JAIME FERNÁNDEZ
El 7 de mayo de
1945 el diario de Oslo Aftenposten publicó una nota
necrológica dedicada a Hitler, quien se había suicidado en el búnker de la
Cancillería de Berlín siete días antes. La nota contrastaba con el júbilo
generalizado con el que se acogió la noticia de la muerte del tirano. Parecía
escrita por alguien que se hallaba muy lejos de la realidad, fuera de órbita,
encerrado en una burbuja opaca, y desde la óptica del mundo al revés.
Su autor decía que no era digno de pronunciar en voz alta el nombre del
difunto y que ni su vida ni sus actos ofrecían ocasión alguna “para el
sentimentalismo”. “Fue un guerrero, un guerrero por la humanidad y un profeta
del evangelio de la justicia para todas las naciones. Ha sido su destino vivir
una época de barbarie sin precedentes que al final ha acabado con él”. La nota
estaba firmada por el escritor y Premio Nobel de Literatura en 1920, Knut
Hamsun, por entonces un anciano de ochenta y cinco años.
Al día siguiente
de publicarse el obituario, los sucesores de Hitler en Berlín se rendían
incondicionalmente y el 9 de mayo el gobierno de Noruega, títere de la Alemania
nazi que ocupaba el país desde abril de 1940, se entregó a la policía. Juzgado
y condenado a muerte, su presidente Vidkun Quisling fue ejecutado el 24 de
octubre. Durante la Segunda Guerra Mundial su apellido fue sinónimo de traidor.
La necrológica de
Hamsun no era ninguna sorpresa. Desde los años treinta venía expresando sus
simpatías hacia los regímenes fascistas. Ya siendo joven, antes de que naciera
Hitler (en 1889), comulgaba con las ideas racistas que ensalzaban la
superioridad de los blancos, abogaba por la hermandad de los alemanes con los
pueblos nórdicos y no dejaba de manifestar su odio a Gran Bretaña, a cuyo
imperio acusaba de crueldad y codicia. Era partidario de la “pureza racial” y
de devolver a la mujer su papel de ama de casa y madre.
Su biógrafo
Robert Ferguson señala que en 1894, con treinta y cuatro años, había alabado la
dictadura frente a la democracia parlamentaria, ensalzando la figura del
“solitario independiente y aristocrático”. Un año después reiteraba en el drama Ved
rigets port su fe en “el líder nato, el déspota natural, el gran
comandante, aquel que no es elegido sino que se elige a sí mismo para imponer
su dominio a las hordas de la tierra”. Además, decía tener esperanza en la
“nueva venida del Gran Terrorista, la Fuerza Vital, el César”.
Tan familiarizado
estaba con este ideario que, tras el ascenso de Hitler al poder en enero de
1933 -el "Gran Terrorista" cuyo advenimiento había deseado Hamsun
cuarenta años antes-, tuvo que parecerle que al fin la realidad corroboraba su cosmovisión (y
en la Europa de la época era raro el intelectual que no profesaba alguna),
aunque se hubiese hecho esperar casi medio siglo. Con semejantes antecedentes
ideológicos, era previsible que en 1942 prestase su apoyo a la invasión
alemana de su país. Al año siguiente envió a Goebbels la medalla del Premio
Nobel, un detalle con el que pretendía obtener una audiencia de Hitler, lo que
consiguió.
Después de la
guerra fue internado en un hospital psiquiátrico y multitudes enfurecidas
quemaron sus libros en las principales ciudades de Noruega. En las conclusiones
del examen psiquiátrico se aludía a un deterioro permanente de sus facultades
mentales, por lo que se le retiró la acusación de traición. Fue multado por su
pertenencia al partido pronazi de Noruega y por apoyar a los alemanes. En su
último libro de memorias negó pertenecer a ningún partido. También se duda del
diagnóstico psiquiátrico. Hasta su muerte en 1952 siguió hablando de
política sin variar en lo esencial el discurso al que se mantuvo fiel desde
joven.
