Abril inició su
andadura con una promesa de primavera desordenándole los labios. Los días
vertían licor de luz y las calles de Madrid ya olían a espuma de cerveza, las
terrazas de los bares dispuestas y preparadas a saciar la sed ciudadana. Pero
resulta que abril se ha desarrollado al margen de mis (nuestras) apetencias, y
un incómodo mohín de tormenta ruborizó su semblante.
De nuevo cerrar
las ventanas. Apoyar la frente en ellas, para contemplar la lluvia, afuera.
Igual la ventana de los días, aún cerrada a tu caricia, tu sonrisa y tu deseo,
que surcan la memoria como las nubes, hoy, este cielo de plomiza ausencia. Pero
la ventana, decía. Apoyo mi frente en su cristal, y el vaho me permite dibujar,
con las manecillas del reloj que construyo entre mis manos, algo parecido al
corazón de un niño.
Llegó la
primavera con su aspaviento de color y brotes tiernos. Lienzo inútil, por lo
repetitivo. Y ahora, abril, que no entiende de cromatismos, la emborrona de
lluvia. Llueve, hoy, en Madrid. Y yo me asomo a la ventana, por ver si de
repente llegas, de nuevo, por detrás, a sostener el arpegio de tabaco rubio de
tus dedos en el pentagrama erróneo y negro de mi cintura. Llueve, hoy, en
Madrid. Y, mientras mi piel se envenena de tu ausencia, la casa se infecta de Tom
Waits y su poesía de taberna caduca.
Suena Tom Waits.
Su voz de promesa quebrada inaugura el lodazal en que se suicidan mis
recuerdos.
Make it rain, aúlla el genio de Pomona, y pienso en
dichos populares: ya ha llovido desde entonces, 19 de abril de 2008, Teatro
degli Arcimboldi, cuando tú aún no existías, 8 años ya. Sí, en Milán, excesos
del exceso de sueldo y tiempo libre que me permitieron excederme en aquel
teatro italiano, vibrando con cada uno de los acordes en que enredaba su lírica
ebria un cantante que decidió entonar como si nunca hubiese tenido voz, como si
acabase de ver la luz tras abandonar una platónica caverna. Tom Waits decidía
visitar Europa, en 2008, al albur de constelaciones y papel moneda, y yo
soltaba el mío para asistir anonadado a su teatro de sombras. Decidí marchar a Milán,
para ver a Tom Waits y, de paso, embriagarme de Navigli, aperitivi, albahaca y
Campari, vino barato y hachís, todo preparado para el gran recital, un par de
caladas más antes de entrar al teatro, unos cuantos tragos extra, no había
sustancia que me fuese vedada cuando me disponía a embriagarme de la sustancia
que, quebrada, brota de la voz caverna de Tom Waits para recordarnos que, a la
salida, seguro, quedará alguna cantina abierta, cerca, en cualquier lugar, al
albur de cualquier esquina enmarcada en orín de gato y vómito de mal de amores.
Recuerdo mucho de
aquel concierto. Pero recuerdo, especialmente, aquel tema, Make it rain,
y cómo, sobre el escenario, una lluvia de confetti dorado coreografió los
espasmos neandertales del cantante estadounidense. Y su voz de fin del mundo,
lamentando la pérdida del aquel mundo que fue hasta que ella decidió salir de
su vida. Nada más. Otra canción de amor. Sólo eso.
Caminé, después,
hacia el hostal, entre exclamaciones italianas (ya saben: mamma mias, aspavientos,
¿capiscis? y toda la parafernalia latina que tan torpemente, aún, seguimos
intentando imitar los hispanos), apurando un nuevo porro, pretendiendo adivinar
por qué el cantante reclamaba la lluvia, como quien reclama el tiro de gracia,
para olvidar a la amada que ya no. Después, años después, llegaste tú, y
comprendí que tal vez eso pretendía Waits en su canción: congregar tormentas y
estaciones que humedezcan y hagan fluido el paso de los años. Que se sucedan
las tormentas y las estaciones. Que el tiempo pase para desordenar el recuerdo
de lo que fue y ya no.
Hoy, Madrid,
lluvia, subo el volumen y grito: make it rain!
Llueve en Madrid,
y este loco suicidio de gotas que entristece mi ventana contiene el sabor de un
beso, aunque hoy sólo sea metáfora de los que suicidaste tú, valiente y eterna,
contra el vidrio de mis labios. Porque en cada gota de lluvia anida la gota de
deseo que humedecía tus labios cuando los postrabas ante mí. Y recuerdo, ¡ay!,
cómo llovía tu vientre entre mis dedos, antes de hacerlo entre mis labios, cómo
naufragaba en tu tormenta el salmón inconsciente de mi lengua, cada vez que te
agotaba y me agotaba, a tus pies, desnudo de ropa y mortalidad, vestido
únicamente con la seda niña de tu piel de latido y siempre.
Llueve en Madrid.
Abril ha vuelto a equivocarse. O, al contrario, sólo ha cumplido a rajatabla
las normas no escritas de los refranes, en abril aguas mil, y cuestiones del
estilo. El caso es que Madrid se moja y mis dedos están secos por más que
buscan la humedad de aquella lluvia que me regalabas para hacerme comprender
por qué gritaba cada vez que escuchaba a Tom Waits cantando Make it
rain.
Hoy dudo si
aquellas lluvias provocaron besos o sólo metáforas. Las cerraduras me miran con
sarcasmo. Por eso prefiero darles la espalda, y asomarme a la ventana
recordando que las obstruías con candados de juguete, para acercarte hasta mí y
besarme, segura de que nadie abriría la puerta de aquella habitación. Tampoco
la de este futuro que es ya, y que no habitamos juntos. Yo no te lo dije nunca,
pero ahora sé que te cantaba, descosidos mis labios por el punzón de los tuyos: make
it rain!
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De POSTALES DESDE
EL HAFA (blog del autor), 19/04/2017Fotografía: Anton Corbijn
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