CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
¿Adónde te
llevaste todas esas cosas que hoy echo de menos? Los paseos por calles
empinadas del cerro, las idas al plan del puerto, subir y bajar la escalera de
calle Ministro o cortar camino por el ascensor Santo Domingo. Con ese viento
que era nuestro propio viento y su pedazo de mar. Me llevabas de la mano con
tanta suavidad que me hacías creer que podría emprender el vuelo. Todo ese
trajín para visitar lugares mágicos que no he vuelto a encontrar: la panadería
Valencia (con un pastel espolvoreado y chorreante de manjar), los emporios de
calle Cajilla (para comprar Ambrossella, Pop Soda, cajitas de Korn Flakes,
helados de invierno), el Mercado del Puerto (cuando te conté que el sonido de
los cuchillos de las carnicerías del último piso me daban miedo, decidiste que
no volveríamos a pisar esos lados), la Rotisería Sethmacher (un surtido de
cecinas para el desayuno y la once de la familia), los viajes en Trolley por
calles angostas, las visitas al hospital donde te vi disfrazada de enfermera,
tus turnos de noche, los cortes de luz masivos y tus palabras de alivio, el
gusto de ir buscarte, la espera sobre unas banca heladas, tu caminar lento por
un pasillo que te devolvía del mundo de los enfermos, el yodo y el suero y yo
corriendo a encontrarte con unos brazos levantados que apenas llegaban a tu
cintura. ¿Adónde te llevaste todo eso y otras cosas más? Tú cartera siempre con
una sorpresa escondida (chocolates, sustancias, galletas), el juguete preferido
en cualquier momento del año, un ligero palmazo en un paseo a Pirque (que te
dolió más a ti que a mí), mi lavado corporal de mañana, una tetera, una esponja
y un lavatorio, después un algodón con colonia para combatir la piel de gallina
y los tiritones. ¿Adónde te lo llevaste? Tus regalos por cualquier motivo, mi
afición por los casetes, libros y revistas, ese primer terno con zapatos
puntudos para buscar trabajo, la luquita de regalo que nunca te sobraba (para
el pasaje y alguna cosita por ahí), la máquina de escribir eléctrica, el
imaginarte desde una ciudad lejana en paseos por el puerto, pero sin mí. La
felicidad que me enseñaste a buscar en una casa descascarada y que perdí arriba
de un camión de mudanza. Un pedazo de aquello se quedó conmigo, lo puedo sentir
ahora, lo mismo que tus últimos pasitos lentos, tus dolores, tu llamado de
ayuda, tus caídas, tu cuerpo cada vez más pequeño sobre la cama, esa tarde de
calor y de pena contenida. Todo lo demás, menos a mí, te lo llevaste contigo:
esas calles, cerros, ascensores, trolleys, cariño, lugares mágicos a los que
también les digo adiós.
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