Día 1.
Sé que este diario debería haberlo iniciado el jueves, con la llegada a Islandia. Tengo un problema: hay tanto que ver que se me va el día sin querer, pero intentaré solventarlo. Como dice el título, la idea es seguir los pasos de Erik el Rojo. Sabemos que será imposible encontrar historias, vestigios de un viaje que, unos pocos hombres, realizaron hace más de un milenio pero, sinceramente, es sólo una excusa para conocer Groenlandia.
Sé que este diario debería haberlo iniciado el jueves, con la llegada a Islandia. Tengo un problema: hay tanto que ver que se me va el día sin querer, pero intentaré solventarlo. Como dice el título, la idea es seguir los pasos de Erik el Rojo. Sabemos que será imposible encontrar historias, vestigios de un viaje que, unos pocos hombres, realizaron hace más de un milenio pero, sinceramente, es sólo una excusa para conocer Groenlandia.
Desde España
convencí a Magnus, pescador islandés y vecino, para cubrir la primera etapa
Islandia-Groenlandia. No me costó demasiado, la verdad, tan sólo comentarle la
intención y ya tenía un sí antes de acordar el precio. Su pesquero de 20 m. no
está habilitado para el pasaje, pero conoce el camino aún sin capitán. Debíamos
aprovechar el buen tiempo y zarpar con la primera marea a pesar de la hora, las
2 de la madrugada, así que alargamos la tarde todo lo posible con la idea de
dormir en el viaje. Nos colocamos en la proa, acurrucados entre los bártulos y
las mantas térmicas, por mi parte, aportaba también el uniforme de comando
(cinta en la frente, cara pintada y cuchillo en los dientes) desde hacía unos
meses. El olor del barco, una mezcla de gasóleo y pescado, unido al ruido del
Perkins de sus amores, truncó nuestro descanso y motivó la mofa del buen Magnus
y su ayudante, que comenzaron a vernos como bacalaos fuera del agua. A medida
que nos adentramos en el océano, aparecieron más estrellas. Ellas nos
desnudaban de Panamás, comandos, bullicios, asfaltos y tumultos, hasta que, al
amanecer, el motor se detiene para dejar paso a un mastodonte camino del sur.
Jamás he visto una ballena jorobada tan cerca, tan callada, tan ágil. Tan solo
duró unos segundos, de esos larguísimos que despejan el cerebro y desencajan
cuchillos de los dientes. Ahora sí comienza el viaje. Tras 10 horas de
tocotocotoco, la estela del barco se hace más sonora, al igual que las aves
marinas, el sol y esta gélida brisa que me curte la cara con una enorme
sonrisa, idéntica a la de Magnus, que nos acerca la comida. Imagino lo difícil
que debe ser deshacerse de 70 años de sal, alejarse de una pasión, porque eso
es lo que siente nuestro capitán por su barco y por el mar. Durante el almuerzo
nos da los nombres y señas de algunos de sus antiguos competidores, amigos de
batallas y tormentas, y se empeña en recogernos a la vuelta, pero ésta no será
desde Kulusuk sino desde Qassiarsuk, en el sur. Como si le importase. Evoca la
memoria de Óleg, su camarada, su amigo, mi padre y la necesidad que dan el
honor y la sangre de cuidar unos de otros. Dile que no y verás la que se monta.
Tras varios
avistamientos balleniles fallidos y un frío que se nos va instalando en los
huesos, a pesar de nuestro excelso equipamiento, llegamos a Kulusuk (oeste de
Groenlandia). ¿Conocéis la sensación de ser vistos por todo el mundo? Pues eso
ocurre al atracar, hasta las gaviotas fijan sus ojos en nuestras personas. Un
silencio incomodísimo que rompe Magnus con el grito que atrae a un colega y nos
da pie para alejarnos rumbo a nuestro hotel.
Tras una ducha y una cena ligera, dormimos como marmotas, hasta que en el desayuno nos hablan de las olimpiadas del colegio. Y allí nos vamos mientras esperamos la hora del helicóptero que nos lleve al Oeste, a Ilulissat. Si, ya sé que Erik el rojo y los helicópteros, como que no casan, pero qué culpa tengo yo de haber nacido en este milenio. El día es magnífico, despejado, limpio, helado y hacia la loma se ve el gentío, si así se le puede llamar a la reunión de unas 60 personas. Es curioso esto de la relatividad de las cosas, porque en una comunidad de 300 personas, 60 son multitud y cuando estás acostumbrado a temperaturas de -40º, sale el sol y sube el termómetro a 2º y es como vivir en el Caribe. ¡¡La madre que lo parió, si no puedo ni quitarme la capucha!!
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Fotografía: Paz
Martínez
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