"De esta
manera considero lo mejor concluir a tiempo y con integridad
una vida cuya mayor alegría era el trabajo espiritual y cuyo más preciado bien
en esta tierra era la libertad personal. Saludo a mis amigos. Ojalá
puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me
les adelanto". Con estas últimas palabras y una sobredosis de
barbitúricos, Stefan Zweig, el escritor más reconocido -junto
a Thomas Mann- de la primera mitad del siglo XX,
ponía el punto final a su vida y a su obra el 22 de
febrero de 1942. Lo hacía acompañado de su mujer, Lotte, en
Petrópolis, una ciudad brasileña a 66 kilómetros de Río de Janeiro,
exiliado e incapaz de ser testigo de cómo su Europa, su adorada Europa, se
"destruía a sí misma" víctima de la "derrota de la razón y el
más enfervorecido triunfo de la brutalidad" que había supuesto
no ya una Primera, sino una Segunda Guerra
Mundial.
Si ya en vida
hubo voces que lo tacharon de cobarde por su rechazo a
posicionarse explícitamente en contra del régimen nazi -cosa
que sí hizo dentro de su obra-, algunos de sus coetáneos también vieron su
muerte como un acto de debilidad: el propio Mann cuestionó en una
carta a su hija Erika que el suicidio del austríaco hubiese sido "a causa
de la pena o de la desesperación" y afirmó que "su nota de despedida
es completamente inadecuada" y que era "imposible sentirse
conmovido".
En la intimidad
de su diario, el autor de 'La montaña mágica' llegó a confesar que encontraba
"la muerte de Zweig estúpida, débil y reprensible".
"Pero lo más interesante es que Mann, 10 años después, volvió a escribir
sobre él y su mirada era totalmente diferente", advierte Maria
Schrader, directora de 'Stefan Zweig: Adiós a Europa', el film biográfico
en el que repasa los últimos años de exiliado del autor vienés hasta el día de
su muerte y que se estrena este viernes 21 en la cartelera
española.
En 1952, un arrepentido Mann reculaba:
"Confieso que me he peleado con el fallecido sobre su decisión, algo que
entonces vi como una deserción de todos los inmigrantes que
compartimos el mismo destino, una especia de triunfo a favor de los dirigentes
alemanes que vieron en este acontecimiento detestable la caída
de una víctima particularmente prominente". "Desde entonces he
aprendido a verlo de otra forma y he empezado a pensar de otra manera respecto
a su marcha".
A pesar de las continuas acusaciones de imparcialidad -una característica que el austríaco percibía como una virtud-, un Zweig convertido en uno de los mayores referentes de la intelectualidad europea se negaba enérgicamente a censurar de forma abierta al régimen de Adolf Hitler mientras sus compañeros intelectuales iban sucumbiendo -en el mejor de los casos- al exilio y la comunidad judía -de la que él formaba parte- era objeto de persecución por parte de las autoridades. Una aparente equidistancia que queda rota en su autobiografía 'El mundo de ayer: Memorias de un europeo', publicada póstumamente en 1942, donde describió a Hitler como un "agitador inculto, enredado en un germanismo de la especie más mezquina y brutal" y de quien dice que "en los raros momentos en que le brillan los ojos se nota que algo demoníaco se esconde dentro de ese hombre singular".
El último tercio
del siglo XIX había sido para Europa "la época de oro de la seguridad",
reflexionó Zweig. "Todo lo radical y violento parecía imposible en
aquella era de la razón", hasta que el momento de mayor paz, prosperidad y
libertad en Europa -se podía viajar sin apenas necesidad de pasaporte- tocó a
su fin con el estallido de la Gran Guerra. Tras varias décadas de avance
tranquilo, "nuestro mundo retrocedía un milenio en lo moral", pero
"la misma humanidad se elevaba hasta alturas insospechadas en lo que a la
técnica y el intelecto se refiere". En esa época, todavía joven y sin prever
lo que acechaba, Zweig y muchos de los intelectuales de su entorno sólo
tenían ojos "para libros y cuadros".
"Obedeciendo
a una ley irrevocable, la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de
conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan
su época. Por eso no recuerdo cuando oí por primera vez el nombre Adolf Hitler
el hombre que ha traído más calamidades a nuestro mundo que
cualquier otro en todos los tiempos", se lamentaba en estas memorias
escritas entre 1939 y 1941. "Será la posteridad la que, disponiendo de una
mejor documentación de la que tenemos nosotros, los contemporáneos, dará a esta
figura su correcta medida histórica". Lo que muchos de sus
contemporáneos sintieron como falta de implicación, para el escritor austríaco
era "un pacifismo radical", defiende Schrader. "Yo
le tengo mucho respeto por insistir en no atacar de ninguna de las maneras;
nunca utilizó sus instrumentos, nunca utilizó sus palabras para atacar ni para
generalizar. Fue un oponente de los términos generales de la guerra. Si
entendemos que no hay nada que pueda parar el horror, ¿dónde te colocas como
pacifista? Este era el motivo de su desesperación".
