ELIANA SUÁREZ
¡Niño del hambre!
Te estás cayendo,
y eres la vida.
Eres la vida,
eres un grito
sabor de sangre.
Pilar Gómez Ulla
Matemos al pobre.
El que molesta con su mugre, con su olor, con su ignorancia. El que no es quien.
Matemos al pobre que afea nuestras ciudades y acumula basura. Al que enloda los
primeros planos de las selfies y nos complica los likes en las redes sociales.
¿Qué se creen?
¿Cómo vienen a
complicarnos la vida? No trabajan, piden todo el día… Y esa mirada. A nosotros,
los pagadores de impuestos, los que excedemos el horario laboral, los que nos
esforzamos, los que no queremos complicaciones en nuestra comodidad. ¡Que se
busquen la vida!
¡Pobres! Para lo
único que sirven es para mostrar lo buenos, solidarios, caritativos y justos
que podemos llegar a ser. Son el decorado de nuestras magnánimas acciones.
¿Que el sol sale
para todos? No hay duda. Pero solo brilla para algunos. Para nosotros, los
unos, obligados a soportar a esos otros.
La pobreza es el
estigma que arrastra la humanidad desde tiempos pretéritos. Estigma que sangra
y a algunos o quizá a muchos, duele. Con Claudio, de madrugada, solemos hablar
de eso. Es una mancha. Y no ha habido “servicio de lavandería” lo
suficientemente poderoso como para borrarla porque, en definitiva, es una
mancha útil. No sólo los estados sino también los particulares (vamos a
llamarlos así) necesitan de los pobres: los esclavos y la esclavitud siempre
han sido rentables.
Sería abrazarse a
la utopía el querer cambiar de cuajo esta realidad. Y ya lo escribió
Szimborska: “A pesar de tantos atractivos, la isla (la utopía) está
desierta / y las pequeñas huellas de pasos, visibles en la orilla, / se dirigen
todas, sin excepción, al mar.“
No se trata de un
cuento de Andersen. Tampoco de la parodia e ironía de Velmiro Ayala Gauna. Es
la crudeza y es el horror del mundo de hoy. Podemos voltear la cabeza y hacer
como si nada pasara. Podemos imitar a Kevin Carter o concluir con Andy
Goldstein en que “la pobreza es una sola”. Tampoco sería suficiente.
Vivo en el país
de la comida donde anualmente se pierden o desperdician dieciséis millones de
toneladas de alimentos. Mientras tanto, cinco millones, setecientas mil
personas pasan hambre. Y así, en muchas partes del mundo. Los estómagos claman,
nadie escucha. “Hay en tus pies descalzos graves amaneceres […] Yo no te vi
dormido… no te vi dormido...”, escribe Manuel del Cabral. Nadie mira ni
menos aún, observa.
La peor cara de
la pobreza son los niños. Las manitos ajadas en invierno, curtidas por el sol
en el verano. Sin medias, sin juegos ni risas ni sueños ni amparo. Para qué los
trajeron al mundo, ¿verdad? ¿Para qué nos trajeron a todos a este mundo,
entonces? “Duerme, mi niño; / que viene el aire/ y se lleva a los niños /
que tienen hambre”, triste canción de cuna de Victoriano Crémer.
En El río todo
dorado, J.L. Ortiz pone en versos la desolación de un niño quien por
treinta centavos le ofrece lo único que tiene y ama: una perrita. Así es la
vida del pobre, sin ver oportunidades, esas almas ofrecen al mejor o peor
postor, en el mercado de la ignominia, el cuerpo, la piel, su nula esperanza y
su dignidad. Siembra desidia y cosecharás pobreza, premisa enarbolada en lo más
alto y en todo el planeta.
“Un pedazo de
pan, ¿tampoco habrá para mí? / Ya no más he de ser lo que siempre he de ser /
Pero dadme / una piedra en que sentarme. / Pero dadme, / por favor, / un pedazo
de pan en que sentarme.”
(La rueda del
hambriento, César Vallejo)
Grita el hambre con voz cada vez más potente y el silencio del poder sonríe. En el medio, nosotros, los desorientados. Si no vamos a hacer nada, al menos no culpemos a los pobres por serlo. Mejor roguemos con Borges: “Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra, / borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.”
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Imagen: Del Rutland Psalter, Londres, 1260
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