PABLO MENDIETA PAZ
El 21 de marzo
pasado se recordó el nacimiento de Johann Sebastian Bach, ejemplo perfecto del
genio musical. Creador de obras de pujanza y grandeza supremas, cabe, por lo
mismo, proyectar una sucinta apología de quien, a través de su música, fuera en
cierto modo su maestro: Dietrich Buxtehude, un nombre apenas oído en nuestro
medio, aunque vital en la historia de la música.
Buxtehude nació
en 1637 en Helsinborg, región sueca del Sund, y se educó en Helsingor, en la
parte danesa. Fue sucesor y yerno de Franz Tunder (1614-1667), aventajado
alumno de Frescobaldi y pionero en el arte de tratar las voces como
instrumentos de orquesta, práctica que Bach haría posteriormente. A la muerte
de Tunder, Buxtehude ocupó su puesto -que ejercería por espacio de 39 años- como
organista de la iglesia de Santa María de Lübeck, una de las más importantes
plazas de la música alemana de aquella época.
Fue precisamente
en esta iglesia donde Buxtehude creó y organizó los famosos conciertos de
adviento, denominados "Conciertos de la tarde” (Abendmusik), es decir los
primeros conciertos de música religiosa que se ejecutaban durante los cinco
domingos que precedían a la Navidad.
Estas audiciones
gozaron por mucho tiempo de enorme popularidad, al extremo de que Bach recorrió
a pie una distancia de algo más de 400 kilómetros, desde Arnstadt hasta Lübeck,
para acudir al llamado del virtuosismo del maestro Buxtehude.
En aquel
entonces, siglo XVII, la música alemana se desarrollaba bajo dos formas
características: coral, o himno protestante, cuyas melodías cantadas eran
acompañadas por órgano, y el estilo concertante. Como resultado de una
evolución natural de la música, enlazada al desarrollo creativo de los grandes
maestros de la época, ambas formas, coral y concertante, en determinado momento
se asociaron.
Esta reunión de
elementos formales encontró en Bach a su más inspirado adepto, pues él reparó
en que dicho vínculo formal contribuiría a que la música pudiera llegar al
oyente no sólo con sonidos de mayor y más honda construcción, sino que fueran,
asimismo, placenteros en su audición; una reflexión de la cual -valga la
digresión- podría haber encontrado eco más adelante en el polímata Rousseau,
quien, en su faceta de músico, acuñaría la célebre definición que influiría en
todo el pensamiento ulterior: "La música es el arte de acomodar los
sonidos de manera agradable al oído”.
Pero ciertamente
que el tránsito a tal fusión formal, y la adhesión de Bach a ella, difícilmente
habrían sido posibles si la música alemana para órgano no hubiera sido
precursora, decisiva y de alta perfección, merced a sus valiosos creadores e
intérpretes dirigidos por Buxtehude. Ahí radica, esencialmente, la marcada y
notable influencia de este músico en el genio de Eisenach.
Sin embargo, es
preciso señalar que Buxtehude debió su virtuosismo y sabiduría a la enseñanza
de Jan Pieters Sweelinck (1562-1621), artista flamenco oriundo de Ámsterdam,
verdadero creador de la fuga para órgano. Como discípulo de la segunda
generación de su escuela, Buxtehude asimiló profundamente la obra de Sweelinck
hasta el punto de ir más allá y perfeccionar a tal grado el arte organístico
que mereció el título de "el virtuoso más completo de este género
instrumental”.
A propósito,
Philip Spitta, musicólogo alemán del siglo XIX, y editor de las obras de
Buxtehude, se refiere a que "el arte del órgano, desde el punto de vista
técnico, se hallaba tan avanzado en la época de esplendor de Dietrich
Buxtehude, que gracias a él Bach pudo abrir un nuevo cauce, un nuevo rumbo en
la música”. Prueba fehaciente de ello, en efecto, es el tratamiento del coral
de Año Nuevo, Mit Fried und Freud ich fahr dahin, BuxWV76, en el que Buxtehude
expone el más alto contrapunto imaginable, del que Bach rescató ciertos
elementos fundamentales al momento de componer su Arte de la fuga (en la fuga
en la menor imita de modo calcado, y en igual tono, el desarrollo de una fuga
de Buxtehude).
Más aún. La
prodigiosa música de este compositor se amplifica y repercute también en otros
creadores. Su Preludio en sol menor, BuxWV 149, integrado por un conjunto de 19
preludios, contiene un tema que, al margen de escucharse en la segunda parte
del clave bien temperado del propio Bach, es asimismo audible en el Réquiem de
Antonio Lotti, en el Joseph de Haendel y en el Réquiem de Mozart.
No obstante,
suele decirse que "la música tuvo un padre que fue Bach”. Naturalmente que
este enunciado, por más que músicos y profanos le hayan conferido una aureola
de verdad absoluta, no pasa de ser una expresión que simboliza la grandeza del
genio. "Nada más adecuada la frase como un "tropo metafórico” -señala
el musicólogo José Antonio Alcaraz en su comentario sobre una chacona de
Buxtehude orquestada por el compositor mexicano Carlos Chávez. Y añade: "A
menudo, parece ser que esta manera de referirse al gran maestro no se toma
conforme al sentido dilatado de la expresión, y entonces Bach surgió por
generación espontánea. Antes de él, el caos”.
Y esto no es otra
cosa que sólo exaltar con pasión el genio de Bach, y sólo a él, a despecho de
lo tanto que hubo de aprender con maestros eminentes. Él mismo, con mérito
superior, sin duda que habría rechazado con vehemencia tan enardecido afecto de
ánimo, pues sentía orgullo y se fortalecía en beber de la fuente de un fecundo
y renombrado compositor como Vivaldi, así como mayormente, y con encumbrada
admiración, de un excelso aunque reservado Buxtehude.
Jamás olvidaría
Bach que a los 19 años, luego de recorrer a pie más de 400 kilómetros, su mundo
musical se agigantaría luego de escuchar a Dietrich Buxtehude. Pero jamás
habría imaginado que con el tiempo, en incomprensible y misterioso guiño del
destino, su música sería apreciada así como cae la potente luz de mediodía, en
contraste a la de su maestro, que brillaría tenuemente, como un sol crepuscular.
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De PÁGINA SIETE
(La Paz), 02/04/2017
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