BRAYAN GABRIEL MAMANI MAGNE
El bolivianómetro
de algunos brasileños es infalible.
-¿Visitante?-, me
pregunta en portugués uno de los policías. -Sí-, respondo.
Es de noche y
estoy en el estadio Vila Belmiro, en Santos, Brasil. El The Strongest -mi
equipo- va a jugar contra los locales en algo más de media hora. Como no he
podido conseguir entradas para la sección de los visitantes, me ubico en la
platea de los torcedores santistas. Soy una espina entre el rosal, un pingüino
en el Sahara, un vello en la cara de un lampiño: a mi alrededor sólo veo
personas rubias o mulatas que lucen los mismos colores que alguna vez sudó
Pelé.
-Venga conmigo-.
Para un hincha de
verdad, el partido no comienza cuando se supone que empieza el partido. El
juego empieza antes: en el viaje, en la fila para las entradas, en ese dulce
insomnio que revuelve la noche de quien sabe que al día siguiente su equipo
tiene una cita con la historia.
El policía dice
que me conviene salir de aquí. Me habla en tono amable, me conduce hacia la
reja que separa a las dos hinchadas. Mi partido personal ha empezado y acabo de
recibir mi primera tarjeta: roja directa.
En la gradería
visitante no hay nadie. Por lo visto, soy el primero en llegar. Mis
compatriotas se aparecen a cuentagotas: primero son tres, luego ocho, ahora 10.
Veinte minutos después, la puerta de entrada deja de parecer una pila de la que
rara vez gotean personas cobrizas y mudas y ahora se asemeja a una cañería
reventada de la que emana un río de estronguistas que tienen el cinismo de
insultar a los brasileños en perfecto portugués.
-¿Dónde vives?-,
me pregunta Rogelio, uno de los primeros hinchas en hacerse presente.
-En Río de Janeiro-,
respondo.
-¿Y ahí también
te joden?
Rogelio es uno de
los 80.000 bolivianos que viven en São Paulo. Al igual que la mía, su butaca
estaba ubicada en la platea local. Al igual que a mí, la Policía ha decidido
que, por seguridad, lo mejor era trasplantarlo al corral de la visita.
Cuestión de
cueros: nada del otro mundo.
Para muchos
brasileños, la bolivianidad se mide por el aspecto. El elemento racial se
superpone al cultural: que la diversidad y la plurinacionalidad se guarden para
la revista que BOA regala en sus aviones: aquí lo boliviano es la piel, el
pómulo alto, el metro sesenta y cinco de estatura, un estambre de cabellos
lisos que las capas de gel no han podido dominar.
-No creen que soy
boliviana.
Dice Paola, una
paceña que vive en São Paulo desde hace más de tres años. La conozco en la
posada Alojaki, en Santos, horas después del partido. Viste una camiseta
atigrada demasiado grande para su cuerpo. Tiene la piel clara. La nariz
aguileña. Dice que la confunden con chilena y parece orgullosa de ello. Cuando
le pregunto cuál es el nombre del famoso barrio de bolivianos ubicado a media
hora de la avenida Paulista, responde que no sabe.
-Nunca he
ido… Por seguridad.
El tono de su voz
me recuerda al modo en el que algunos amigos residentes de la zona sur se
refieren a todo lo que está más allá del Prado paceño. Sólo falta que diga que
esa calle es algo así como el "Mordor” de São Paulo -tal y como algún
genio zonasureño bautizó a El Alto luego de la inauguración de la línea Verde
del teleférico-, y así completará el perfil estereotipado de la niña bien que
no quiere juntarse con los bolis de los talleres para no ser confundida con
narcotraficante.
En todo
caso, Brás, así se llama el barrio en cuestión, parece un pedazo de la Garita
de Lima injertado en la zona más comercial de São Paulo. Estoy con mi amigo
Álvaro, residente en Brasil desde hace casi cuatro años, y jugamos a contar
compatriotas. Es inútil: son tantos que el único juego que valdría la pena sería
contar cuántos brasileños hay en esta suerte de gueto altiplánico.
-Somos para el
Brasil lo que México es para Estados Unidos.
Caminando por la
rua Coímbra, la saudade se disuelve con el aroma de un api que una doña vende
en un toldo casi calcado de las Alasitas. Al lado, un muchacho ofrece sardinas
Lidita y, según me cuenta, su esposa tiene un puesto de salteñas pocos metros
más allá.
Una adolescente
de flequillo teñido revisa la sección de telenovelas coreanas en un puesto de
DVD piratas. Boliviana a leguas, negocia con el dueño en un portugués tan
nasal como el de cualquier paulistano.
-Son bolivianos
de segunda generación.
Menciona Álvaro.
De hecho, su esposa, que nació aquí, es una de ellos: boliviana por
sangre, brasileña por el pasaporte. Así como su nacionalidad doble les permite
menos burocracia en los aeropuertos de ambos países, el rechazo que estos
bolivianos experimentan se manifiesta siempre en dosis duplicadas: en Bolivia
se burlan de ellos por no hablar bien español; en Brasil los joden por su
aspecto aymara.
Otro genio -esta
vez miraflorino- me dijo que es cuestión de hábitos, que si los bolivianos de
Brasil se comportaran como debe ser nadie nunca se metería con ellos.
Falacia total.
Álvaro, que es médico -es decir, que en la pirámide social del imaginario
clasemediero nacional e internacional se encuentra no muy lejos de la cima-, me
cuenta que hay pacientes que, al ver su pinta (estatura baja, rasgos afilados),
piden ser tratados por otro profesional. Esta realidad ya no sorprende a nadie:
el bolivianómetro de los paulistanos tiene mucho del cholómetro de los paceños
y del collámetro de Santa Cruz.
"Las heridas
se parchan con dólares”, escribió hace años Lemebel en una carta al presidente
de su país. En el caso boliviano, los arañazos se parchan con reales… Y con
cerveza Skol.
-¿Bebes?-,
le pregunto a Álvaro.
-Rara vez-,
responde, -la última vez ha sido el año pasado, cuando mi familia me ha
visitado.
Familia. Alguien
debería coserle la boca a todos los migrantes que pronuncian esa palabra…
De vuelta a Río
de Janeiro -ciudad en la que vivo desde hace más de un año y donde la población
boliviana no es significativa-, la mujer que viaja a mi lado me despierta con
una voz cantarina.
-¿De dónde sos?
-De Bolivia.
-Ah, yo estuve
ahí hace poco. Yo soy uruguaya.
Se llama Renata.
Vive en Río desde hace cinco años y hace dos que no regresa a su país. Nos
hacemos amigos: quedamos en beber unas cervezas el próximo fin de semana.
Parches, parches.
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De PÁGINA SIETE
(La Paz), 02/04/2017
Fotografía: Alicia Arana/Rostros de Bolivia
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