El mismo año de
su muerte, en 1952, Thomas Mann lo definió como “un apóstata del
liberalismo, formado en Dostoyevski y en Nietzsche, lleno de odio a la
civilización, la vida de la ciudad, el industrialismo, el intelectualismo”.
Mann sostenía entonces que ninguno de los que conocieran verdaderamente su obra
debería extrañarse de su evolución espiritual. Bastaba con recordar “con qué
inspiración divertida, con qué espíritu mordaz, se había burlado de ciertos
tipos históricos de liberalismo, por ejemplo, Victor Hugo y Gladstone”.
Thomas Mann sabía
de qué hablaba: él mismo atravesó una etapa no tan juvenil bajo el influjo del
conservadurismo antiliberal y de una peligrosa germanofilia, de los que logró
escapar a tiempo en la República de Weimar, cuando los enemigos de la
democracia empezaban a amalgamarse alrededor del nazismo liderado por Hitler.
El historiador
Peter Gay asegura que las afinidades de Hamsun con el nazismo eran más
profundas de lo que se creía. “A pesar de no tener rival a la hora de
captar impresiones fugaces y cambios de humor que experimenta y convertirlos en
gran literatura de la modernidad, y aunque en ocasiones conociera la imperiosa
necesidad de ser una minoría de un solo hombre, tales percepciones no se
extendían a la esfera de su pensamiento político”. Se trata de una respuesta
razonable, pero dudo que permita descifrar lo que el propio Gay ha calificado
de enigma Hamsun.
El autor noruego
fue un precursor de la modernidad incluso en la dramática contradicción que, al
menos en la primera mitad del siglo XX, caracterizó no sólo a numerosos
artistas revolucionarios en lo formal pero reaccionarios en las ideas, sino a
aquellas ideologías y movimientos políticos que si por un lado preconizaban
peligrosas teorías retrógradas, no muy distintas de las defendidas por Hamsun,
en la práctica se sirvieron de los recursos tecnológicos más sofisticados de la
época para difundirlas e imponerlas por la fuerza cuando se adueñaron del poder
estatal. Desde hace un siglo la barbarie viene demostrando una desconcertante
habilidad para utilizar según sus conveniencias los medios materiales que
ofrece la modernidad.
Nacido en 1859 en
el seno de una familia de campesinos con el nombre de Knut Pedersen, Hamsun
trabajó en la granja familiar hasta que a los veinte años escapó a Oslo para
dedicarse a la literatura, su verdadera vocación. Era un joven físicamente
fuerte y tenaz. En su larga vida jamás renunció a los orígenes campesinos,
aunque estuviese familiarizado con el mundo urbano. Cuando le preguntaban por
su profesión respondía que era “granjero y escritor”. Sin embargo, Hamsun fue
un verdadero trotamundos. Emigró a Estados Unidos, donde vivió entre 1883 y
1888, trabajando en oficios que le permitían sobrevivir, como peón agrícola,
conductor de tranvía o barbero. No abandonó la escritura, por supuesto.
De vuelta a Oslo,
en 1890, empezó a escribir Hambre, una novela autobiográfica que, a
pesar de sus ciento veinticinco años de vida, parece que fue publicada ayer. En
su época causó una verdadera conmoción. Proust, Kafka, Thomas Mann, Stefan
Zweig, Hermann Hesse, Henry Miller, Gide, Bukowski, Hemingway e Issac Bashevis
Singer la leyeron asombrados. Estos dos últimos se consideraron deudores de su
prosa. Hamsun era entonces un perfecto desconocido -se trataba de su primera
novela- y provenía de un país situado en la periferia europea.
En Hambre confluyen
dos facetas que en la literatura del siglo XX tendrían un largo recorrido: la
exploración del yo hasta lo microscópico y la ausencia de acción en el sentido
convencional del término. Como suele suceder en las obras pioneras, Hamsun
llevó estas dos facetas al punto más extremo. No obstante, la ausencia de
acción es contrarrestada por el vagabundeo solitario de su único protagonista y
la descripción minuciosa de las sensaciones físicas y de las ocurrencias que
van brotando en su impresionable imaginación.
