JORGE MUZAM
El cielo tiene
color de lluvia, un gris perlado que se asemeja a la desidia y también a la
inteligencia, a las emociones acongojadas sobre una tabla de piratas
alcohólicos. Recorro mi huerto, lo que queda de una siembra descuidada, el poco
riego, la libertad de crecer y morir con escasa intervención humana. El
bosquecillo de tomillos sigue estoico su transición a un abril reseco. Los
zapallos crecieron poco, pero se dejan ver entre guías y yuyos, augurando
charquicanes humeantes en días lluviosos, estofados de cochayuyo para Semana
Santa, sopaipillas amarillas en tiempo de escarcha. Los manchones de orégano
vuelven a renacer, tal como las alcachofas y lavandas. El frío tiene su propia
corte de renacidos, su primavera invertida.
He descubierto un
pequeño castaño entre los maquis. Apios entre los manzanos. Cinco peras
primerizas. Hay escaramuzas aéreas entre tiuques y queltehues. Imperialismos
emplumados acaparándose el botín de los insectos.
Traslado mi
ordenador y mis libros al patio, bajo el parrón de uva negra. La mesa está
alfombrada de hojas resecas. Mate tibio. Celular alerta. El viento trae
noticias de membrillares maduros, de manzanas agusanadas suicidándose en la
hierba. Rameau en los parlantes. Un carpintero cabeza colorada tamborilea el
viejo manzano. Los yorkshire corretean de lado a lado como caballería
liliputiense. Avanzo en Las ratas de Miguel Delibes. La
perrita Fa medio enceguecida de tanto hurgar entre la maleza del arroyo, el
Ratero merendando ratas fritas rociadas con vinagre. El mundo a ras de suelo de
Delibes bien cabría en San Fabián, entre nuestros comedores de perdices que silban
y carraspean para ahuyentar su soledad.
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De CUADERNOS DE
LA IRA (blog del autor), 01/04/2017
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