PAZ MARTÍNEZ
Antes de decir
nada: tengo más fotos que en la boda de un Rey.
Aparte de la
armonía, la belleza, la sanación inmediata sin rollos patateros, no querer
volver a casa nunca jamás de los jamases y sentirme como una faraona en pleno
mandato, lo que más me gusta de viajar a ciertos lugares son las leyendas.
Porque, sí miguis, Groenlandia es un pueblo. ¿Helado? sí, de fresa (no hagan
demasiado caso de estas cosas. Ayer subimos a lo alto del glaciar y estoy
cansada. Menos mal que siempre llega la em-bajada) Y es que no hay nada como la
pequeñez para ser enorme, ni la grandeza para ser minúsculo. Aquí se guarda
todo, se mantiene, se conoce y, aunque el buenismo y la exaltación viajil hagan
que parezca que no, se critica. Y es un critique de consistencia, de los de
“¿Ves a ese? Ha pintado el barco dos años seguidos, el muy petimetre, y luego
no tiene para darle de comer a los niños y le tengo que pasar la sopa”. Las
envidias, los cuchicheos, las fobias, las leyes gitanas, se instalan en
cualquier humano, por muy lejos que viva. Otro común denominador de los pueblos
es la memoria de su historia, ésta se puede conocer a través de libros, museos,
monumentos... pero la que más me gusta es la historia contada por seres de
cierta edad (no digo que los más jóvenes no lo hagan, sólo lo hacen peor por su
maldita corrección) Estas historias tienen un núcleo común, la naturalidad de
la muerte y la vida, aunque cambien de contador a contador, pero ahí es donde
se valora al artista. Me centraré en dos de las que más me gustan: La Madre del
mar y Qivitoq.
La madre del mar
Como no puede ser
de otra manera, el mar es vital en un pueblo de agua. Las focas, las ballenas,
los peces, los icebergs, consagrarán, consagran y consagraron la vida de todo aquel
que ponga un pie aquí y, cómo no, es mujer. Es madre, hermana, amor y odio
y la mayor fuente de leyendas.
La que más se repite y tiene forma en museos y plazas es la de la morenaza hija
de un pueblerino cuya belleza provocaba enormes conflictos en la comunidad.
Aprovechando la noche, cansado de peleas y advertencias, su padre la llevó a
altamar y tiró por la borda de su kayak. La pérfida sabía nadar e intentó subir
de nuevo, pero su él, muerto de dolor, le cortó los dedos que, al instante, se
convirtieron en focas y pececillos. A pesar de los aullidos de la muchacha y
los ruegos de su padre, ella intentó auparse de nuevo, cortándole éste las dos
manos. La derecha se transformó en ballena, la izquierda en oso polar,
ahogándose, ahora sí, irremediablemente en el fondo del mar y convirtiéndose en
su protectora. Dice la leyenda que cuando algún inuit contraviene una ley, la
madre del mar enreda a todos los peces con sus cabellos, escondiéndolos del hombre.
Sólo el chamán, tras exponerle el problema y la solución, es capaz de convencer
a La Madre para liberar la pesca y no matarlos de hambre. Si por alguna mala
razón, el chamán hubiese mentido, la Madre soltará sus cabellos contaminando el
agua.
Qivitoq es un término que se utiliza muy a
menudo, también hoy en día. ¿Recordáis al petimetre? Es un qivitoq, como
también lo son los icebergs que parecen dirigirse a mar abierto y regresan.
También lo somos los turistas, los científicos que estudian el hielo, en
definitiva, a todos aquellos que llegamos, nos adentramos en el hielo y se
pierde nuestro rastro. Porque Qivitoq significa “espíritu errante”, el espíritu
de un chamán que mintió a La Madre del mar y fue tachado de loco por su pueblo.
Él intentó explicar que no había sido él quien mintió sino aquel al que quiso
salvar de la culpa, pero a un mentiroso no se le cree y fue desterrado. Durante
años se le vio rondando las afueras del poblado, sin acercarse jamás. Tan
pronto aparecía por el norte como por el sur, hasta que desapareció entre el
hielo. Aquella primavera, cuando el deshielo comenzó, vieron un iceberg que
rondaba la bahía, cuando parecía que se perdería en mar abierto, retrocedía,
sin acercarse demasiado al punto de salida. Supieron que era el espíritu del
chamán que concluyendo su vida corporal, había poseído al hielo y atormentarles
con su presencia. Lo que no supieron hasta años más tarde es que podía hacer lo
mismo con ballenas, focas, osos o personas.
Sialuk se
emociona hablando de sus creencias, del tiempo en que el mundo era sólo agua y
comenzaron a caer rocas del cielo y luego el hombre, que todavía estaba mal
hecho, hasta que llegó la mujer, lo cuidó y lo moldeó para convertirlo en lo
que es hoy en día. Luego vinieron los animales, uno a uno hasta que tuvieron
espíritu y se dejaron cazar para que el hombre comiese, se desplazase o
estuviese acompañado. Pero teme que el tiempo se esté invirtiendo, porque los
animales aparecen muertos e inservibles, el sol está comenzando a calentar la
tierra hasta devolverla al agua, pero el hombre no ha desaparecido, todavía y
teme que las rocas se vuelvan al cielo y cojan al hombre en medio y se lo
lleven, con el sufrimiento que conlleva. Sea como fuere, Sialuk conoce el hielo
y el ladrido de los perros, el sonido del viento, dónde están los bisontes y
las focas y esperamos sentados cerca de una grieta para ver narvales, que no
llegan los desgraciados, hasta que su pierna barómetro le dice cuándo y cuánto
lloverá y volvemos. Y doy fe, como si mi fe sirviese para algo, que este hombre
de porte y modo relajado, que habla dos idiomas y medio, no sabe leer y escribe
a duras penas, no morirá agarrado a una roca, camino del cielo, sino ahogado o
cirrótico, como la mayoría. Porque muchos, a pesar de su innata sabiduría, no
saben qué ocurre.
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Fotos: Paz
Martínez
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