Pesada, en caída
libre, la maza golpea el acero que reposa tórrido sobre el yunque. Ante cada
embestida, el vapuleado metal dispara decenas de chispas como un volcán en
erupción. Con dosis desparejas de templanza y frenesí, los mazazos de Mariano
Gugliotta dibujan el candente acero de Damasco. "¡Guarda con los
chispazos! –advierte el artesano y ensaya la arremetida final–. Como le
comentaba hace un rato, este va a ser un cuchillo multilaminado, con varias
capas. El proceso es largo: hay que limpiarlas, llevarlas a 1200 grados en la
fragua y luego hacer el caldeo a puro golpe: una soldadura sin electrodos.
Imagínese el trabajo para lograr el dibujo, es como un hojaldre. Arranco con 20
capas, pero se van plegando, después son 40, 80… Soy el segundo que lo hizo en
el país. El primero fue mi padre".
Gugliotta lleva
en los genes el noble oficio de forjar hojas afiladas. La saga familiar arrancó
hace varias décadas, cuando su abuelo Miguel llegó de Italia a hacer la
América. En el campo comenzó a trabajar en un taller de herrería y adoptó el
gusto gaucho por los facones. Su hijo Miguel, mecánico de profesión, heredó la
pasión por trabajar el fierro. "Mi viejo fue explorando esta técnica
artesanal que viene de los romanos –recuerda Gugliotta–. Le preguntaba a mi
abuelo sobre herrería, pero también aprendía de las revistas especializadas
yanquis que llegaban acá en los '80. Pateábamos Corrientes para revolver las
mesas de saldos y por ahí aparecía alguna".
Golpe a golpe
sobre el yunque, papá Miguel se transformó en un secreto a voces de la
cuchillería. Su otra pasión eran las artes marciales, y un día decidió forjar
katanas, el sable curvo de los samuráis. Su fama atravesó fronteras: le
llegaban pedidos desde Estados Unidos y aun de Japón. Una tarde, Lou Reed, fan
y coleccionista, visitó el taller de Villa Soldati para asegurarse una espada.
Hace ocho años,
Miguel se retiró. Mariano es el último eslabón de esta genealogía. En su
infancia, lo apasionaban las aventuras de Tarzán, Mac Gyver y Rambo:
"Cuando le pedí a mi viejo el cuchillo de Rambo, me dijo que era una
bosta. Igual me lo compré. Tenía razón, parecía de plástico". Cuando
terminó el secundario, estudió Derecho y estuvo al filo de obtener el título,
pero lo atraía el metal. "Fue como el cuento 'El llamado de lo salvaje',
de Jack London. Largué todo y me metí acá." En 2003 arrancó de cero en su
propio taller, en el fondo de su casa. Empezó a buscar su sello de autor con
los puñales criollos. Y al poco tiempo, la fortuna golpeó su puerta, cuando un
estadounidense le compró uno. A los seis meses, la mítica revista Tactical
Knives hablaba maravillas del "cuchillo gaucho" que llevaba su firma.
Ese fue el despegue. "Ese año participé en una feria en la Rural. Salí de
Soldati con 80 centavos en el bolsillo. Me volví con 1000 dólares". Compró
herramientas y máquinas para mejorar su producción, que hoy no supera las dos
piezas semanales. Cada cuchilla que forja es una obra de arte. Y se volvió un
"coleccionable".
Mientras cae la
tarde en el suburbio, Mariano bebe un vaso de Coca Light y repasa la historia
de la cuchillería local: "Acá nunca se incentivó la producción de
cuchillos artesanales. Al contrario, dominó la importación. Desde la conquista
española estuvo prohibido que los nativos usaran armas. Entonces, los gauchos
recauchutaban limas, sables rotos: el reciclaje es el origen. En otros lugares
fue distinto: los yanquis tuvieron a James Bowie y los alemanes fabricaban en
un día lo que acá se hacía en un año." Pese al viento en contra, la pasión
nacional por los filos se mantuvo a flote. "Acá nadie se sorprende si
sacás tu cuchillo en un restaurante para comerte un asado. Amigos de afuera me
dicen que este debe ser el único país del mundo en donde se venden en el
aeropuerto".
Antes de
despedirse, Gugliotta reflexiona sobre el futuro de la herramienta que le da de
comer: "Aunque avance la tecnología, el cuchillo no va a pasar de moda.
Piense que nos cambió la dieta, en la época de las cavernas. Cuando el hombre
hizo el primer cortante con una piedra, dejó de comer las vísceras de los
animales. Empezamos a fetear la carne y creció el cerebro. Empezó otra era. Se
lo explico con palabras de un pibe de Soldati."
