MANUEL CRESPO
Durante la mayor
parte de su vida, Sergéi Donátovich Dovlátov ni siquiera tuvo la fortuna de ser
considerado un escritor de culto. Publicó poco y recién fue reconocido en Rusia
años después de una muerte que lo encontró demasiado temprano y muy lejos de su
país, devastado por un alcoholismo al que jamás culpó. Más bien lo contrario:
“Sobre el daño que hace el alcohol se han escrito decenas de libros”, escribe
al cierre de La Reserva Nacional Pushkin. “Sobre su utilidad, ni un
folleto”.
Todos en la
Reserva Nacional, empleados y visitantes, dicen amar a Pushkin. Es un amor
castrense, performativo: importa menos el amor en sí que su declaración férrea
y sin cuestionamientos. En algo más de un centenar de páginas, Dovlátov
superpone las historias de dos escritores. Por un lado, la historia minúscula
del narrador, un artista malogrado y dipsómano que trabaja como guía en la
Reserva mientras retrasa la decisión de ser olvidado en su propia tierra o en
el exilio. Por el otro, la historia en mayúsculas, la del poeta nacional, su
legado devenido destino turístico para rusos de todas latitudes que dicen
venerarlo con el mismo ímpetu ausente con el que saludan la bandera soviética y
la memoria de la Revolución. La década del ochenta se cierne sobre la patria
comunista y sólo queda el vodka para distraer a los habitantes de una nación
que empieza a crujir desde adentro.
La escenografía
decadente vigoriza el humor de Dovlátov. Más allá de las repetidas menciones a
Hemingway, hay en él un dejo ligeramente norteamericano. El narrador de La
Reserva Nacional Pushkin reacciona frente al absurdo que lo rodea con
la acidez hiperlúcida que exhiben a menudo ciertos avatares de la literatura
estadounidense. Sus borracheras quizás sean más ásperas, más vehementes, más
“rusas”, pero la apelación incesante al sarcasmo como conducto de la epifanía
ubica a Dovlátov en una línea que lo acerca al Henry Miller de los Trópicos,
al mismo Hemingway de Fiesta, al Bukowski de cualquier novela y a
varios otros autores que refinaron sus estilos a partir de la autodestrucción y
el ridículo consciente.
Los relatos
“Ariel” y “La uva”, mucho más breves y bastante menores en su factura,
completan una colección que permite conocer a un escritor a la vez extraño y
familiar, invisibilizado hasta hace poco por los caprichos de la crítica y de
la lengua. De la mano de Irina Bogdaschevski, traductora de vasta carrera que
falleció en 2016, Dovlátov se sirve de la autobiografía para reflexionar sobre
el rol de cualquier artista, sea marginal o canónico, en una sociedad que no
sabe exactamente qué hacer con él. Se trata de un problema que no ha perdido
vigencia. Una vigencia que ojalá la obra de Dovlátov siga ganándose a fuerza de
nuevas traducciones y próximos libros.
Sergéi
Dovlátov, La Reserva
Nacional Pushkin, traducción de Irina Bogdaschevski, Añosluz Editora, 2016,
166 págs.
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De OTRA PARTE SEMANAL, 23/02/2017
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