Menos mal que los diachakus se
hacen esperar trescientos sesenta y cinco días. Menos mal que mis amigos no
alcanzan ni para un equipo de fútbol, porque, ¡tatitos!, andaríamos rebotando
de farrillada en farrillada, o situación similar. Inevitablemente, perderíamos
el aspecto atlético de los años mozos para parecernos a la silueta de un
zapallo. Aquello acarrea la globalización, entiéndase bien.
Sin embargo,
incurables que somos, nos citamos nuevamente para ejercitar el noble deporte de
la mandíbula. Unos días antes hicimos los honores a la salud de un amigo, no
con vino griego, pero digno vino. Al calor de este habíamos quedado para salir
a almorzar el fin de semana. En la repetición está el gusto, se anda pregonando
en esta tierra del gran comer. Había que comprobarlo, pero en otro sitio.
Quedamos
reunirnos, en casa del amigo, media hora antes del mediodía. Lo que son las
cosas, alguien estaría rugiendo de hambre por no haber desayunado para
desembocar directo en una mesa donde cerca humea una paila de chicharrón.
Algunos apenas habrán salido de misa para rezarle a san fricasé o santa
ranguita antes de las campanadas de las doce. En este valle de las mil cocinas
había que adelantarse a otros para no quedarse con el plato vacío.
Llegamos unos
minutos después de las doce, no sin antes perdernos en algunos laberintos de
calles innominadas y construcciones a medio hacer. Preguntábamos a los lugareños
por el mítico Los Molles, preguntándome yo dónde estaban los molles para
siquiera orientarnos como las banderitas blancas de los aqhallanthus señalan
las chicherías. Por fin, en una esquina escondida había un tímido cartel
colgando del tronco de un molle solitario, muy venido a menos por el polvo
circundante. Tal vez sea mejor que los mejores sitios donde ir a merendar, sean
difíciles de localizar. Esperaba no equivocarme.
Un espacio
regular, no más grande que una casa familiar, y con plantas naturales alrededor
es casi siempre una buena señal (es inaudito que en la “ciudad de la eterna
primavera” muchos restaurantes decoren sus ambientes con plantas de plástico).
No muchas mesas y con espaciados pasillos facilitan la tarea de los meseros y
no agobian a la clientela. En suma, había allí debajo de esa sencillez de
techumbre de calamina y vigas desnudas una sobria y ordenada disposición de los
elementos. Marketing puro e intuitivo, comenzando por las ollas de barro
etiquetadas con nombres de los guisados, que en hilera reposaban sobre unos
calentadores individuales. Dos chicas que servían con educada amabilidad
preguntaban a los comensales en fila el plato de su predilección: ya podía uno
decantarse por una sopa de quinua, ranga de panza o fricasé como entrante, y a
continuación elegir entre mondongo, habas pejtu, ají de papalisa, ají de
patitas, ají de lengua, chicharrón de cerdo, etc.; acompañados de guarniciones
y ensaladas variadas.
Descubrí que una
sopa de maní salpicada con cilantro picado (en vez de perejil como se
acostumbra) es un disparo directo al nervio olfativo, como embriagante droga;
luego, el resto de la boca, las papilas gustativas, el paladar se contagian de
ese ímpetu. El truco es no combinar demasiados sabores ni comer de todo, tal
como invita el anzuelo de cualquier buffet. Comí apenas tres platos: un cuenco
de sopa y dos segundos nada colmados. Quedé satisfecho sin ganas de reventar.
Mesura ante todo. Los amigos me miraron algo extrañados por mi incapacidad de
engullir. Casi me avergoncé por no ser un buen cochabambino.
Por ponerle algún
pero al asunto, el postre de buenas a primeras no era el indicado, porque no
casaba con el espíritu “criollo” de la casa; no se puede ofrecer gelatina común
o flan de sobre como a los pacientes de un hospital. Un helado de canela, una
gelatina de patitas, un tojorí frio, un budín de quinua, o cualquier otro
preparado artesanal cerrarían con gallardía el asunto.
Esito sería todo.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 11/04/2017
Imágenes:
Pollo a “la disco”
Sopa de maní
Mondongo
Chicharrón
Super !!!!
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