El propio
escritor explicó el argumento de su libro, que prefería no
catalogar de “novela”:
“He hecho un
intento de escribir no una novela, sino un libro sin bodas, sin excursiones
campestres y sin bailes en casa del señor director; un libro sobre las
delicadas oscilaciones de una vulnerable alma humana, sobre esa extraña vida de
la mente, sobre los misterios de los nervios en un cuerpo consumido por el
hambre”.
El héroe de Hambre es
un joven que empieza rememorando en primera persona sus peripecias “en aquella
época cuando vagaba pasando hambre por Christiania, esa extraña ciudad que
nadie abandona hasta quedar marcado por ella”. En esta primera frase residen
tres claves del libro y que se resumen en las palabras hambre, ya
presente en el título, vagabundeo y Christiania, o
sea, la ciudad. Se trata de una asociación premeditada. Las tres planean
pertinazmente sobre la novela. Christiania es el nombre con el que era
conocida la actual Oslo hasta 1925.
Aún falta una
cuarta clave, representada por la voz del narrador, protagonista de la novela,
quien propaga su yo por todas sus páginas sin apenas reservar un hueco para
otros personajes secundarios. Acompañar al joven hambriento en sus caminatas
por las calles de Christiania puede fatigar en algún momento al lector sentado
en su butaca tanto como si fuera él mismo quien estuviese pateando la ciudad.
En ningún pasaje
del libro el joven dice cómo se llama ni su edad. Cuando alguno de los
viandantes con los que se cruza en su deambular por las calles le pregunta por
su nombre, responde dando uno falso: Widel-Jarlsberg. Tampoco informa de
su procedencia, su pasado o su familia. Aunque no comente nada al respecto,
podemos conjeturar que ha emigrado a la capital procedente de alguna localidad
del interior y que reside en ella desde hace poco tiempo. Está completamente
solo.
El único dato que
proporciona de su aspecto es que lleva gafas -un obstáculo a la hora de ser admitido
en los trabajos que busca- y que su ropa está tan ajada que no podía
presentarse en los sitios “como una persona decente”. Todo su afán se
reduce a publicar artículos de temática variada en los periódicos locales
y obtener algún dinero con el que costearse el alojamiento y matar el hambre.
Está bastante seguro de su valía y tiene facilidad para escribir en los
arrebatos de inspiración.
Mientras espera
la respuesta del periódico a uno de los artículos o ante el rechazo que recibe,
intenta buscar en vano un trabajo ocasional, como el de cobrador, bombero o
leñador, que le permita sobrevivir. La penuria le obliga a empeñar algunos
objetos personales. Expulsado de las pensiones de mala muerte en las que se
aloja, en cuanto gana unas coronas, se las gasta en comida, aunque al
ingerirla los desarreglos fisiológicos causados por el ayuno prolongado le
produzcan vómitos. Sus charlas incidentales con viandantes, policías,
empleados o patronas de pensión parecen más fantasmales que reales.
Ante cualquier
persona que se le acerca, extiende una muralla de hostilidad a su alrededor.
Jamás dice la verdad cuando le preguntan por alguna cuestión personal, se
inventa las cosas, incluso cuando se enamora de una muchacha, a la que le da
por llamarla con un nombre imposible, una palabra extraña en la lengua noruega, Ylayali,
y cuyo recuerdo envuelve en una aureola de romanticismo novelesco, al estilo de
los caballeros andantes.
Orgulloso hasta
la insensatez, deambula encerrado en su propia burbuja a través de cuyas finas
paredes percibe las impresiones que capta del exterior. La única referencia
objetiva que aporta el joven narrador es el curso de las horas, que va
indicando periódicamente, sobre todo en la primera de las cuatro partes que
componen Hambre. Todo lo demás, incluso el hambre, pertenece al
terreno de la subjetividad. Christiania no es una ciudad torturada
por la hambruna y el único hambriento que aparece en la novela es él. Lo
que realmente comparte con sus habitantes es el frío, la humedad, la lluvia o
la nieve.
