Había vuelto a la
altiva ciudad de Oruro después de cinco años. A sus aires que azotan los
pómulos de los forasteros y a sus cielos de azul intenso. Y a recorrer sus
mismas calles, con su sempiterno aire de abandono. Sus fachadas macilentas dan
fe de ello, empezando por el bloque moribundo de la terminal de autobuses que
parece enamorado de su verde pálido y resquebrajado. Álamos de copa redondeada
salpican a ratos la monótona uniformidad de las aceras. De clima duro, aquello
parece milagro en medio de las ventiscas que sacuden una y otra vez el
altiplano. La vida se abre allí a puro coraje.
Inverosímil que
una tierra tan yerma haya procreado al artista más grande, al boliviano más
universal. Sin montañas inspiradoras, sin arroyos ni ríos que perseguir. Solo
bocaminas que escupen lentamente la sangre ácida de sus entrañas. No hay nada
allí, ni quirquinchos escondidos en la arena. Y, sin embargo, de aquel páramo
sin apenas abrigo surgió la cálida voz del bolero. Y con su canto a liberar las
noches de su fría opresión, cual obstinado romancero.
A don Raúl lo
conocí cuando apenas era yo un crío que no llegaba a la década. El pueblo
de mis antepasados se debatía entre las penumbras, aquellas gozosas penumbras
que nos permitían jugar a las guerritas entre los “patacalles” y los
“uracalles”. Por toda luz sentaban presencia unos cuantos postes de tubos
fluorescentes que pálidamente señalaban el empedrado entre el internado de la
Sede y la iglesia. El trayecto que una monja alemana seguía casi todas las
noches junto a sus cholitas internas para ir a oír misa.
La Sede, con sus
jardines y extensos conjuntos de habitaciones, coronaba una suerte de colina.
Desde su explanada veíase todo el pueblo, y de sus oficinas salían a menudo los
avisos por altoparlantes a la comunidad. El operador tenía la buena costumbre
de poner música a manera de introducción. Uno de los parlantes había sido
estratégicamente colocado en las alturas de un imponente eucalipto que ya no
está. Nuestra casa no estaba ni a media cuadra de aquel sitio. Imaginen el
solaz que me producía aquella polca inmortal interpretada por ese cantor sin
nombre, al que juzgaba yo como extranjero. El acompasar grave de la guitarra y
el sonido de la aguja del tocadiscos se oían tan nítidos que todavía los
atesoro en el alma.
Arribó la luz
eléctrica, luego la FM, la encarceladora televisión. Se acabaron la magia y las
noches de ensueño. Y don Raúl volvió a las sombras, a los polvorientos cajones
del olvido. Ya se encargaría la radio de difundir mensajes a cualquier hora,
con inevitables voces impostadas.
Casi tres décadas
después, don Raúl me esperaba, también en lo alto de una colina. Casi relegado
al fondo, a pasitos de unas rejas. Como si fuera un extraño invadiendo el morro
de Conchupata, dicen que histórico porque fue allí que izaron la primera
tricolor boliviana. Inexplicable monumento el del músico cuyo sitial debería
estar mejor emplazado, quizá en la entrada del aeropuerto, para dar la
bienvenida a los viajeros, extrañados a primera vista de haber llegado a
ninguna parte. Esa guitarra los consolaría y esa inigualable voz haría el
resto.
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Para su
consideración, otras canciones:
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De EL PERRO ROJO
(blog del autor), 24/04/2017
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