea buscando la
complicidad de un espejo para inspirar deseo. Ese mismo espejo sobre el que
alguna vez escribí, celoso, cubriendo con mis manos los senos de Corea para que
él no pueda reflejarlos. Esa Corea — la mía — tenía otro nombre, claro, pero
era tan real/irreal como ésta, aquella de la que siempre tendré hambre, esa
hambre de humedad y fluidos que tan bien describe Pablo. Hambre eterna de
pobres, se dice, y ésta es hambre también permanente de quienes añoran lo ido,
e incluso lo por venir. Aquellos que apenas pueden ofrecer una canción, o unas
líneas escritas; los que carecen de compañía, de caricias y tiempo compartido…
de una Corea.
Y Corea, de
la pluma de Pablo, nos enseña su cuerpo, y nos enseña cómo ceder ante el deseo
incluso en un cementerio, en la que quizás sea la mejor forma de vencer a la
muerte, aunque no sea más que por esos segundos en que la sacude ese
inigualable espasmo, que no en vano los franceses llaman petite morte.
Y de esa muerte Corea sale indemne, vencedora, y me siento también parte de esa
victoria, sin serlo en absoluto.
Corea nos
recuerda esas fantasías casi infantiles de jugar al doctor, como burda forma de
permitir asomar al deseo. Y el libro fija en mi mente imágenes que nunca vi,
pero que ya no podré olvidar: Corea colgando la ropa desnuda, Corea con una
líquida mariposa blanca en la barbilla, Corea orinando de pie, Corea siendo
abrazada como se abraza al mundo por las caderas. Y cada una de esas Coreas
tiene rostros distintos. Rostros que ya no veré más, algunos que voy olvidando,
otros que sé que no podré olvidar, e incluso rostros que son inciertos recuerdos
futuros, que vienen hoy convocados por el hechizo de Corea, el
libro. Corea, la mujer, nos enseña a querer como el gran Aute lo pedía: sin
el mínimo pudor, como quien ya nada espera. ¿Existe acaso una mejor
forma de hacerlo?
Eres,
Corea, la asignatura que siempre suspendí.
Por eso te sigo estudiando.
Robo esos
versos al autor, me los apropio. Porque tengo mis propias asignaturas
pendientes, y carezco del talento para volverlas poemas. Y poema es también el
postrer regalo de esta sucesión de cuadros blancos y caracteres negros que
disfrazan sentimientos, miedos y sueños. Regalo firmado por Julia Roig.
Imperdible.
Por mi
parte, reconozco con cariño la deuda que tengo con el libro aquí reseñado.
Cuando
algún día, a futuro, alguien me pregunte por los primeros días del año 2022, no
recordaré el nombre de la peste, ni el miedo con que adornó su corona. Mi
recuerdo de esos días será siempre un rostro indefinible de mujer, y un nombre
desde ya inolvidable:
Corea.
_____
De ENTRE
LETRAS, 09/02/2022
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