Memorias
filosas
Los cuchilleros
empezaron a forjar a fuego lento su historia como arte y profesión hace más de
diez siglos. Durante la Baja Edad Media y el Renacimiento, los trabajadores de
los metales comenzaron a organizarse en sindicatos y guildas. En su libro El
artesano (2008), el sociólogo norteamericano Richard Sennett cuenta que en
aquellos tiempos el aprendiz de orfebre estaba sujeto a su puesto mientras
aprendía a fundir, expurgar y pesar metales preciosos, bajo la paciente guía de
un maestro que lo educaba en su taller. Una vez presentada una obra maestra en
su lugar de residencia, el novicio cerraba su período formativo y comenzaba a
ejercer su oficio en el vasto mundo. Era una actividad de aires nómades,
plagada de aventureros. El gran orfebre "heroico" de ese período fue
el florentino Benvenuto Cellini. En su jugosa autobiografía, titulada
simplemente La Vita, Cellini se jacta: "En mi obra, he superado a muchos y
he llegado al nivel del único mejor que yo". Se refería a Miguel Ángel.
La Ilustración,
el Iluminismo, las ideas de libertad de la Revolución Francesa, nacen con una
cuchilla y terminan en otra. Denis Diderot, a quien se debe la concepción y
ejecución de la Enciclopedia Francesa, la suma de las ideas laicas,
libertarias, científicas del siglo científico que fue el XVIII, era el hijo de
un cuchillero, y a veces se lo llamaba así despectivamente. Diderot escribió,
en los tomos de la Enciclopedia, los artículos técnicos, incluyendo el de la
orfebrería. La cuchilla con la que termina esta historia es la de la
guillotina, obra de monsieur Guillotin, y perfeccionada por Luis XVI, a quien
no le faltaría ocasión de experimentar el uso de tan eficaz invento.
Cocodrilo
Dundee
"Sin duda,
los franceses son mis mejores clientes. Son locos por los cuchillos. Ojo,
nosotros no nos quedamos atrás, y si te alejás un poco de la ciudad, en las
afueras de Buenos Aires, todavía siguen resolviéndose pleitos a puntazos",
cuenta Julio Argañaraz, un artesano de San Telmo con una docena de años en el
gremio. Mientras ordena algunos criollos y damasquitos en su local de la
histórica Galería de la Defensa, a pasos de Plaza Dorrego, relata historias
dignas de un cuento de Borges: "En Madariaga, un ambiente muy gauchesco,
si hay algún atrevido en un boliche, la pelea es a facón. Pero ya no hay
tantos revuelos".
Argañaraz es
oriundo de Tucumán. En sus 47 años de vida aprendió un sinfín de actividades:
trabajó el cuero, crió exóticos peces de estanque y se curtió en la
construcción. Con su sombrero gastado, tiene un aire a Cocodrilo Dundee. Se
define como un artesano autodidacta. Su pasión por la cuchillería le viene de
muy joven, cuando comenzó a armar una colección. Su tesoro era un Randall
reluciente. Un día decidió exponerlos a cielo abierto en la feria del barrio y
un curioso le ofreció un dineral.
"Cuando
estaba negociando, se me ocurrió que esta podía ser una buena manera de ganarme
la vida". Se instruyó entonces sobre las diversas aleaciones, el golpe
preciso para el forjado y el secreto del templado, el alma del cuchillo.
Argañaraz ha
forjado cuchillos con elásticos de autos, clavos de tren y hasta acero de
camastros. "A veces agarro un fierro y voy diseñando en mi mente cómo va a
quedar. Por ejemplo, este va a ser un machete japonés. Y le voy dando forma: el
filo cónico, pienso un cabo, que puede aparecer en la calle, un hueso, una
madera rara. Reciclo todo el tiempo, desde pibe. Todo sirve".
Argañaraz mira
fijo la hoja de un Bowie pantagruélico: "A veces me piden modelos para
cazar jabalíes, para el remate. Se juega todo ahí, y el cuchillo tiene que
funcionar sí o sí. La presión que ejerce el animal puede partir la hoja. Y un
jabalí no te perdona la rodilla". «
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De TIEMPO
ARGENTINO, 15/04/2017
Imagen de portada: Lou Reed en la revista KUNG FU
Imagen: Fotos de Eduardo Sarapura.
Imagen de portada: Lou Reed en la revista KUNG FU
Imagen: Fotos de Eduardo Sarapura.
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