Cuando una noche
lluviosa, hambriento y febril, busca refugio en el Ayuntamiento y se persona
ante uno de los vigilantes, facilitando un nombre falso y diciendo que es un
periodista empleado en un diario local que se había descabalgado de una juerga
con unos amigos, después de extraviar la llave del portal de su casa, y se le
ofrece una habitación para que pernocte, se niega a aceptar el bono de comida,
aunque lleva tres días sin probar bocado.
Un severo código
de honor le impide pedir limosna o incurrir en esos pequeños delitos que
tientan al pobre diablo de las historias picarescas. “La conciencia de mi
honradez se me subió a la cabeza”, dice en cuanto se le presenta la pecaminosa
ocasión de apoderarse de la colcha de la cama de uno de los cuchitriles en los
que pernoctó. Se sorprende rebajándose a actos poco honrosos, mintiendo sin
sonrojarse y no pagando el alquiler “a gente decente”. “Empezaron a
introducirse en mi interior manchas podridas, manchas negras que se extendían
cada vez más. Y arriba en el cielo Dios estaba vigilando”. Él no quiere
rebajarse a la condición de un pícaro cualquiera, por más que la boca se le
haga agua al pasar ante una casa de comidas -“como si el salpicón de carne y el
tocino no fueran comidas dignas de mí”- o el escaparate de una pastelería.
A medida que
avanza el relato, el hambre se va transformando en el único acontecimiento
interesante de su existencia vagabunda, pero también en un enemigo tanto más
obsesivo cuanto más se resiste a ser derrotado, como la ballena blanca Moby
Dick para el capitán Ahab. De este modo, adquiere el rango de un ser vivo, un
monstruo gigantesco, invencible, que persigue tenazmente al joven, y que, en
cuanto se satisface con un triste bocado, vuelve con la misma voracidad de
antes. “El hambre había comenzado a atacarme”; “me hacía delirar";
"estaba ebrio de hambre”; “me roía intolerablemente las entrañas y no me
dejaba un momento de sosiego”. Para engañarla traga saliva y hasta come
astillas y virutas de madera.
En otro momento
le da por llevarse el dedo índice a la boca y chuparlo; pero, impulsado por un
pensamiento enloquecedor, se lo muerde con tal furia que se hace una
herida profunda. En una de sus crisis nerviosas, y también a causa del
hambre, se le empieza a caer el pelo a mechones, sufre una alarmante pérdida de
peso y en cuanto bebe agua, vomita. “No sabía ayunar como antes”, observa
compungido.
Parece como si
finalmente necesitara el hambre para sentir que está vivo y fuera lo único que
diese sentido a su existencia. De hecho, se halla sumido en una continua
excitación de los sentidos, que mantiene todo el tiempo vigilantes y receptivos
a las sensaciones que le produce el ayuno. Quizá esto explique la lesión
que se provoca en el dedo y los maltratos físicos que se inflige, golpeándose
la frente contra las farolas, clavándose con fuerza las uñas en las palmas de
las manos o mordiéndose enfurecido la lengua cuando no pronuncia bien una
palabra.
Necesita
reafirmar constantemente su yo ante el mundo, como si temiese ser absorbido por
éste. La melancolía, la acritud, el sentimiento de irrealidad, las acusaciones
morales con las que se tortura -reflejo de los maltratos que inflige a su
cuerpo-, son indicios del narcisismo negativo en el que permanece cautivo.
