JOSÉ CRESPO ARTEAGA
Ayer, mi mejor
amigo estuvo de cumpleaños. Nos sentamos a su mesa a compartir un almuerzo.
Éramos solamente cuatro gatos los invitados, pero de apetito feroz. Dependiendo
de las circunstancias, repetiríamos, fijo. Parecíamos los Cuatro del Valle en
versión amistosa, por lo de amigos, claro. De la misma tanda, estamos a una
vuelta de alcanzar los treinta y diez -mal parafraseando a Sabina-, unos más
cerca que otros, como yo, a escasos cinco meses de estrenar una nueva década,
la más turbulenta según diversas fuentes. Y aún no me he estrenado como padre.
¡Qué más da!, pero a algunos en derredor les preocupa. El mundo está demasiado
abarrotado, flaco favor le haríamos con más bocas que alimentar.
Reflexionábamos sobre ello.
Al final,
quedábamos en un empate: dos ufanos padrecitos presumiendo de sus primeros
vástagos, varones para mayor satisfacción. Les doy la razón, un motivo de
alegría son los escuincles. Y verlos crecer, seguramente. Como arrinconados por
tan irrebatible argumento, los otros dos, podríamos argüir que si bien no
éramos ningunos papás pero para algunas féminas éramos todavía unos papacitos.
Como para hervir de orgullo. Casi una puerilidad.
En torno de una
mesa, cuatro alegres bohemios, que diría cierto brumoso poeta, brindábamos a la
salud de nuestro camarada, después de hacer los honores a un excelso fricasé,
marca de la casa. Para sosegar la sobremesa, agotamos un par de botellas de tannat (un
vinoso palíndromo de altura donde los haya) mientras desatábamos vivencias y
recuerdos para no sentir la marca del tiempo. Padres solteros todos (unos de
sus retoños, los otros de sus vicios), y como no había warmis a
la vista, naturalmente íbamos a hablar de ellas, entre otras cosas. Pululaban
las risas pero también nos sacudían ráfagas de inocultable tristeza. A
intervalos, arrebatos de silencio y golpeteos de dedos en la mesa. En eso
Neruda tenía razón, en que las mujeres se parecen a la palabra melancolía. Es
lo que tiene el vino, en cuanto calienta las orejas. Y la cabeza.
Desde luego no
fue ningún “fracasé” el manjar, como suele suceder si la sazón no colma las
expectativas. Repetimos la ración, lógico, se venía venir: y cómo no iba a
estar suculenta una laboriosa preparación que inicia con el adobo de carne de
cerdo (de preferencia, costillitas) entre diversas especias de ultramar, ajíes
de la tierra y buena mano de la cocinera. El gusto sobrio del maíz blanco
pelado atempera, neutraliza si se quiere, la fogosidad, la potencia del caldo
que no por nada es el favorito para curar la resaca, aseguran. Mientras
sibaritas y resacosos se enfrascan en discusiones acerca de sus mágicas
propiedades, yo me quedo con la apreciable ternura de la carne y, sobre todo,
con la inembargable sensación terrosa de unos crujientes chuños o tuntas tan
grandes como papas runas para acompasar la sopa. He ahí el gusto
adquirido. Lo demás son milongas.
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PS: Y ahora
sí, los verdaderos Cuatro del Valle para justificar la alusión: qué será, que
uno tiene ganas de convertirse en Michael Corleone fulminado de amor en un
paraje rural de Italia.
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 05/04/2017
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