Oruro era décadas
atrás la capital del pejerrey. En las riberas de su alargado lago Poopó, un
verdadero mar interior, comunidades uru-chipayas y aymaras vivían enteramente
de la pesca. Bien recuerdo que cajonadas de pescado fresco enviaban a ciudades
como Cochabamba y La Paz, e incluso llegaban hasta el pueblo de mi niñez, a
buenos centenares de kilómetros. Los jueves de madrugada arribaban los comerciantes
orureños con mercaderías diversas, entre estas algunas cajas de madera con
pescaditos plateados de olor sumamente penetrante. Yo deploraba toda aquella
peste en la casa. Pero en cuanto mi madre, luego de un moroso descamado, los
sumergía en la sartén y nos servía a la mesa, comía sin rechistar hasta
chuparme los dedos. Crocantes frituras de suave corazón tan blanco que no
tenían parangón.
Muchos recuerdos
todavía guardo de mis viajes juveniles a Oruro. Espléndidas meriendas en casa
de mis tíos, en las que era normal que sirvieran pejerrey casi todas las
noches, preparado de mil maneras por su hábil cocinera, de trenza larga y
perenne sonrisa, una extrañeza entre las cholitas aymaras de rostro mayormente
adusto. El estómago agradecía aquellas sobrias degustaciones de carne magra y
de fácil digestión, considerando la altura y la climatología fría de la urbe
orureña.
Como se sabe, hoy
el Poopó es un erial de arena, tierra resquebrajada y desolación. Barcas
volcadas en las resecas orillas de blanco salitroso, testimonian que el agua ha
retrocedido para quizás nunca más volver. Como huyeron los patos y flamencos,
la gente abandonó paulatinamente sus comunidades lacustres. El pescado,
prácticamente ha desaparecido de los mercados de la ciudad altiplánica, ahora
se lo trae desde el Titicaca y los ríos tropicales de tierras orientales.
Acompañando a mi primo esos días de Semana Santa a efectuar la compra, se me
iban silbidos de sorpresa al ver los precios en la pizarra: tan elevados que
consumir pescado se ha vuelto un asunto privativo, cuando antaño la abundancia
permitía que lo consumiese todo el mundo. Y lo peor, que cuando fuimos a
buscarlo el sábado, casi todo se había esfumado para el Viernes Santo. No había
dónde escoger.
Menos mal que el
primo había comprado con anticipación una docena de filetes medianos. Una
cantidad rácana, posiblemente llegada del lago Uru-Uru, un lago menor también
en serio riesgo de secarse, a las puertas mismas de la ciudad por el lado sur.
Como su afilado ojo de chef aficionado estimaba que la provisión no alcanzaría
fuimos a por más a un mercado céntrico, donde además aprovechamos para adquirir
verduras y otros ingredientes necesarios para un suculento pescado al
horno. Fracasamos en nuestro intento de hallar pejerrey -no había ni
rodajas del soso surubí para disimular el asunto-, así que compramos unas
pechugas de pollo. Total eran carne blanca, pensábamos.
Con los
ingredientes a bordo, el chef dio inicio a la faena. Su mujer desapareció de la
cocina, diciéndome que cuando él cocinaba no se metía para nada. Yo no me lo
creía todavía que mi primo, el ingeniero civil, fuese un consumado entusiasta
de los fogones y sus secretos. Con razón no había ahorrado detalle en el diseño
de su amplia cocina, un conjunto de aire minimalista, con los elementos (fogón,
horno, microondas, estanterías) estratégicamente distribuidos que hacían
perfecto juego con el mesón de granito negro. Y la iluminación ambarina
sutilmente desplegada en el cielo raso aumentaba la sensación de calidez. Daba
gusto cenar allí, seguro que sí.
Pues bien,
mientras el pejerrey marinaba media hora en caldo de limón, que yo mismo
contribuí a prensar, el cocinero cortó aros de inmensas cebollas blancas que
junto con tiras de pimentones rojos se puso a sofreír en mantequilla, esperando
que soltaran el jugo, al que añadía unos toques de vino blanco para que se
impregnara de su bouquet. A continuación añadió los trozos de tomate que con
gran esfuerzo había yo pelado. Hervían las papas waych’as de reciente cosecha,
con cáscara, que unos minutos más de cocción y se nos deshacían de lo harinosas
que eran. Escurrido el limón, sobre una capa de las verduras sofritas se
depositaron cuidadosamente uno a uno los delgados filetes del preciado pescado,
salpimentado con moderación. Lo mismo, se lo cubrió por encima con otra capa a
la que se añadió unas ramitas de cilantro. A esperar veinticinco minutos,
entonces.
Mientras tanto,
pelamos las papas cocidas y las cortamos en rodajas. Junto al pollo asado,
cortado en cachitos que, para ahorrar el trabajo habíase comprado en una
rosticería, el chef las puso en otra bandeja, regándolas con queso rallado para
que se derritiera con el gratinado. Eran las nueve de la noche cuando llamaron
a cenar. Los chicos pusieron la mesa y se los veía entusiasmados con el trabajo
del padre, que fue puntilloso hasta con servir personalmente para que a nadie
le faltara. A punto de iniciar el ritual, uno de los muchachos preguntó por esa
rara carne desmenuzada que acompañaba el pescado; al instante reaccioné
diciéndole que era faisán, algo que solo se degustaba en mesas de reyes y
nobles, añadí para pillarle en su inocencia. Pero parece pollo, replicó después
de probar; bueno, comételo como si fuera auténtico faisán, le respondí
ocultando una sonrisa burlona. Nos echamos unas risas mientras devorábamos
bocado a bocado aquel inédito plato de autor, que por razones merecidas bauticé
como Pejerrey a la Luchín. Juro por mis andanzas culinarias que
jamás he probado carne más delicada, tierna y sabrosa que un buen filete de
pejerrey horneado.
Mi primo me dio
el tiro de gracia sacando un Riesling de la nevera, varietal desarrollado por
la casa Campos de Solana, quedándome gratamente pasmado de que nuestro paisito
produciese tal cosa. Desde ya su tonalidad amarilla tirando a dorado y su aroma
intenso a frutas me despertaron las ansias de probarlo. Delicioso elixir con
toque ácido que me recordaba a gallardos cavas de la lejana Cataluña. Al día
siguiente, domingo a mediodía, me despedí con dolor de mis solícitos
anfitriones. Que me dejaba el bus, y que no había tenido tiempo para dar fin a
los últimos rescoldos de esa inolvidable cena. Por eso era el dolor.
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De SEPHATRAD
(blog de Isac Nunes), 29/04/2017
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