También para el
narrador-escritor la descripción retrospectiva del hambre que sufrió durante su
estancia en Christiania constituye un desafío estético de primer orden y una
oportunidad, de la que procura obtener el máximo rendimiento, para explorar las
posibilidades narrativas de una experiencia tan singular desde el punto de
vista literario. En un pasaje de la novela, hablando a solas mientras pasea por
el cuarto de una pensión y le da vueltas a la idea de escribir una alegoría
“sobre el incendio en una librería”, el joven se pregunta si “es un indicio de
locura observar y captar todo con tanta minuciosidad” como él lo hacía.
Hasta entonces
ningún escritor había descrito qué se siente en el cuerpo y en la mente cuando
se padece hambre cierto tiempo, por la sencilla razón de que los escritores no
tenían ni idea de lo que era pasar hambre. ¿Qué podían saber de eso
unos señores que normalmente habían nacido en una familia burguesa, con el
estómago lleno, y que, encerrados en su torre de marfil, escribían de asuntos
tan usuales como el amor y otras pasiones de andar por casa?
Hubo que esperar
a Kafka para que un escritor diera vida a un artista del hambre que
ayuna voluntariamente durante periodos de cuarenta días, exhibiendo su
resistencia ante el público que acude a verlo en su jaula circense. Al
final del relato descubrimos que el verdadero motivo de su ayuno voluntario fue
que nunca encontró una comida que le abriera el apetito y que, de haberla
encontrado, no se habría dedicado al oficio de ayunador. Esta
disconformidad con los alimentos que ofrece el mundo difiere de la actitud
ambigua que el joven de la novela de Hamsun manifiesta ante el hambre.
Su caso tampoco
es comparable al de otros personajes hambrientos, como el pobre niño Lazarillo
de Tormes, quien en sus andanzas por la “dura” ciudad de Toledo, famosa por la
poca caridad de sus habitantes, se las ve y se las desea para conseguir unos
mendrugos de pan que, para colmo, tendrá que compartir con su tercer amo, el
escudero tan altivo como hambriento. Al contrario que en Toledo, en
Christiania nadie pasa hambre. En sus calles no se ven míseros mendigando
comida. El joven constituye una excepción. Incluso en algún momento se deleita
con auténtico masoquismo en la contemplación de los apetitosos alimentos que se
muestran en las tiendas de ultramarinos.
En la novela el
hambre no es una lacra social ni existen causas objetivas para
que lo sea. Quizá por ello su protagonista no suscita compasión. Si
compartimos su sufrimiento físico y las atroces sensaciones que le produce el
hambre es, sobre todo, por la impactante expresividad con que las evoca,
mediante un lenguaje preciso, desprovisto de cualquier intencionalidad encaminada
a remover los sentimientos del lector.
El deseo más o
menos encubierto del personaje de Hambre es forjar a su medida
un mundo paralelo al real. No sólo es el único habitante de Christiania que
sufre hambre hasta el extremo de poner en peligro su vida, sino que se niega a
reconocer la realidad tal como la percibe el común de los mortales. De ahí que
jamás revele su nombre verdadero, que incurra en pequeñas mentiras cuando se le
interroga por alguna circunstancia personal, que invente un nombre para la
chica a la que trata de cortejar sin éxito, que se emocione cuando crea una
palabra –kibuo- inexistente en el idioma noruego y que desea mantener en
secreto, o que ocasionalmente sus fechas y horas no coincidan
con las que marcan el calendario y los relojes.
Si hubiese
podido, de buena gana habría inventado todo un alfabeto y una lengua propia,
sólo inteligible para él mismo, que le hubiese permitido modificar por completo
el significado de las cosas y, en definitiva, de lo real. Para él la mentira no
es más que una expresión de rebeldía contra la universalidad de la lengua, que
nos permite designar con un mismo nombre las mismas cosas que vemos con
nuestros ojos no por capricho sino por algo tan práctico y necesario como
entendernos. El joven de Hambre se resiste a entrar por el aro
de esta ley general. Le gustaría designar con un nombre nuevo, sólo conocido
por él, las cosas que todos designamos con un nombre común. De esa manera
lograría satisfacer al fin su más íntimo deseo de crear un mundo paralelo al
real exclusivamente para sí mismo.