Los cadáveres de
Stefan y Lotte Zweig tal y como los encontraron tras su suicidio en Petrópolis
(Brasil)
Zweig, el gran biógrafo de los próceres de la historia europea -Fouché, María Antonieta, María Estuardo, Erasmo de Rotterdam, Verlaine, entre muchos otros-, acababa sus días en una humilde casucha petropolitana, casi una década después de huir de Salzburgo a causa del auge del nacionalsocialismo y seis años más tarde de que el régimen nazi hubiese prohibido su obra. "Nací en 1881, en un imperio grande y poderoso -la monarquía de los Habsburgos- pero no se molesten en buscarlo en el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro", comienza 'El mundo de ayer'. "Me crié en Viena, metrópoli dos veces milenaria y supranacional, de donde tuve que huir como un criminal antes de que fuese degradada a la condición de ciudad de provincia alemana. En la lengua en que la había escrito y en la tierra en que mis libros se habían granjeado la amistad de millones de lectores, mi obra literaria fue reducida a cenizas. De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos".
Zweig, que hasta
1936 había recorrido el globo como una celebridad, de
ponencia en ponencia, de encuentro literario en encuentro literario, se había
visto a embarcar hacia Latinoamérica dejando a su exmujer y sus hijas atrás,
con quienes más tarde se reencontraría en Nueva York. En su periplo, su barco
tuvo que atracar en Vigo, ciudad que los pasajeros tuvieron la oportunidad de
visitar a pesar de que la Guerra Civil ya había estallado. De su fugaz paso
por España, el escritor recuerda que "delante del ayuntamiento, donde
ondeaba la bandera de Franco, estaban de pie y formados en fila unos
jóvenes, en su mayoría guiados por curas y vestidos con sus ropas
campesinas, traídos seguramente de pueblos vecinos. De momento no comprendí
para qué los querían. ¿Eran obreros reclutados para un servicio de urgencia?
¿Eran parados a los que allí daban de comer? Pero al cabo de un cuarto de hora,
los vi salir del del ayuntamiento completamente transformados. Llevaban
uniformes nuevos y relucientes, fusiles y bayonetas. ¿Dónde lo
había visto antes? ¡Primero en Italia y luego en Alemania!"
Schrader, en su película, incide en ese sentimiento de desarraigo que, a pesar de sentir gratitud hacia los países que lo acogieron, acabó por superar a un Zweig nómada y al que, además, muchos acudían para conseguir los visados necesarios para abandonar Europa, terriblemente preciados en un momento en el que millones de personas se hacinaban en los puertos del Atlántico huyendo del Holocausto y la guerra. Incluso él, a su paso por Reino Unido, tuvo que solicitar un pasaporte apátrida después de que la invasión alemana en Austria. "París, Inglaterra, Italia, España, Bélgica, Holanda: esa vida errante de gitano y presidida por la curiosidad había sido agradable de por sí y, en muchos aspectos, provechosa. Pero, a la postre, uno necesita un punto estable de donde partir y a donde volver; nunca lo he sabido tan bien como hoy, cuando ya no deambulo por el mundo por propia voluntad sino porque me persiguen".
Schrader, después
de haber visto cientos y cientos de películas ambientadas en los países que
combatieron en la Segunda Guerra Mundial, ha querido descubrir con 'Stefan
Zweig: Adiós a Europa' "qué ocurrió con aquellos que pudieron
marcharse y cómo los recuerdos de la guerra les persiguieron" y
cómo afrontaron "una existencia totalmente dividida, en la que estaban
físicamente en un lugar pero tenían la cabeza en otro, con la familia y los
amigos dejados atrás: la maldición de todos los exiliados",
explica.
La repetición
nunca es inocente
Tres cuartos de
siglo después de la muerte de Zweig, Schrader encuentra ciertos ecos en
la actualidad respecto al momento que le tocó vivir al escritor en su juventud.
"Hasta hace poco habíamos conseguido, en menos de 75 años, convertir a
Europa de un lugar terrible a un continente unido que ha
vivido el periodo de paz más largo de su historia. Molesta tanto pensar que la
gente pueda renunciar a ello tan fácilmente". Y "creo que este
periodo está acabando. Lo parece. Incluso creo que ya lo ha hecho".
"La
repetición nunca es inocente", prosigue Schrader. "En mi caso
personal, yo he vivido la Guerra Fría, me han sacado de trenes y de
coches en fronteras europeas tantas veces… Y hace 10
días fui a Dinamarca -país al que he viajado tantísimas
veces sin mostrar ningún documento de identidad- y me pidieron el pasaporte en
el tren al pasar la frontera. Y te digo por qué. Me lo pidieron a mí por
mi aspecto [morena]. Pero no le piden el pasaporte a todo el mundo,
sino que se pasean por el tren buscando gente étnicamente diferente. Y es un
control racista, que me parece el más terrorífico, porque podrías pensar que
podrían controlar a todo el mundo de la misma forma, pero no es así. Me
da mucho miedo lo que está pasando".
__
De EL
CONFIDENCIAL, 18/04/2017
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