Hay una anécdota
reveladora en este sentido, y que demuestra el grado de autismo en el que se
halla sumergido el personaje:
“Un carro pasó
muy despacio y veo que contiene patatas, pero llevado por la rabia, se me
ocurre decir tercamente que no eran patatas, que eran coles, y me pongo a jurar
con gran vehemencia que eran coles. Oía muy bien lo que estaba diciendo y juré
una y otra vez esa mentira sólo para sentir la divertida satisfacción de
cometer un grave perjurio”.
El mismo año en
que la novela vio la luz, Hamsun publicó el ensayo De la vida
interior del inconsciente, en el que mostraba su interés por esos
movimientos secretos que con la velocidad del rayo se agitan en los lugares más
recónditos de la conciencia y que por ello suelen pasar inadvertidos:
“Duran un
segundo, un minuto, vienen y van como una luz móvil y parpadeante; pero han
dejado su impronta, han dejado el rastro de una sensación antes de
desvanecerse”.
El título del
ensayo lo dice todo. En lugar de la vida de un individuo desde su nacimiento,
su formación, aventuras y amoríos -siguiendo la ruta de la narrativa
convencional-, la vida de su mente, por dentro, en la que no pintan
nada la memoria voluntaria ni, por tanto, los recuerdos de los que ha surgido
tradicionalmente el relato. En la vida interior del subconsciente son
irrelevantes las referencias no sólo al pasado de uno sino las relacionadas con
la identidad pública, que facilitan nuestra integración en la sociedad,
empezando por el propio nombre, que es con el que los demás pueden dirigirse a
nosotros, llamarnos.
En ese mundo
interior no hay acción, pero, en cambio, se registra un movimiento constante,
temblores, latidos, estremecimientos, como luces que parpadean día y noche,
mientras el cuerpo respira con aparente normalidad.
Es “el caos
incalculable de las impresiones, la delicada vida de la imaginación, vista bajo
una lupa; el discurrir azaroso del pensamiento y el sentimiento; trayectos
antes nunca recorridos en viajes sin camino hechos por cerebro y corazón, el
comportamiento desconcertante de los nervios, el susurro de la sangre, la
súplica de los huesos, toda la vida subconsciente de la mente”.
Si no percibimos
esa pletórica agitación interior, en la que en vez de hechos suceden
sensaciones, mucho más trepidantes e incontrolables que aquéllos, es
porque, acostumbrados a detenernos únicamente en la superficie de las cosas, en
sus formas vistosas, en su corteza, preferimos pasar de largo por las impresiones
que nos producen. Sin embargo, como aseveraba Condillac, el filósofo de
las sensaciones, por más alto que subamos y más bajo que descendamos, nunca
salimos de ellas. Están ahí, dentro de nosotros, dispuestas a revelarse sólo
con que las observemos de cerca y las desmenucemos con el lenguaje si además
queremos dejar constancia de ellas.
A Fernando Pessoa
le gustaba tanto la cita de Coondillac que, en una línea de pensamiento análoga
a la plasmada por Hamsun en su ensayo, concluyó que
“la verdadera
experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el
análisis de ese contacto. Así la sensibilidad se amplía y se hace más profunda,
porque en nosotros está todo; basta con que lo busquemos y con que lo sepamos
buscar”.
Ese caos de
sensaciones minúsculas y escurridizas, que se nos escapan y dejamos escapar por
distracción o indolencia, es el que Hamsun exploró casi hasta el límite gracias
también a la palabra. En este sentido, Hambre representó un
salto cualitativo en el propósito de la creación literaria por desentrañar las
sensaciones, y del que uno de los primeros en señalar su trascendencia
artística fue Stendhal, otro escritor tan sensualista como el noruego, si bien
en un sentido diametralmente opuesto al que el lector pueda extraer de la
lectura de Hambre.
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De EN LENGUA
PROPIA (blog del autor), 07/04/2015
Imágenes: Knut Hamsun
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